Edward Bellamy

"Cada uno, sin dejar de andar, se volvía para escuchar el fantasma de la incertidumbre, que murmuraba a su oído: - Trabaja cuanto puedas, amigo mío; levántate temprano y no descanses hasta bien entrada la noche, robes con habilidad o sirvas fielmente, jamás llegarás a conocer la seguridad! Rico hoy, mañana puedes volver a ser poblre. En vano dejarás millones a tus hijos, jamás podrás estar seguro de que tu hijo no llegará a ser el criado de tu criado, o que tu hija no tenga que venderse por un trozo de pan."

Edward Bellamy
Mirando atrás desde 2000 a 1887



"Comprar y vender es esencialmente antisocial."

Edward Bellamy


"El paraguas individual es la imágen favorita de mi padre cuando quiere caracterizar el tiempo en que cada uno vivía sólo para sí y para su familia. Hay un cuadro del siglo XIX que representa una multitud bajo la lluvia, donde cada cual mantiene su paraguas por encima de su cabeza y la de su esposa, y obsequia a su vecino con las gotas que chorrean de aquél. Dice mi padre que ese cuadro debió ser para el artista una especie de sátira de aquellos tiempos."

Edward Bellamy
Mirando atrás desde 2000 a 1887


"El principio primordial de la democracia es el valor y la dignidad del individuo."

Edward Bellamy


"La historia humana, como todos los grandes movimientos, fue cíclica y volvió al punto de partida. La idea del progreso indefinido en línea recta era una quimera de la imaginación, sin ningún carácter analógico. La parábola de un cometa fue quizás una ilustración aún mejor de la carrera de la humanidad. Tendiendo hacia arriba y hacia el sol del afelio de la barbarie, la raza alcanzó el perihelio de la civilización sólo para precipitarse una vez más hacia su objetivo inferior en las regiones del caos."

Edward Bellamy


"La locura de los hombres, no su estupidez, fue la gran causa de la pobreza del mundo."

Edward Bellamy


"La nación garantiza la alimentación, la educación y el mantenimiento confortable de todos los ciudadanos desde la cuna hasta la tumba."

Edward Bellamy



"Los chicos y chicas de clase de economía política se pusieron en pie cuando el maestro dijo que podían irse, y en un abrir y cerrar de ojos la escena que había estado absorbiendo mi atención desapareció, y me encontré mirando fijamente el rostro sonriente del Dr. Leete y haciendo un esfuerzo para imaginar cómo había llegado yo a estar donde estaba. Durante la mayor parte y toda la última parte de la sesión de la clase, la ilusión de estar realmente presente en el aula de la escuela había sido tan absoluta, y el interés del tema había sido tan absorbente, que había olvidado por completo el extraordinario dispositivo mediante el cual había sido capaz de ver y oír la reunión. Ahora, mientras la recordaba, mi mente regresó a su estado anterior, con un impulso de curiosidad sin límites por el electroscopio y los procesos mediante los cuales realiza sus milagros.
Habiéndome dado alguna explicación del funcionamiento mecánico del aparato y del modo en el cual servía como una prolongación del nervio óptico, el doctor continuó exhibiendo sus poderes a gran escala. Durante la siguiente hora, sin dejar mi sillón, di la vuelta al mundo, y supe por el testimonio de mis sentidos que la transformación que había ocurrido en Boston desde mi vida anterior era una simple muestra de la que había sufrido el mundo entero de los hombres. Sólo tenía que mencionar una gran ciudad o una localidad famosa en cualquier país para estar de inmediato presente allí en lo que a la vista y el oído concierne. Contemplé Nueva York, después Chicago, San Francisco y Nueva Orleans, encontrando cada una de estas ciudades totalmente irreconocible salvo por los rasgos naturales que constituían su asentamiento. Visité Londres. Oí a los parisinos hablar francés y a los berlineses hablar alemán, y desde San Petersburgo fui al Cairo vía Delhi. Una ciudad estaba bañada por el sol del mediodía: sobre la que visitaba a continuación, la luna, quizá, estaba saliendo y estaban apareciendo las estrellas; mientras la tercera estaba envuelta en el silencio de la medianoche. En París, recuerdo, estaba lloviendo a cántaros, y en Londres reinaba una niebla suprema. En San Petersburgo había una tormenta de nieve. Volviendo de la contemplación del cambiante mundo de los hombres al inmutable rostro de la Naturaleza, renové el conocimiento que antaño tenía de las maravillas de la Tierra--las atronadoras cataratas, las tormentosas costas del océano, las solitarias cimas de las montañas, los grandes ríos, los brillantes esplendores de las regiones polares, y los desolados parajes de los desiertos."

