Abelardo Arias

"Desde que recuerdo quise escribir, viajar y amar. Elegí nacer en San Rafael de los álamos, junto al río Diamante, en cuyas aguas se mezclaran mis cenizas."

Abelardo Arias


"Es cierto, la mayoría de mi obra la he escrito en camarotes o cubiertas de barcos cargueros griegos y en medio del mar. Siento durante la travesía que no soy un pasajero sino un tripulante más, un hombre de a bordo, sometido a los avatares del trayecto, del trabajo cotidiano, de la soledad, del profundo laconismo que casi siempre los embarga. En un carguero uno no se siente inclinado al ocio sino al trabajo, a la febril actividad que se ve alrededor durante todo el día. Un carguero no es uno de esos paquebotes suntuosos ideales para la distracción o la sociabilidad. Me siento contagiado y escribo así, diez horas, sentado en algún sitio de la proa, y alcanzo muchas veces en travesías de cincuenta o sesenta días a concluir el primer original manuscrito de una novela de trescientas páginas.
Sucede que un carguero es algo fascinante: se sabe cuándo parte pero nunca adonde va o adonde permanecerá anclado durante días. Esos barcos son como taxi fletes del mar: van adonde los llama un télex urgente o imprevisto. Son como barcos sin destino, es como si el azar los gobernara, son los últimos navíos románticos en la era tecnificada donde todo es perfectamente programado."

Abelardo Arias



"Las tunas, algarrobas y mistoles estaban verdes, ya no tendrían miel silvestre hasta la primavera. La dificultad de alimentar crecía y de nuevo faltaba el agua. A nadie le interesaban sus habilidades de costurera. No se atrevió a volver al puesto donde la señora lugareña, cuyo nombre seguía ignorando, le regaló harina y quesillos. Nada de orgullo, estaba segura de que no le darían ni venderían la menor cosa. El temor los apartaba como a leprosos. No había orgullo capaz de enfrentarse con el hambre; el hambre debía ser el supremo orgullo del cuerpo. Precisaba definiciones de todas las cosas, seguridad. Tuvo miedo cuando por primera vez el cura Achával le dijo que Dios era lo absoluto, miedo a la palabra.
Necesitaban comer, sus enfermos apenas podían moverse. La cicatriz del hombre se descascaraba, le quedaría la marca de los dientes de José, marcada como ganado. Qué más daba, nunca volvería a usar un traje descotado, ni joyas, ni nada. Era un objeto usado. Tenía hambre. No le importaba ya que Pedro la hubiera visto desnuda. Tenían hambre; perros sarnosos que rondan los ranchos y nadie les tira un hueso por temor a que se aquerencien y contagien. Son, eran, tan repugnantes. No podía dudar más. Evitar un mal mayor. Había escogido este papel de madre mantenedora de dos enfermos, “si está loca que se la roben los indios”, en lugar de amamantar a su hija. Debía llevarlo hasta sus últimas consecuencias. No se abandona una cruz en mitad de las estaciones del calvario.
-¡Dios mío, siempre caigo –se golpeó el pecho dolido- en la tentación soberbia de compararme contigo!
Calló, temerosa que Pedro, ¿quién más?, pudiera escucharla. Ya no cantaría más la calandria para la señora de Libarona. Ni era más una señora, tenía hambre. A los jesuitas les achacaban lo del fin justifica los medios; pero los habían echado de sus misiones, de todos los lugares en que ellos se habían mezclado, de verdad, con los indios. Tenía que hacerlo, aunque hubiera nacido una Palacio, descendiente de grandes de España. Ganas de gritar ¿qué era esta grandeza ante la grandeza de la desolación y la miseria americana? Palabras, puras palabras hinchadas de vanidad como una panza con hambre. Y seguirán siendo palabras, hasta el Juicio Final, para gentes con hambre.
Echó a caminar. Ningún motivo para doblar la cerviz. Ningún Palacio, por pura altivez, había realizado o confesado lo que ella haría esa noche. Ninguno, en todo el frondoso árbol genealógico, tuvo hambre como ella misma esta noche. Y sus enfermos tenían hambre, los ojos y las bocas descuajados; pero esto podía ser excusa. Agustina Palacio tenía hambre desesperada, se le juntaban todas las posibles hambrunas de un linaje, las del Buenos Aires fundado por Don Pedro de Mendoza, los hombres comiéndose los cadáveres de ajusticiados. Ningún estremecimiento. Ni rastro de leche en sus hermosos pechos, sí, eran muy hermosos, aunque un hilillo de sangre se escurriera entre ellos. ¿Y si le azuzaran los perros, si la robaran los indios o la devoraran los jaguares? También, podría ser un manso puma. No le importaba, tenía hambre.
La luna en cuarto creciente podía ser acusación o complicidad del cielo. No necesitaba su hipócrita resplandor, conocía el camino de su perdición. La luna maldita ¿por qué, a veces y amando, maldecimos lo amado? estaba en el cielo, los imagineros la ponen a los pies de la Virgen, una barca de plata. La Virgen en una barca y ella muerta de sed y hambre."

Abelardo Arias
Polvo y espanto



“ ‘Los criollos no somos muy guapos pa’ estos menesteres, eso di’ andar cortando racimitos son cosas pa’ los gringos y las mujeres –había dicho Eulogio-. Ahora, lidiar con toros, jinetear potros, trenzar tientos de cuero crudo, marcar animales, ésas son cosas di’ hombre’ y hasta si se trataba de dar una manito para cargar las canecas, entonces se ajustaban el cinto y la faja, acomodaban el cuchillo en la cintura, ‘y no le hacían asco a juerciar un poco’ ”.

