Carmen Kurtz

"Allá en el fondo, todas las palabras que dijimos y de las cuales ya no guardamos recuerdo, duermen bajo las aguas. Duermen aquellas que no supimos decir y esperan su turno para salir a flote. Las cartas que hemos roto, las no recibidas y las veces que hemos dicho adiós. La pena que sentimos y que ahora, al recordarla, nos parece pequeña. La risa o el llanto que no llegó a brotar. La amistad que buscamos en el momento dificil y que resultó más débil que nosotros, más falta de ayuda. La persona a quien quisimos consolar y nos sirvió de consuelo...Todo duerme allí, en ese fondo."

Carmen Kurtz
Duermen bajo las aguas


“Aún en idénticas circunstancias, las personas no se comportan de la misma manera.”

Carmen Kurtz
El desconocido, 1956




"Aún estaba demasiado débil. Seguramente no llegaba a acostumbrarse a las bebidas. La charla se le antojaba insustancial y deseaba encontrarse otra vez en casa, a solas con Dominica. Ella también parecía lejana. Muchos abrazos, apretujones y protestas de amistad. ¿Por qué pensaba en los otros? Con los otros nunca se golpeó ni apretujó de aquel modo. La amistad allá tenía otra dimensión. Un apretón de manos. A veces, ni siquiera eso. ¿Germán? Era mejor no pensar en Germán mientras escuchaba la cháchara en torno suyo. Porque «la salsa está menos lograda que de costumbre», el civet de liévre tenía un fallo de acidez.
¿Por qué cada vez que se sentaba a la mesa pensaba en los otros? No debía hacerlo. Debía aniquilar su pensamiento y ordenarle que obedeciera. Él ya pertenecía al montón de acá. Su obligación era interesarse por los problemas de acá. El mundo entrevisto en los periódicos debía ser en el menos tiempo posible su mundo. Aunque él supiera que también ese mundo de los periódicos fuera nada más una parte del mundo. Si los otros pudieran verle, nada le agradecerían aquella bola estropajosa que se le hacía en el cuello ni la profunda decepción que le producían cuantos le rodeaban. Era imposible vivir entre dos mundos, sufriendo por ambos y no contentando a ninguno. Aquellos que le invitaban, ¿qué tal les sentaría aunque sólo fuera una semana de régimen de campo? Recordaba las porquerías, las vilezas que se llegaron a cometer por algo que tuviera aspecto de comida. Y ahora tenía que escuchar serenamente tonos peyorativos hablando de una salsa alambicada. Ahuyentó sus pensamientos. Muchas veces se hizo la promesa: «Quiera Dios que no sea mezquino. Quiera Dios que esta prueba me afirme y no me destruya. Puedan mis fuerzas, que han bastado para soportar las grandes cosas, ser también suficientes para soportar las pequeñas».
La conversación derivaba sobre temas familiares. Los hijos, los estudios de los hijos. Todos los tenían y hablaban de ellos.
Muchas veces pensó en el hijo que no vino durante los dos primeros años de matrimonio. No lo había deseado desmesuradamente. Fueron dos años de vacaciones, tan cortos para él y Dominica que no se dieron cuenta de que pasaban. Cuando al fin Mercedes Silva, con mucha discreción, había preguntado: «¿Qué pasa?», recordaba perfectamente que él había mirado a Dominica y se había echado a reír. No pasaba nada. No venía, y eso era todo. «Pues será conveniente consultar a un especialista.» Habían dicho que sí. Que irían. Fueron. Nada anormal. Tal vez Dominica era muy joven. Infantil. Un tratamiento. Insuflación. Total, lo habían dejado para más adelante. Y él se había marchado antes de tener tiempo para aquel hijo. Allá lejos había pensado mucho en ello; mucho más que cuando estaba en Barcelona. De haber tenido un hijo, Dominica habría guardado algo suyo. Algo de él.
Contempló a Dominica a través de la mesa. También ella parecía ausente. Dominica vaciaba su copa.
Aquella noche soñó con Florencio."

Carmen Kurtz
El desconocido



"Dejadme aprovechar el afecto que todavía hay en mí, para contar los aspectos de una vida atribulada y sin reposo, en la que la infelicidad acaso no se debió a los acontecimientos por todos conocidos sino a los secretos pesares que sólo Dios conoce."

Carmen de Rafael Marés firmaba con el apellido de su marido, Pedro Kurtz





"«La muerte —pensaba ella al regresar a su habitación con las primeras luces de la madrugada—, la muerte no es cruel. Si él hubiera muerto entonces, yo le habría seguido».
No fue la muerte. Fue el mal solapado que ataca sin llegar al final. El hombre vivo y postrado, inmóvil, muerto para la vida y vivo aún para la muerte. El mal sin remedio que no es lo suficientemente noble para terminar con uno de golpe. El mal que arruina al más fuerte y le convierte en un ser quejoso, atemorizado e inútil.
Quiso volver al teatro. Los contratos no fueron los de antes ni las condiciones las mismas. Y él, el hombre, estaba celoso. Desde la cama la llamaba, la suplicaba que no le dejara solo.
Entonces se volvió a los suyos, hacia aquella familia extensa a quien había repartido su dinero a puñados, a bulto.
La familia le huyó. «Ya te lo dijimos», era la respuesta. «¿El qué? ¿El qué?», preguntaba ella sobrecogida, incrédula. «Que ese hombre sería tu ruina». Le dieron monedas contadas, haciéndole sentir el peso de la caridad y un día, los echó de su casa, a todos, asqueada desde el fondo de su alma, jurándose a sí misma pedir limosna por las calles antes que acudir a quienes había socorrido.
Vendió muebles y joyas, levantó la casa y vio cómo todo se hundía en médicos y farmacias. Pudo obtener uno de esos trabajos vergonzantes, pagados miserablemente, pero que al menos le permitían quedarse con él, en el pequeño piso, haciéndole compañía.
Los ojos del hombre la seguían por la habitación, como dos perros humildes y buenos. Eran dos ojos infinitamente tristes que suplicaban el perdón de tanta calamidad. Cuando María Eugenia se miraba en esos ojos, sentía deseos de golpear con sus puños el rostro de la muerte y pedirle por favor que se los llevara a él y a ella, allí donde ya no se sufre.
Empezó a salir por las noches, cuando después de la última inyección lo dejaba dormido. Debía ganar el dinero de aquellos pinchazos. Lo dijo el médico: «Vive de milagro. Vive artificialmente. Si no fuera por las inyecciones, no duraba dos días».
Y por aquella vida artificial, se convirtió en María Prisas.
No quiso que nadie la reconociera y se mudaron de lugar. Durante el día, limpio el rostro de polvos y pinturas, parecía una vieja muy digna, muy tiesa para sus años. Los vecinos pobres como ella, la apreciaban y entre ellos encontró intacto el sabor de la caridad.
A eso de las diez, cuando ya nadie circulaba por la escalera y se cerraba el portal de la calle, una extraña mujer salía a mendigar por los barrios del puerto, siempre concurridos.
Se daba prisas para ganar el dinero del día siguiente. Aligeraba para que el hombre dormido no fuera a despertarse y la echara de menos. Debía estar de vuelta antes de que los vecinos la vieran y se extrañaran de su facha. Iba siempre corriendo, pues ausente, lejos de él, temblaba que se le fuera. Y eso no. No sin ella a su lado. Tarde o temprano el hombre la dejaría, pero ella debía estar a su lado. Lo hablaron así muchas veces, en los felices tiempos, cuando se hacían promesas de amor:
—Prométeme —le decía él— que no me abandonarás nunca. Nunca.
Ella reía. Le atontaba con mil nombres cariñosos y por último le recordaba que era mayor, bastante mayor que él y por consiguiente…
—No importa. Quédate a mi lado en ese momento —gemía él, quizá con un remoto presentimiento del futuro—. Tengo miedo.
Prometió aquel día y otros.
Y durante sus rondas nocturnas, cuando se sentía cansada y vieja, próxima a su fin, tuvo miedo de faltar a su promesa.
Entonces lo dejaba todo y volaba a casa, al lado del hombre que la había amado, que la amaba aún con su resto de vida. Debía quedarse cerca de él para que no tuviera miedo. Lo demás no importaba. Cuando llegara el momento tomaría sus manos y le diría: «No tengas miedo. Estoy aquí, a tu lado». Y cuando él cerrara los ojos como un niño bueno que se duerme, ella se daría prisas por seguirle."

Carmen Kurtz
El último camino





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