Arturo Barea Ogazón

"A las siete de la mañana me despierta el sol. Comienza a inundar la habitación y constituye una ducha de luz que obliga a tirarse de la cama. No entra directamente en mi cuarto; pega en el muro de enfrente de la calle y forma allí un espejo que reverbera violento. Molesta casi más que si diera directamente en los ojos.
Mi habitación está en el Hotel Gran Vía de Madrid, y el espejo es la Telefónica: cemento, cristal, piedras pulidas. Cuando abro la ventana, la Telefónica mira desde enfrente con la cara lavada por el sol.
A esta hora se riega Madrid. Existe un grupo de obreros del Ayuntamiento que tiene a su cargo regar la ciudad y barrer sus basuras todos los días. Y siempre es un espectáculo en las mañanas de sol, ver lavar las piedras de la calle. La evaporación provoca un olor fresco de tierra mojada.
Los barrenderos son una de las últimas categorías de obreros madrileños. Barrer una calle o empuñar una manga y dirigir un chorro de agua no se considera oficio muy distinguido. Sin embargo, la plaza es segura, están relativamente bien pagados y era necesario una recomendación eficaz para lograr un puesto. Casi todos están ocupados por gentes de pueblo que fracasaron en Madrid.
Hoy, como ayer, el sol me ha echado de la cama. Y como siempre, he abierto la ventana, cerrada obligatoriamente por la noche, para que no salga la luz al exterior, y he mirado la calle plena de sol. Poca gente en la calle. Está esta zona tan castigada por los obuses que la gente evita el pasar por ella. Además la hora es temprana y sólo se ven obreros que van a su trabajo, y algunas mujeres que madrugan para coger puesto en la cola.
Frente a mí llegan dos barrenderos. Uno con la manga enrollada al hombro como una serpiente y una llave de hierro para abrir el grifo. Es el ayudante. El otro con categoría social ya, con sus manos libres y unas botas altas de goma. Se paran al lado de la boca de riego, y el ayudante atornilla rápidamente un extremo de la manga en la boca que se abre en la acera. El jefe empuña la boquilla de la manga y dirige el chorro en toda la extensión de la calle. Juega el sol con el cristal del agua y le rompe en colorines."

Arturo Barea
Valor y miedo


"Aquellos muertos que íbamos encontrando, después de días bajo el sol de África, que vuelve la carne en vivero de gusanos en dos horas; aquellos cuerpos mutilados, momias cuyos vientres explotaron. Sin ojos o sin lengua, sin testículos, violados con estacas de alambrada, las manos atadas con sus propios intestinos, sin cabeza, sin brazos, sin piernas, serrados en dos. ¡Oh, aquellos muertos!"

Arturo Barea Ogazón
La forja de un rebelde, La ruta


"Cuando yo era todavía niño, Madrid, con su rey recién estrenado, era aún la vieja capital que encerraba en su recinto estrecho grandes de España y mendigos, beatas que soñaban en cambiar el mundo a fuerza de rosarios, y anarquistas que estaban convencidos de que sólo podría cambiarse a fuerza de bombas fabricadas en la cocina según una receta secreta, garantizada como creación del mismísimo Orsini. Sin embargo, la trama de la vida diaria comenzaba a cambiar. Las luces de la ciudad eran como esas alfombrillas para los pies de la cama que tanto encantaba hacer a nuestras abuelas con recortes de trapos viejos y nuevos. Existían las bombillas eléctricas de Mr. Edison, peras de vidrio soplado, en cuyo interior se curvaba un filamento negro como un pelo de griego velludón, que se encendía con un rojo de cereza y temblaba temeroso bajo los pasos del vecino de arriba. Las calles principales tenían arcos voltaicos, encerrados dentro de enormes globos de cristal lechoso, a los que protegía una red de alambre. Inesperadamente, chisporroteaban lanzando sobre el transeúnte partículas de carbón incandescentes, parpadeaban al borde de la extinción, y sólo se recuperaban bajo un esfuerzo de ruedas dentadas que giraban desbocadas con el mismo ruido que las de un reloj despertador cuyo escape se ha roto. Acababan de instalarse los primeros faroles de gas provistos de la camisa Auer, pero los dos únicos gasómetros de Madrid no llegaban a suministrar la presión necesaria, y la mayoría de las calles tenían aún los viejos faroles en los que el mechero era un simple orificio del cual surgía una llama como una luna diminuta en cuarto creciente, azul en la base, blanca en el borde dentado. La diversión favorita de los chiquillos que vivían en calles alumbradas aún con quinqués de tubos ahumados era hacer excursiones a las calles más céntricas, gatear la columna del farol y apagar estas llamas románticas; donde la invención de Auer había llegado, el placer era mucho mayor: a pedrada limpia se rompían las "almidonadas camisas"."

Arturo Barea
Madrid entre ayer y hoy


“Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero.”

Arturo Barea


"Madrid huele a sol por las mañanas."

Arturo Barea



"Si resuena «el Avapiés» en mí, como fondo sobre todas las resonancias de mi vida, es por dos razones:

Allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal y como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. Esta es una razón.

La otra razón es que allí vivió mi madre. Pero esta razón es mía."

Arturo Barea


"Yo sé lo que es ser el hijo de la lavandera. Sé lo que es que le recuerden a uno la caridad."

Arturo Barea





















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