Abelardo Arias



"Si al cumplir la mayoría de edad resistió la tentación de regresar y tuvo fuerza de carácter para terminar su carrera, con mayor razón se sobrepondría ahora. Había mostrado a su padre de lo que era capaz. Como un regusto le afloró el resquemor brotado a los quince años. Al morir su madre, Rafael le gritó: «¿Hasta cuándo vas a llorar como una mujercita?». Lo miró atarantado; el perfume ya ácido del ramo de violetas, que Tiburcia había colocado a los pies del cajón fúnebre que los separaba, le producía escozor en la nariz. Quedaron así hasta que entró abuela. Corrió a la huerta. Uno tras otro, como si le negaran apoyo, fue abrazándose a los troncos de los árboles más cercanos. Al amanecer, cuando todos lo imaginaban en el dormitorio, volvió junto al cajón de su madre. Creyó haber aprendido a quedarse solo; llegó Alberto en vacaciones, se aferró a él, un árbol más.
Se detuvo. Atraído por una especie de centro magnético había dejado atrás el olivar, caminaba por el peladal calcinado que marcaba la cresta de la barranca del río. A un centenar de metros, los sauces añosos, los carolinos, el alto cerco de tamarindos y el techo aguzado del chalet viejo de los Arenberg.
Miró casi con rabia y angustia. Cada árbol, cada color, cada perfume estaba definitivamente sellado por Diana. Incontables lugares de Europa le habían quedado marcados de semejante manera. Las palabras, la risa burlona de Rafael en el almuerzo: «Según afirman, Diana ha traído de Burdeos unos barbechos de uva blanca. Debe ser lo único decente que hizo en su viaje descocado». Abuela lo interrumpió con seca mirada; al esquivarla, Rafael lo sorprendió cuando abría la mano y soltaba el cuchillo sobre el mantel. En esa mirada rencorosa de su padre descubrió algo más; por primera vez la resistió hasta obligarlo a desviarla. Silencio incómodo. Cosas calladas por mutuo acuerdo sin palabras, por respeto a una ley de clan que sostenía andamiajes secretos. Sonaron las campanas del reloj de pie, las dos de la tarde. Las miradas se volvieron hacia la esfera blanca y dorada. Más de cien años marcando el tiempo de la familia, lo bueno y lo malo señalado por sus manecillas negras. Cien años, nimiedad en Europa; hasta el más humilde campesino sabía más años de su familia.
El calor le resecaba la boca. En el terraplén del puente, carolinos y sauces guardaban bolsas de aire fresco. El cerco de tamarindos mostraba un buraco que los muchachos usarían para robar fruta; se sintió obligado a entrar por él. Le chicotearon los nervios al divisar el Jaguar de su prima, ya no pudo retroceder.
Las botas resonaron desafiantes en las tres gradas y en las baldosas de la angosta galería. Golpeo la puerta entornada y, sin esperar, entró. Los ojos se le acostumbraron a la penumbra, volvió a llamar en vano.
Le costó reconocer el vestíbulo transformado en cómoda sala de estar. Sobre un combinado de televisión, radio y tocadiscos, varios álbumes; nombres en grandes letras doradas: Honegger, Vivaldi, Dalla Piccola. Estanterías repletas de libros ocupaban las dos paredes principales; de la madera de pino blanco, con grandes nudos oscuros, se desprendía un perfume penetrante que incitaba a aspirarlo."

Abelardo Arias
La viña estéril



"Sí, he escrito "Minotauro Amor" o "Polvo y Espanto", por ejemplo, a bordo de barcos con nombres tan exóticos como Nikinái o Atenai. Precisamente, "Polvo y Espanto", la concluí en los mares de Grecia. Fíjese, cuan aparentemente contradictorio resulta ser el proceso de creación: la parte de "Cuaderno Federal", tan nuestra, tan de caudillos y pampas y barbarie, la terminé de escribir apoyado en una columna dórica del Partenón. Yo mismo, mientras borroneaba alguna frase sobre las páginas de un cuaderno, me preguntaba si no era curioso que un argentino estuviera allí en mil nueve setenta y tantos, imaginando escenas de una Argentina de mil ochocientos y tantos en un templo de hace dos mil años, cuna de toda una civilización. Sin embargo, ese libro fue traducido al griego (quizás ha de ser el único caso de un autor argentino) y fue comprendido. También aquí, cabe preguntarse, cómo pudo ser comprendido si se trata de un tema histórico particular de un país y de una situación social tan diferente. Cómo un pueblo como el griego, apegado e inmerso en la tragedia clásica, pudo adentrarse en "Polvo y Espanto" esencialmente argentina. Cuando pregunté, en Atenas, a algunos críticos o lectores, ellos me respondieron que si bien obviaban o perdían ciertos detalles anecdóticos o puramente folklóricos, sentían que el personaje, por ejemplo, tenía la imagen arquetípica del caudillo americano tal como ellos la fantaseaban. Finalmente, toda novela, en esencia, es como una tragedia griega: tiene sus dramas, sus pasiones, sus muertes. Eso es lo que trasciende de todo texto literario si no es gratuito."

Abelardo Arias

















No hay comentarios: