Anna Banti

 "Después que Ofelia se había recuperado de un episodio grave de tifus, su familia y otros conciudadanos reconocieron su belleza. Sus rígidos rizos oscuros (que habían sido previamente alisados en las sienes por la presión de unas trenzas) brotaban en su cabeza, embelleciendo su rostro de aspecto tímido. Una suavidad florida se extendía por sus mejillas, acentuando la delicadeza de su nariz y otros rasgos que únicamente podían ser gratos. Su figura no era especialmente prometedora, pero su pueril modo de andar, con los pasitos apresurados de una ansiosa colegiala habían conformado cierta indiferencia que evocaba sutilmente una gracia aristocrática. Aunque más tarde sugiriera la languidez de una mujer exhausta por demasiados embarazos. En la ciudad decían su padre, médico estaba acumulando para fabulosos ahorros para una gran dote. Por consiguiente su fama creció proporcionalmente, como suele suceder en las provincias, y Ofelia llegó a ser muy popular.
A lo largo de este tiempo había sido una adolescente insensible, carente de buen sentido e imaginación en el mismo grado. Al crecer en una familia en la que su madre gobernaba con meticulosa ineficacia y tacañería, Ofelia, como si estuviera maldita, heredó estos rasgos que había detestado desde la niñez, llegando a ser más caótica y meticulosa incluso. Con la mejor de las intenciones, considerando sus limitados recursos mentales (que se compensaban con una persistente tenacidad), sus padres la enviaron a una escuela técnica tras los estudios elementales. Mientras tanto ella había aceptado sin mucho entusiasmo recibir lecciones de piano. Estas decisiones revelaban dos formas contradictorias de pensar propias de las familias burguesas. "Dado que no es creativa, encaminémosla hacia algo práctico. Dado que no está interesada en las ciencias, tendrá éxito en las artes."

Anna Banti, pseudónimo de Lucia Lopresti
La señorita y otras historias


"Ellos creen que estoy dormido, que paso del sueño a un duermevela inconsciente: que, en definitiva, mi mente divaga. Así se lo han asegurado el otro día al médico. Como de costumbre, había entrado en la habitación sin pedir permiso, para una de sus inútiles visitas, y su voz estentórea, ruda, con un fuerte acento piamontés (¿Cómo se encuentra nuestro amigo?), me obligó a abrir los ojos. Permanezco siempre con los ojos cerrados cuando no estoy solo. Y no sé por qué, quizás para rechazar una vida que no me interesa más. ¿Estoy muy enfermo? Yo no diría que ninguna parte del cuerpo me duele y que si quisiera podría vivir normalmente, quizás salir, hablar. Eso: hablar. No siento, no quiero y los párpados cerrados defienden mi voluntad. Siempre he hablado poco, debo reconocerlo. Quizás no se daban cuenta cuando me obligaban a permanecer lejos de casa en la oficina durante horas. Mi esposa, que estaba acostumbrada, aunque persistiera en una prolongado lamento acerca de los asuntos domésticos, yo me limitaba a pasear arriba y abajo por la habitación de mi estudio: útil para mi condena, decía, con un especie de exasperado respeto y lo dejaba pasar, después de todo tenía razón.
Marietta, déjame pensar, respondía al fin, cuando simplemente no podía soportar las trivialidades femeninas, en vez de sensatos discursos. Ella entonces prorrumpía en una risa sarcástica, un poco teatral: "Il fait beau dire à celui qui vient de loin..."... Y sí, venimos de lejos, ¿y cómo iba a confesar que la ruina de nuestra casa y el futuro de nuestros hijos me dejaba indiferente? Mejor guardar silencio y esperar que, de un modo u otro, se calmase.
Sin embargo, en medio de este silencio, las palabras bullían en mi mente, demasiadas palabras reverberaban desde mundos perdidos, interrumpidas por el razonamiento: ahora inútiles como la visita del médico que hace que mi cabeza se tambalee e intenta explicar todo a través de del hecho-bello descubrimiento- de que soy viejo. Absurdo. No comprende que la vejez me impulsa a hablar y hablar y que toda mi innata terquedad apenas basta para frenarme y mantenerme en una dignidad silenciosa en la que siempre hallo mi refugio."

Anna Banti
Nosotros creíamos


"No llores. En el silencio que espera cada uno de mis sollozos esta voz conjura la imagen de una joven mujer que ha estado corriendo cuesta arriba y que desea entregar un mensaje urgente tan rápido como sea posible. Yo no alzo mi cabeza. No llores: lo repentino de estas dos sílabas rebota ahora como una piedra de granizo, un presagio, en el calor del estío, del alto y gélido cielo. Yo no alzo mi cabeza; no hay nadie a mi lado.
Pocas cosas tienen sentido para mí en este blanco y atribulado amanecer de este día de agosto, mientras permanezco sentada sobre la grava del camino de los jardines del Boboli, llevando, como en un sueño, únicamente un vestido de noche. De cintura para arriba soy atormentada por sollozos. No puedo evitarlo, honestamente, y mantengo mi cabeza inclinada contra mis rodillas. Debajo de mí, en medio de las piedras, siento mis desnudos pies grises; sobre mí, como las olas sobre alguien que se está ahogando, se abaten sonidos amortiguados de gente que sube y baja la cuesta que yo acabo de descender, gente que no tiene tiempo para una mujer presa de las lágrimas. Personas que a las cuatro de la mañana están empujando hacia adelante como ovejas temerosas de contemplar la ciudad en ruinas, de contemplar la terrorífica realidad de esta noche durante la cual las minas alemanas sacuden una después de otra la corteza terrestre. Sin ser conscientes de ello, lloro por lo que cada uno de ellos va a ver desde el Fuerte de Belvedere y mis sollozos no cesan, se desbordan, sin sentido, revelándose como flashes, como irracionales motas en mis ojos, el puente de la Santa Trinidad, las torres doradas, una pequeña taza de flores que usaba para beber cuando era una niña. Y una vez más, me detengo por un instante en mi desordenado balance de los acontecimientos que sin embargo tendré que afrontar. Brevemente me conmociona el sonido de las palabras, no llores, como una ola que retrocede. Finalmente alzo mi cabeza, pero sólo alcanzo el recuerdo cuando presto atención. Dejo de llorar, sorprendida al darme cuenta de la pérdida más grave."

Anna Banti
Artemisia







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