Enrique Amorim

“Aquí, en un modesto pliegue del suelo, que me tendrá preso para siempre, está Federico…”

Enrique Amorim


"Cuando los pasos del asesino se apagaron en el largo corredor, el comisario y el detective se miraron desconcertados. Por fin, el primero rompió el silencio:
-Qué me dice? Éste no tiene nada que ver con la muerte del marinero. Apenas si ha sido testigo de una parte de la pelea.
El "Morocho" se rascaba la nuca porque esto suelen hacerlo los detectives más avispados cuando el superior expone sus dudas.
-Sospecho que algo tiene que ver con la droga. Ahí debe estar la madre del borrego. La droga... la droga...-. Y salió, preocupado, a tomar aire.
Entró un meritorio con prontuario y ficheros. El legajo de Tito Hassam era escaso. El comisario no compartía las sospechas del detective.
-¿Valdría la pena -se preguntaba,- someter al detenido a consideración del juez? ¿Se trataba de un simple mentiroso, de uno de esos sujetos con manía de figuración, siempre resueltos a figurar como testigos, a adjudicarse las primicias de los altercados? ¿O era un alterado mental, un insomne cargante?
Sí, era un pobre diablo mal dormido, un desecho del fragor de Buenos Aires. Cayó redondo en el camastro de la celda. Se durmió en un santiamén como un ser sin remordimientos, intoxicado de cinematógrafo. Una víctima de la balumba callejera, obsesionado por figurar a cualquier precio. Testigo circunstancial, mero testigo, un simple espectador, en suma, de cierta pelea entre gente del bajo fondo, convertido en protagonista por obra de la casualidad. Los policías arribaron a tales conclusiones cuando llegó la noticia de la confesión de uno de los marineros, dándose por aclarado el enigma. La intervención obstinada de Tito Hassam no infundía sospechas. Era frecuente topar con maniáticos de esa especie.
Al despertar el alba, se despertó con los gritos de un vendedor ambulante. Amaneció con la mirada diáfana, despejado, alegre. Sonreía como los seres inocentes. El subcomisario, al atravesar el patio, le dispensó una mirada amistosa. El cielo estaba azul. Corría una libertadora brisa de un extremo al otro de la comisaría. Desfilaba gente limpia, recién afeitada, con ganas de trabajar. Los guardianes -cosa increíble- no ignoraban que la mañana es la doncella de la tierra y que se asoma virgen hasta las más recónditas celdas.
Tito Hassam, a pesar de los pelos que endurecían su mentón, se veía rozagante. La cama dura a menudo resulta saludable, máxime si al despertar, como suele suceder, un sargento en mangas de camisa nos estira el brazo preguntándonos: "¿Gusta un amargo?".
Esto pone de buen talante a cualquier mortal. Sienta "verdear" en la mañana rosada, a la sombra de unos barrotes que entre sorbo y sorbo del mate se tornan flexibles como tallos de caña."

Enrique Amorim
El asesino desvelado



"La charla de los niños anda lejos del lugar, por el campo, por los caminos. La madre los mira uno a uno y suspira. Aquello quiere decir: abnegación, sacrificio, perdón...
El amo se levanta, besa la frente de cada uno de sus hijos, luego a su mujer en los labios y camina hacia el "hall". Toma el bastón y el sombrero. Se da vuelta y ve a su mujer, en el umbral, con encendidos ojos de reproche.
Diariamente así... ¿Vencedora en el hogar? ¿Víctima en él?...
... No se puede saber...
En la calle el hombre suspira hondamente, libre de la cadena. La mujer, feliz en el fondo, si fuese una bestia, lamería a sus hijuelos, largamente. Los acaricia, los besa y, contenta de su triunfo verdadero, final, rotundo, se torna triste, para no aburrirse. Al día siguiente... ¿Para qué repetir
la historia? Diariamente.... diariamente...
Acodado en la ventana del cuarto de huéspedes, el avestrucero Pedro Farías contemplaba el amanecer. A medida que el sol iba saliendo, se dejaba estar en aquella cómoda posición. Medía con sus ojos las pampas y cerrilladas de Ñapindá, en donde habría de extender el galope de su caballo. Era el día señalado para la arriada y desplume de los avestruces. Asomaba su delgada faz, curtida por el sol. El acicalado corte de su cabello delataba sus frecuentes y largas estadas en la ciudad.
Al hallarle en aquella actitud, el peón casero, que volvía al tambo con un balde de leche en cada mano, los dejó en tierra y se puso a contemplarle. Aparentaba descansar, a la vera del sendero bordeado de naranjos.
Solamente a un recién llegado —pueblero por más señas— se le podía ocurrir la idea de acodarse en una ventana, a mirar vagamente el amanecer. Aparte de esto, algo debía tener metido en la cabeza aquel forastero, para estarse absorto en tan singular actitud.
El avestrucero Pedro Farías acababa de ser juzgado....
Por cuarta o quinta vez, arribaba a la estancia de los Amaro. Siempre en gira comercial, comisionado por un fuerte negociante en plumas. Pero, aparte de su trabajo, en esta ocasión, le llevaba a la estancia de La Ventana un vehemente deseo de alcanzar la gracia de una muchacha, hija adoptiva del matrimonio sin descendencia de los Amaro. Floriana se llamaba la protegida. Habíala conocido en un corso de Carnaval, en la vecina ciudad. A más de su rozagante y rubia juventud, Floriana poseía otro atractivo: seguramente habría de ser heredera de los dueños de La Ventana. Era, en verdad, mujer conveniente y apetecible para Farías, rudo hombre de campo a quien la ciudad había transformado su vestimenta y suavizado un poco sus manos. Como era delgado, esbelto y rubio, las prendas ciudadanas caían bien en su cuerpo.
Acodado en la ventana, dejaba vagar sus ojos, desde las pampas y cerrilladas de Ñapindá hasta la casa de los patrones. Sacaba la cabeza hacia afuera, de vez en vez, mirando atentamente a su derecha. Luego se volvía para adentro. A la derecha, entre viejas casuarinas de un verde sucio o gastado, aparecía la casa. El avestrucero aguardaba los primeros movimientos. Una puerta entreabierta, una ventana, el andar de la cocinera por el patio posterior, el ruido de una roldana, el rechinar de un gozne...
Sus días en aquella estancia estaban contados. No pasarían de tres, a lo sumo. Debía, pues, aprovecharlos desde el amanecer."

Enrique Amorim
La trampa del pajonal





"Lo único corriente es el realismo en cualquiera de sus formas. Lo demás es letanía, cansancio, lágrimas, baba fría, desesperación (pero no mucha) y unas ganas tremendas de llorar, como en la letra del tango."

Enrique Amorim




Nubes en alta mar

Por aquí, corazón, la mano dame
estás hecho de carne.
Deja que el alma sola se derrame
por el camino que trazó la tarde.
Para nosotros corazón, la tierra,
para el alma las nubes,
guarda bien de las manos que te encierra
y todo oído, mi palabra escuches.
Por aquí corazón, sigo diciendo,
por las cosas terrenas.

Enrique Amorim











No hay comentarios: