Mary Antin

"Cuando regresé a mi habitación no me burlé de la señora Hutch. Reflexioné seriamente acerca de ella y concebí un propósito. Decidí que debía escucharme una vez más. Debía hacerle comprender mis planes, mi futuro, la nobleza de mis intenciones. Era demasiado irracional seguir así, en medio de la desconfianza y el temor. Si la señora Hutch confiara en mí y los recaudadores de impuestos depositaran su confianza en ella, todos podríamos vivir felices para siempre.
Estaba seguro de que mi argumento prevalecería ante nuestra casera, si tan sólo lograra hacerme escuchar, ya que entendía su punto de vista e incluso me resultaba simpática. Lo que ella dijo acerca de los bebés, no era nada descabellado para mí. Hubo un último bebé, el sexto de mi madre, que nació en el hermético dormitorio sin ventanas de la señora Hutch. ¿Había necesidad alguna de ese bebé? Cuando May nació, dos años antes, en Wheeler Street, tras un tiempo logré darle la bienvenida y aceptarla. Ella era estadounidense así que tenía una pariente genuinamente americana. Tuve que sentarme con ella en su primera noche en la tierra y le pregunté acerca del lugar del que procedía, así nos fuimos conociendo. Mi madre estaba tan mal que mi hermana Frieda, que era enfermera, y el médico hicieron todo lo que pudieron por cuidarla, de modo que el bebé permaneció a mi cargo durante largo tiempo y por eso terminé acostumbrándome a su presencia. Pero cuando le tocó el turno a Celia, yo era dos años mayor y las perspectivas que se abrían ante mí más amplias. Pude contemplar lo adorables que son los bebés y discernir las desventajas de poseer uno. Entre mis parientes había un cuñado y un sobrino nacido en Estados Unidos, que podría llegar a ser presidente. Además, sabía que no había lo suficiente para comer antes de la llegada del bebé y éste no trajo consigo suministro alguno. El bebé era demasiado. No había necesidad. Me molestaba su existencia y mi resentimiento se incrementó a diario.
Me sentía alborozada con mi amplitud de miras, la cual me permitía analizar la cuestión del bebé desde diversos puntos de vista. Podía considerar desinteresadamente la cuestión alusiva al alquiler, de la misma forma que un filósofo revisa las cuestiones fenomenológicas. No me parecía razonable que la señora Hutch cediera al antojo del alquiler. Una colegiala adora sus libros, un bebé llora y una casera anhela obtener rentas. Podía creer fácilmente que el tema de la renta violentaba espiritualmente a la señora Hutch y de ello podía deducirse la vehemencia con la que perseguía a los morosos."

Mary Antin
La tierra prometida



"La emoción del día había rendido nuestras fuerzas y nos alegrábamos de olvidar la decepción a través del sueño. Por la mañana aún estaba nublado, pero pudimos ver un poco alrededor. Era realmente extraño que una distancia ilimitada se tornara tan estrecha, de modo que sentí lo extraño de la escena. Durante todo el día me estremecí de frío y eso que apenas salimos del camarote. Por fin llegó la noche y nos hallábamos en nuestras literas, pero nadie lograba dormir.
El mar había estado encrespándose durante el día y ya por la noche el barco comenzó a moverse como al principio del viaje. Poco a poco se fue poniendo peor. Los objetos rodaban por el suelo en nuestro camarote, en medio del estruendo. Los platos se rompían en pequeños trozos que giraban alrededor. El cubrecama de las literas superiores casi ahogaba a quienes dormían en las literas inferiores. Algunas personas cayeron de sus literas, pero nada de esto tenía la menor pizca de gracia. A medida que el barco oscilaba, los pasajeros eran violentamente arrojados contra las literas e incluso algunas tablas cedieron y volaron hasta el entarimado. Podíamos ver las pequeñas ventanas que casi tocaban el agua, de modo que cerramos las persianas para evitar contemplar ese panorama tan desolador. Los niños lloraban, todo el mundo se lamentaba y los marineros se afanaban en recoger objetos del suelo y llevarlos lejos. La confusión era menor, pero no la alarma.
Por encima de todos los sonidos se levantó la bocina que no dejó de sonar en toda la noche. ¡Qué triste era su sonido! Atravesaba el corazón y te hacía sentir pánico. De vez en cuando algún navío, a lo lejos, respondía, con la tenacidad de un débil eco. A veces, nos dábamos cuenta de que el barco se había detenido, de que las ruedas no giraban y casi llegábamos al grado de paroxismo, imaginando las peores causas al efecto.
De nuevo amaneció el día, un poco más tranquilo. Dormimos hasta la tarde y entonces vimos que la niebla había adquirido un cariz más fino e incluso creímos distinguir un barco."

Mary Antin
De Polotzk a Boston




























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