Henry Stephens Salt

"[...] conforme la civilización avanza, las crueldades inseparables del sistema de sacrificio se han ido agravando, en vez de disminuir, debido tanto a la mayor necesidad de transportar animales a grandes distancias, por mar y tierra, en condiciones de premura y dureza que impiden por lo general toda consideración humana hacia su bienestar, como a los torpes y bárbaros métodos que con harta frecuencia se practican en esos antros de tortura que se conocen como "mataderos privados"."

Henry Stephens Salt



"El método analítico empleado por la ciencia moderna tiende en última instancia, en manos de sus exponentes más ilustrados, al reconocimiento de una estrecha relación entre la humanidad y los animales. Pero, al mismo tiempo, ha ejercido un efecto sumamente siniestro en el estudio del ius animalium entre la masa de los hombres medios. ¡Considérese el trato del llamado naturalista con los animales cuya observación ha convertido en su dedicación! En noventa y nueve casos de cien es incapaz de apreciar la calidad distintiva esencial, la individualidad del objeto de sus investigaciones, y se convierte en nada más que en un satisfecho acumulador de datos, un industrioso diseccionador de cadáveres. «Creo que el requisito más importante en la descripción de un animal -dice Thoreau- es asegurarse de que se transmite su carácter y su espíritu, porque en ello se tiene, sin lugar a error, la suma y el efecto de todas sus partes conocidas y desconocidas. No cabe duda de que la parte más importante de un animal es su ánima, su espíritu vital, en la que se basa su carácter y todas las particularidades por las que más nos interesa. Sin embargo, la mayor parte de los libros científicos que tratan de los animales dejan esto totalmente de lado, y lo que describen son, por así decirlo, fenómenos de la materia muerta.»
Todo el sistema de nuestra «historia natural», tal como se practica en el presente, se basa en este método deplorablemente parcial y equívoco. ¿Se ha posado un ave rara en nuestras costas? Inmediatamente le da muerte algún emprendedor coleccionista, y con orgullo lo entrega al taxidermista más cercano, para que pueda «preservarse», entre toda una serie de otros cadáveres rellenos, en el «museo» local. Es un deprimente asunto, en el mejor de los casos, esta ciencia de la pieza de caza y el escalpelo, pero está de acuerdo con la tendencia materialista de una determinada escuela de pensamiento, y sólo unos pocos de quienes la profesan escapan a ella, y se sitúan por encima de ella para llegar a una comprensión más madura y clarividente. «El niño -dice Michelet- se entretiene, rompe las cosas y las destruye; encuentra su felicidad en deshacer. Y la ciencia, en su infancia, hace lo mismo. No es capaz de estudiar a menos que mate. El único uso que hace de una mente viva es, en primer lugar, diseccionarla. Nadie lleva a la indagación científica esa tierna reverencia por la vida que la naturaleza premia desvelándonos sus misterios.»
En estas circunstancias, escasamente puede asombrarnos que los modernos científicos, sedienta la mente de más y más oportunidades para satisfacer su curiosidad analítica, deseen recurrir a la tortura experimental a la que eufemísticamente se presenta como «vivisección». Están cogidos y se ven impulsados por una irresistible pasión de conocimiento y, como maleable objeto para la satisfacción de esta pasión, encuentran ante ellos a la indefensa raza de los animales, en parte salvajes, en parte domesticados, pero por igual considerados por la generalidad humana incapaces de tener «derechos». Están acostumbrados, en su práctica (pese al ostensible rechazo de la teoría cartesiana), a tratar a estos animales como a autómatas: cosas hechas para ser matadas, diseccionadas, catalogadas, para el avance del conocimiento. Son además, en su condición profesional, descendientes lineales de una clase de hombres que, por bondadosos y considerados que fuesen en otros aspectos, nunca tuvieron escrúpulos para subordinar los más vivos impulsos humanitarios al menor de los supuestos intereses de la ciencia. Dadas estas condiciones, parecería inevitable que el fisiólogo viseccione, así como que el señor rural cace. La tortura experimental es tan apropiada para el estudio del hombre semi-ilustrado como la actividad cinegética lo es para la diversión del imbécil."

Henry Stephens Salt
Los derechos de los animales


"Es ésta, así pues, la postura de quienes afirman que los animales, al igual que los seres humanos, tienen necesariamente determinados derechos limitados, que no pueden negárseles, como se les niegan ahora, sin incurrir en injusticia y tiranía. Poseen individualidad, carácter, razón. Y poseer esas cualidades es tener el derecho a ejercitarlas en la medida en que se lo permitan las circunstancias que lo rodean. "La libertad para elegir —dice Ouida— es la primera condición de la felicidad animal, así como de la humana. ¿Cuántos animales de un millón tiene incluso libertad relativa en algún momento de su vida? No se les permite elección alguna, y todos sus instintos naturales son negados o sometidos a la autoridad". Y, sin embargo, ningún ser humano tiene justificación para considerar a ningún animal como un autómata carente de sensibilidad al que puede hacer trabajar, al que puede torturar, devorar, según sea el caso, con el mero objeto de satisfacer las necesidades o caprichos de la humanidad."

Henry Stephens Salt


"Es mucho más fácil hacer una caricia de vez en cuando que hacer justicia en lo esencial."

Henry Stephens Salt


"La educación, en el más amplio sentido del término, siempre ha sido, y siempre será, la condición previa e indispensable para el progreso humanitario. Excelentes son las palabras de John Bright sobre este tema (olvidemos por el momento que era pescador). «La humanidad en el trato a los animales [nohumanos] es asunto de suma importancia. Si yo fuera maestro en una escuela haría que una parte muy importante de mi labor consistiera en inculcar a cada niño la obligación de ser buenos con todos los animales. Resulta imposible decir cuánto sufrimiento hay en el mundo debido a la barbaridad que supone la crueldad que la gente muestra para con lo que llamamos criaturas inferiores.»

Pero cabe dudar que la lección de humanidad llegue a impresionar de especial manera a los jóvenes, mientras el tono general de sus mayores y sus maestros sea de cínica indiferencia, cuando no de absoluta hostilidad, hacia el reconocimiento de los derechos de los animales. Es la sociedad en su conjunto, y no una clase en particular, la que necesita ilustración y amonestación. En rigor, debe revolucionarse y ampliarse la concepción misma y el alcance de lo que se conoce como «educación liberal». Pues si criticamos el espíritu estrecho y poco científico de lo que se conoce por «ciencia», hemos de admitir honradamente que nuestras «humanidades» académicas, las literae humaniores de nuestras universidades y colegios, así como gran parte de nuestra cultura y refinamiento modernos, apenas son menos deficientes en ese espíritu vivificante de compasiva hermandad sin la que todos los logros que pueda idear la mente del hombre son como la capa prestada de una civilización imperfectamente realizada con la que se cubriera una bárbara tribu a medias salida del salvajismo. Este divorcio que se da entre el «humanismo» y los sentimientos humanos es uno de los más sutiles peligros que acechan a la sociedad. Pues si concedemos que el amor debe ser temperado y orientado por la sabiduría, aún más necesario es que a la sabiduría la informe y vitalice el amor.

No son, así pues, tan sólo nuestros hijos quienes necesitan ser educados en el adecuado trato de los animales [nohumanos], sino nuestros científicos, nuestros hombres de letras. Ya que, pese al vasto progreso de las ideas humanitarias durante el presente siglo, hay que confesar que los exponentes populares del pensamiento occidental son todavía en su mayor parte incapaces de apreciar la profunda verdad de esas palabras de Rousseau que deberían constituir la base de un sistema de instrucción ilustrado: «¡Hombres, ser humanos! Es vuestro primer deber. ¿Qué sabiduría hay para vosotros fuera de la humanidad?».

Pero, ¿cómo ha de iniciarse este cambio en la educación, y aún menos consumarse? Como todas las reformas de gran alcance que promueven unos cuantos creyentes ante la pública indiferencia, sólo podrá llevarse a cabo gracias a la energía y la resolución de quienes son partidarios de él. Los esfuerzos que las diversas sociedades humanitarias llevan a cabo en estos momentos en direcciones especiales, centrándose cada una en atacar un abuso determinado, deben complementarse y reforzarse por una cruzada —una cruzada intelectual, literaria y social― contra la causa central de la opresión, esto es: contra la falta de consideración que existe respecto a la afinidad natural que hay entre el hombre y los animales [nohumanos], y la consiguiente negación de sus derechos. Hemos de insistir en que se tome en consideración toda esta cuestión y en que se trate de ella con total sinceridad, y no hemos de permitir que se sigan eludiendo los temas más importantes porque no viene bien a la conveniencia o los prejuicios de la gente que se siente cómoda prestarles atención.

Por encima de todo debe hacerse frente al sentimiento de ridículo que actualmente se atribuye al supuesto «sentimentalismo» de la defensa de los derechos de los animales y conseguir que desaparezca. El miedo a esta absurda acusación priva a la causa de la humanidad de muchos colaboradores que, de otro modo, aportarían su trabajo a la misma, y es en parte responsable del tono innecesariamente tímido y apologético que con harta frecuencia adoptan las personas humanitarias. Debemos plantar cara a este sentimiento de ridículo y atribuirlo a nuestra vez, sin vacilación, a aquellos que realmente lo merecen. Debemos volver el arma de la risa contra los verdaderos «maniáticos» y «negociadores de caprichos»; los memos que no pueden dar mejor razón para infligir sufrimiento a los animales [nohumanos] que la de que es «mejor para ellos mismos»; los devoradores de carne que mantienen la pía creencia de que los de animales [nohumanos] nos han sido «enviados» como alimento; las mujeres estúpidas que se imaginan que el cadáver de un ave es un artículo que favorece su tocado; el deportista imbécil que jura que el vigor de la raza inglesa depende de la práctica de la caza del zorro, y los científicos semi-ilustrados que no son conscientes de que la vivisección tiene consecuencias morales y espirituales, a la vez que físicas. Que muchos de nuestros argumentos son mera esgrima superficial y no tocan las profundas simpatías emocionales que sirven de base a la causa de la humanidad, es un hecho que no disminuye su importancia polémica. Pues es éste uno de esos casos en los que quien alza la espada perecerá por la espada, y los ingeniosos hombres de mundo que se mofan del sentimentalismo enfermizo de quienes son consecuentes con su humanitarismo quizá descubran que son ellos —cogidos como se hallan en una postura ambigua y totalmente insostenible— los más enfermizos sentimentales de todos.

[…] La educación puede sólo dirigirse con éxito a aquéllos cuya mente muestra, en algún grado, una natural predisposición para recibirla. He hablado de la deseabilidad de una cruzada intelectual contra las principales causas del trato injusto de los animales [nohumanos], pero no debe entenderse que lo que ocurre es que yo creo, como parecen creer algunas personas humanitarias, que un mundo endurecido podría convertirse milagrosamente gracias a las prédicas de un nuevo San Francisco, si es que una personalidad como la suya pudiera de algún modo desarrollarse en medio del comercialismo de este siglo XIX nuestro. En esta sociedad moderna, infinitamente compleja, los grandes males no pueden remediarse del todo por medios simples, ni siquiera por el entusiasmo que consume al profeta, puesto que toda forma particular de injusticia no es sino parte de un mal que yace mucho más profundo: las tendencias egoístas, agresivas, que en gran parte son todavía inherentes a la raza humana.

Sólo con el gradual progreso de un sentido culto de la igualdad podremos remediar estos desafueros, y no ha de ser el objeto de nuestra cruzada tanto el de convenir a nuestros oponentes (que, por las propias incapacidades y limitaciones de sus facultades, nunca podrán convertirse realmente), como arrojar clara luz sobre este confuso problema, para poder discriminar por fin, sin lugar a error, entre nuestros enemigos y nuestros aliados. En todas las controversias sociales, los temas se ven en gran medida oscurecidos por la gran confusión de nombres y frases y contraargumentos que se blanden en uno y otro sentido, de modo que son muchas las personas que, siendo por simpatía e inclinación naturales amigos de la reforma, se hallan clasificados entre sus enemigos, a la vez que a no pocos de sus enemigos, con similar inconsciencia, se los sitúa en el campo opuesto. Exponer sus temas de manera clara, y atraer y consolidar de ese modo un genuino cuerpo de apoyo, es quizá el mejor servicio que las personas humanitarias pueden hacer al movimiento que desean promover.

Quiero hacer hincapié, en conclusión, que este ensayo no es un llamamiento ad misericordiam a quienes practican, o disculpan que otros practiquen, los actos contra los que se suscita aquí la protesta. No es una petición de «clemencia» (entre comillas) para las «bestias irracionales» cuyo único crimen consiste en no pertenecer a la noble familia del Homo sapiens. Se dirige antes bien a quienes ven y sienten que, como bien se ha dicho, «el gran avance del mundo, a través de las edades, se mide por el aumento de la humanidad y la disminución de la crueldad» —que el hombre, para ser verdaderamente hombre, tiene que dejar de abjurar de esta comunidad con toda la naturaleza viviente— y que la realización de los derechos humanos que se aproxima tendrá inevitablemente que traer tras de sí la realización, posterior pero no menos cierta, de los derechos de las razas animales inferiores."

Henry Stephens Salt




"La falaz idea de que las vidas de otros animales no tienen «finalidad moral» está conectada en su raíz con estas pretensiones filosóficas o religiosas que con tanta fuerza ha condenado Schopenhauer. Vivir una vida propia —realizar el propio ser de uno— es la más elevada finalidad moral tanto del hombre como del animal, y que los animales poseen su correspondiente grado de individualidad difícilmente puede dudarse. Hemos visto —dice Darwin— que los sentidos e intuiciones, las diversas emociones y facultades, tales como el amor, la memoria, la atención, la curiosidad, la imitación, la razón, etc., de las que el hombre se vanagloria, puede hallarse en estado incipiente, o incluso bien desarrollado en animales inferiores."

Henry Stephens Salt


"Ninguna nación o individuo puede mejorar sin un cambio de mentalidad. Los activistas de todas las clases deben reconocer que es inútil predicar la paz por sí sola, la justicia social por sí sola, la anti-vivisección por sí sola, el vegetarianismo por sí solo, o el respeto hacia los animales por sí solo. La causa de todos los males que infligimos al mundo es la misma: la falta general de humanitarismo, la falta de conocimiento de que toda vida sintiente es igual, y que quien perjudica a sus semejantes se está perjudicando a sí mismo."

Henry Stephens Salt



"No es este derramamiento de sangre, o ese derramamiento de sangre, el que debe cesar, sino que todos los derramamientos de sangre innecesarios deben terminar. Así como todo deseo o inflicción de daño o muerte sobre nuestros semejantres."

Henry Stephens Salt


"Quiero hacer hincapié, en la conclusión, que este ensayo no es un llamamiento ad misericordiam a quienes practican o disculpan que otros practiquen, los actos contra los que se suscita aquí una protesta. No es una petición de «clemencia» (entre comillas) para las «bestias irracionales» cuyo único crimen consiste en no pertenecer a la noble familia del homo sapiens. Se dirige antes bien a quienes ven y sienten que, como bien se ha dicho, «el gran avance del mundo, a través de las edades, se mide por el aumento de la humanidad y la disminución de la crueldad –que el hombre, para ser verdaderamente hombre tiene que dejar de abjurar de esta comunidad con toda la naturaleza viviente– y que la realización de los derechos humanos que se aproxima tendrá necesariamente que traer tras de si la realización, posterior pero no menos cierta, de los derechos de las razas de animales inferiores."

Henry Stephens Salt


"Resulta inútil exigir derechos para los animales de manera general si, al mismo tiempo, estamos dispuestos a subordinar tales derechos a todo lo que se nos antoje considerar como nuestras “necesidades”; tampoco será posible conseguir que se trate con justicia a los animales mientras continuemos considerándolos como seres de un orden diferente al nuestro e ignorando los numerosos puntos de coincidencia que los acercan en la raza humana […] Si llegamos alguna vez a hacer justicia a los animales, tendremos que desechar la anticuada idea del “abismo” que los separa de los hombres, y admitir que un vínculo común de humanidad
une a todos los seres vivos en una fraternidad universal."

Henry S. Salt
Los derechos de los animales


"Y, sin embargo, ningún ser humano tiene justificación para considerar a ningún animal como autómata carente de sentido al que se puede hacer trabajar, al que se puede torturar, devorar, según sea el caso, con el mero deseo de satisfacer las necesidades o los caprichos de la humanidad. Junto con el destino y las obligaciones que se les imponen y que cumplen, los animales tienen también el derecho a que se les trate con bondad y consideración, y el hombre que no los trate así, por grande que sea su saber o su influencia, es, a este respecto, un ignorante y un necio, carente de la más elevada y noble cultura de la que es capaz la mente humana."

Henry Stephens Salt





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