Emiliano Aguado

"Acontece con harta frecuencia que, tras las múltiples interpretaciones que acerca de un determinado acontecimiento histórico suelen emitirse, surge cual lógica e inexorable consecuencia la más absurda desorientación.

Para nosotros es incomprensible la actitud que los prohombres del parlamentarismo adoptan, tanto más cuanto que para defender su tesis impugnan el presidencialismo, cual si un médico para curar una pulmonía aconsejara leer El Debate.

Podría, sin incidir en grave error, afirmarse que uno de los capitales defectos de la Revolución francesa fue el exceso de Convención.

Podríamos, para corroborar nuestra tesis presidencialista, aducir una serie de hechos más elocuentes que las abstracciones; pero cabría objetar que, en los diferentes y sucesivos períodos de la Historia, no fue idéntica la estructura del Estado, y que, por consiguiente, las circunstancias que en cada caso determinaron una actitud del Poder fueron muy otras.

En un próximo artículo analizaremos algunos aspectos de la vida griega y romana, demostrándo o pretendiéndolo, cuán fácil es a los pueblos civilizados armonizar la eficacia con la democracia.

Sin necesidad de remontarnos a tiempos troglodíticos para buscar hechos que corroboren nuestra tesis, los encontramos en nuestro tiempo en todos los pueblos.

En unos muestran que el parlamentarismo ha cumplido su misión histórica (Europa), en otros, que el Parlamento, olímpico tribunal, donde el pueblo pronuncia sus inapelables fallos, es insustituible (América).

Cuando la archidemocrática América, llena de optimismo y juvenil pujanza, nos muestra cómo llegó a la solución de gran problema que de ordinario solicita la atención de los hombres encargados de dirigir este caduco Continente, cual si la única solución posible fuera la incesante renovación (que es evolución), ya que los mágicos corceles de la Historia siguen impertérritos su marcha hacia el progreso, Alemania, ese glorioso pueblo que, envilecido antes, surge ahora libre y consciente de su misión histórica, da un gigantesco paso eligiendo a su presidente, fundamental condición de los pueblos verdaderamente parlamentarios."

Emiliano Aguado
«El Presidencialista», n.º 2 (febrero de 1928)



"No nos oprime el contorno en las crisis históricas porque en él hallemos muchas cosas, ni siquiera porque la cultura marchita nos arroje infinidad de ideas; nos oprime porque entre las ideas que hay como bienes mostrencos no sabemos cuál es la que nos conviene, no sabemos a qué carta quedarnos. Por eso en las crisis históricas se pierde el ser humano en sus propios saberes. En las llamadas épocas clásicas sabe el hombre medio muy bien lo que tiene que hacer y lo que tiene que pensar; no es que sus ideas sean agudas, es que le sirven para bregar con su circunstancia. No deja de tropezar con problemas, pero son locales, transitorios; por eso suele llamarse a esos tiempos siglos de oro. Lo que pasa en las crisis es todo lo contrario: los problemas locales tienen importancia en ciertos ámbitos del saber; pero el problema primordial consiste no en ponerse en claro sobre esta o aquella región de la ciencia, sino en averiguar qué ideas de las heredadas sirven y en encontrar el camino que conduce hacia la soledad para no perderse en lo que convierte al hombre en gente. Las épocas clásicas viven de sí mismas y no pueden servir de modelo a las otras. Las crisis históricas, que suelen durar siglos, no pueden encontrar más ayudas que las que presta el pasado a quien no se contente con ideas muertas y quiera hacerse cargo de lo que le pasa. Ahora se ve cómo la historia, que estudia las formas de la vida humana, es la ciencia más alta, más que la matemática y más que la física.
Siempre estamos en alguna situación y vemos las cosas desde ella. Unas veces confiamos en lo que nos rodea y otras desconfiamos de ello: a veces creemos que la vida tiene sentido y otras nos parece un jeroglífico. Entre las situaciones históricas, que son las que vemos con más plenitud porque están cerradas, quietas delante de nosotros, hay una que es peculiar de las crisis, y es la desesperación. Como la cultura se convierte en cuerpo muerto que no dice ni lo que son las cosas ni lo que es la vida, la humanidad se aleja de todo y no quiere saber nada más que de una porción del universo; puede ser esta porción más o menos rica, pero lo que importa es el olvido en que van quedando las otras. De ahí que el hombre desesperado sea, por lo pronto, un extremista que afirma una sola de las dimensiones de su existencia a costa de las demás. Es claro que semejante afirmación tiene que ser violenta, estridente, en primer lugar porque ha de contener en sí misma todo lo que antes se dedicaba al resto de la existencia, pero, además, porque se hace siempre en contra de algo. Ni que decir tiene que este comportamiento del desesperado lleva consigo una alteración vital que le inclina a todo lo que caricaturiza su propio pasado. El extremista es histrión de sí mismo y mártir de cosas en que de verdad no cree. Es un resentido y está propicio siempre a convertirse, es decir, a volver el mundo y su propia vida del revés. Son bien conocidas las conversiones aparatosas, teatrales, de las crisis históricas. Si hay que vivir entre dos mundos, el que se queda atrás y el que no acaba de llegar, el converso va del uno al otro sin esfuerzo, aunque haciendo muchos aspavientos y levantando mucho la voz. No importa aquí lo que haya en estos cambios drásticos de aventura personal; lo que importa es que se vive sin saber qué hacer y que, como es imposible quedarse en el vacío sin creer en nada, las soluciones extremas se ofrecen como tablas de salvación."

Emiliano Aguado
Ortega y Gasset








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