Edward Bellamy
Igualdad



"Mientras mis ojos recorrían los nombres, en el lomo de los volúmenes —Shakespeare, Milton, Wordsworth, Shelley, Tennyson, Defoe, Thackeray, Hugo, Hawthorne, Irving y una cantidad mayor de grandes escritores de mis tiempos y de todos los tiempos—, comprendí su idea. Había cumplido su palabra, pero de manera tal, que su literaria realización hubiera sido un desengaño. Me había llevado junto a un grupo de amigos que, durante el siglo transcurrido desde que los tuve ante mis ojos, habían envejecido tan poco como yo. Su vigoroso espíritu, su criterio agudo, sus risas y sus lágrimas, eran tan comunicativos como cuando sus sentencias hacían deslizar suavemente las horas de un siglo atrás. Ya no podía sentirme solo en tan buena compañía, por muy profundo que fuera el abismo que los años hubiesen ahondado separándome de mi vida anterior.
—Ya veo que está satisfecho de que lo haya traído aquí —exclamó Edith, radiante, al leer en mi rostro el éxito de su tentativa—. ¿No es verdad que ha sido una buena idea, señor West? Lo dejaré con ellos, porque sé que ahora cuenta usted con sus viejos compañeros; pero recuerde que no debe permitirles que le hagan olvidar a los nuevos amigos.
Y se alejó después de hacerme esta amistosa indicación.
Atraído por el más familiar de los nombres que tenía delante de mí tomé un volumen de Dickens y me senté a leer. Había sido mi autor favorito entre los escritores del siglo —me refiero al decimonoveno— y muy raramente transcurría una semana, en mi anterior existencia, sin que le dedicara alguna hora. Cualquier libro que me hubiera sido conocido, me habría causado extraordinaria impresión al volver a leerlo en las actuales circunstancias; pero mi excepcional familiaridad con las obras de Dickens tuvo la fuerza suficiente, que otros no habrían conseguido, para evocar recuerdos de tiempos idos, intensificando, por contraste, mi apreciación sobre los momentos actuales.
Por desconcertantes que sean los detalles del ambiente nuevo en que uno se ve envuelto, la tendencia natural es a asimilarse al mismo, tan pronto como se ha perdido el sentimiento de verlos objetivamente, absorbiendo su desconocimiento. Esa tendencia, que casi me había vencido, fue deshecha por las páginas de Dickens, que me transportaron, por las ideas que asociaban, al punto de partida de mi vida anterior. Con una claridad no lograda hasta ese instante, veía ahora el pasado y el presente uno junto al otro, como contrapuestas figuras.
Durante el par de horas que estuve allí sentado con el libro de Dickens abierto ante mis ojos, no pude leer más que unas pocas páginas. Cada párrafo, cada frase, hacían resaltar algún nuevo aspecto de la transformación mundial que había tenido lugar y desviaban mi imaginación hacia lejanos caminos. Mientras así meditaba en la biblioteca del doctor Leete, llegué gradualmente a tener una idea más clara y concreta del prodigioso espectáculo que me había tocado contemplar, y me invadió una profunda emoción ante lo que parecía un capricho del destino, permitiendo, a quien tan poco lo merecía, ser el único de sus contemporáneos que apareciera de nuevo sobre la tierra en años tan avanzados.
Nunca me había preocupado, ni menos había trabajado, por un mundo nuevo, como tantos otros lo hicieran, indiferentes al desprecio de los locos o a la falta de sentido de los cuerdos. Mucho más de acuerdo con la lógica hubiera sido que llegara a contemplar la realización de lo anhelado una de aquellas almas ardientes y proféticas, como la de aquel, por ejemplo, cuyo recuerdo cruzó mi mente, que lo merecía mil veces más que yo, y que había cantado una y otra vez la visión de un mundo venturoso:
[...]
Aunque en sus viejos tiempos perdiera por momentos la confianza en su propio vaticinio, como lo hacen casi siempre los profetas en sus horas de amarga depresión, habían quedado las palabras como testimonio eterno de la visión del poeta, verdadera recompensa que es dada a la fe.
En aquel día cayó una violenta tromba de agua sobre la ciudad, y deduje que las calles habrían quedado en tales condiciones que mis huéspedes cambiarían de idea, quedándose a cenar en su casa, aunque según me parecía haber entendido el salón de comidas no quedaba muy lejos. Llegada la hora quedé sorprendido al ver aparecer a las señoras dispuestas a salir, sin llevar ni impermeable ni paraguas.
El misterio quedó aclarado en cuanto pisé la calle, porque observé que se había desplegado, a todo lo largo de las aceras, una especie de toldo impermeable, convirtiéndolas en un corredor tan seco como bien iluminado, por el cual desfilaban damas y caballeros vestidos para la cena. Puentes livianos, igualmente protegidos, permitían cruzar las calles en las esquinas.
Edith Leete, junto a quien caminaba yo, parecía muy interesada al saber, cosa que parecía una novedad para ella, que el mal tiempo tornaba intransitables las calles del viejo Boston, salvo para quienes se animaban a salir protegidos por paraguas, botas y pesados abrigos.
—¿No conocían los toldos para las aceras? —me preguntó.
Le expliqué que ya se usaban, pero en forma irregular y esporádica, siendo de propiedad privada. Me contó, a su vez, que en la actualidad todas las calles estaban protegidas de las inclemencias del tiempo en la forma que yo había visto, y cuando ya no era necesario se enrollaba el aparato, quedando fuera de la vista. Creía ella, en su fuero interno, que debía considerarse locura permitir que el estado del tiempo pudiera influir sobre las actividades sociales del pueblo. Pero el doctor Leete, que caminaba delante de nosotros, habiendo oído algunas palabras de nuestra conversación, se dio vuelta para decir que la diferencia entre la era del individualismo y la de la cooperación se definía claramente por el hecho de que, cuando llovía, en el siglo XIX el pueblo de Boston abría trescientos mil paraguas sobre muchas cabezas y en el siglo XX se abría un paraguas sobre todas las cabezas.
—El paraguas individual —dijo Edith, mientras seguíamos caminando— es la imagen favorita de mi padre para ilustrar los viejos tiempos en que cada uno vivía para sí y para su familia. En la Galería de Arte hay un cuadro del siglo XIX, en el que se ve una cantidad de gente bajo la lluvia, y cada persona sostiene un paraguas que lo resguarda junto con su mujer, dejando que las gotas resbalen sobre el vecino. Mi padre insiste en que la intención del artista fue burlarse de su propia época.
En esto llegamos a un edificio donde iba entrando muchísima gente. A causa del toldo no pude ver bien el frente, pero debía de ser magnífico si estaba de acuerdo con el interior, que era más hermoso que el gran almacén visitado el día anterior. Mi compañero me explicó que el grupo escultórico que se hallaba sobre la entrada era objeto de mucha admiración. Después de subir una imponente escalera seguimos por un amplio corredor sobre el que se abrían numerosas puertas. Entramos por una de ellas, en cuya parte exterior había visto el nombre de mi huésped, y me encontré en un elegante comedor donde había una mesa preparada para cuatro personas. Las ventanas se abrían sobre un patio donde una fuente elevaba a gran altura su surtidor, y la música parecía vibrar en la atmósfera."

Edward Bellamy
El año 2000


"Ninguna república puede existir por mucho tiempo a menos que prevalezca una igualdad sustancial en la riqueza de los ciudadanos."

Edward Bellamy



"Por eso, cuando el mundo entienda esto, espero que dos hombres o dos mujeres, o un hombre y una mujer, vengan aquí, y me digan: "Hemos peleado e indignado el uno con el otro, hemos ofendido a nuestro amigo, nuestra mujer, nuestro marido; nos arrepentimos, perdonamos, pero no podemos, porque nos acordamos. Pon entre nosotros la expiación del olvido, para que nos amemos como en la antigüedad."

Edward Bellamy


"Todo hombre sensato admitirá que hay un gran problema en un nombre, especialmente cuando se trata de dar una primera impresión. En la radicalidad de las opiniones que he expresado, puede parecer que socializo más que los socialistas, pero la palabra socialista es una que nunca podría soportar bien. En primer lugar, es una palabra extranjera en sí misma, e igualmente extranjera en todas sus sugerencias. Huele al americano medio a petróleo, sugiere la bandera roja, y con todo tipo de novedades sexuales, y un tono abusivo sobre Dios y la religión, que en este país al menos tratamos con respeto. [...] Como quiera que los reformadores alemanes y franceses elijan llamarse a sí mismos, socialista no es un buen nombre para que un partido tenga éxito en Estados Unidos. Ningún partido así puede o debe tener éxito si no es total y entusiastamente estadounidense y patriótico en espíritu y sugerencias."

Edward Bellamy


"Una de las mejores razones, si no hubiera otra, para la abolición del dinero, es precisamente que su posesión no implicaba un título legítimo en el poseedor. El dinero tenía el mismo valor en las manos del ladrón o del asesino que en las del hombre que lo había obtenido por el trabajo. Según nuestras ideas, el hecho de comprar y de vender es antisocial en todas sus tendencias. Es una educación en el egoísmo a expensas del vecino, y ninguna sociedad educada en estos principios podrá jamás elevarse por encima de un grado muy inferior de civilización."

Edward Bellamy
Mirando atrás desde 2000 a 1887











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