Greg Bear

"Augustine condujo rodeando el campus por Old Georgetown Road hasta Lincoln Street y entró en un aparcamiento provisional para empleados cerca del Centro del Equipo Especial. Al Equipo Especial le habían asignado un edificio nuevo, a petición de la directora de Salud Pública, hacía tan sólo dos semanas. Aparentemente, los manifestantes no conocían este cambio y se concentraban ante las antiguas oficinas centrales y ante el Edificio 10.
Augustine caminó con rapidez bajo el calorcillo del sol hasta la entrada de la planta baja del edificio. La policía del campus del INS y los guardas de seguridad privados recién contratados hacían guardia en el exterior del edificio, hablando en voz baja. Estaban vigilando a algunos grupos de manifestantes que se encontraban a unos centenares de metros de distancia.
—No se preocupe señor Augustine —le dijo el jefe de Seguridad del edificio mientras mostraba la identificación para atravesar la entrada principal—. La Guardia Nacional estará aquí esta tarde.
—Oh, genial. —Augustine bajó la barbilla y presionó el botón del ascensor. En la nueva oficina, tres ayudantes y su secretaria personal, la señora Florence Leighton, maternal y muy eficiente, estaban intentando restablecer la conexión de red con el resto del campus.
—¿Cuál es el problema? ¿Sabotaje? —preguntó Augustine, ligeramente agresivo.
—No —respondió la señora Leighton, tendiéndole un fajo de papeles—. Estupidez. El servidor ha decidido no reconocernos.
Augustine cerró de un portazo la puerta que conducía a su despacho, acercó el sillón y tiró los papeles sobre la mesa. Sonó el teléfono. Se estiró para apretar la tecla del intercomunicador.
—Florence, ¿puedes darme cinco minutos sin interrupciones, por favor, para ordenar mis ideas? —rogó.
—Es Kennealy, de parte del vicepresidente, Mark —contestó la señora Leighton.
—Genial otra vez. Pásamelo.
Tom Kennealy, responsable de comunicaciones técnicas del vicepresidente, otro cargo nuevo, creado la semana anterior, se puso al teléfono en persona y le preguntó a Augustine si estaba enterado de la magnitud de las protestas.
—Puedo verlo ahora mismo desde mi ventana —contestó.
—Según los últimos datos están manifestándose delante de cuatrocientos setenta hospitales —dijo Kennealy.
—Dios bendiga a Internet —comentó Augustine.
—Cuatro de las manifestaciones se han descontrolado, sin contar los disturbios de San Diego. El vicepresidente está muy preocupado, Mark.
—Dile que yo estoy más que preocupado. Son las peores noticias que podía imaginar, un bebé del Herodes muerto al nacer.
—¿Y qué hay de lo del herpes?
—Olvídate de eso. El herpes no infecta a un bebé hasta que nace. No deben de haber tomado ninguna precaución en Ciudad de México."

Greg Bear
La radio de Darwin


"Cuando escribo algo ambientado en un futuro remoto suelo ser optimista, porque creo que si sobrevivimos a largo plazo sólo será porque hemos superado muchos de los problemas que hoy nos parecen una parte intocable de nuestra naturaleza. Hasta cierto punto esos problemas son de tipo cultural, o de tipo biológico, pero ni la cultura ni la biología son inmutables.
Si te preguntas cuál es la vida más plena y la sociedad más productiva y armoniosa que cualquier ser consciente podría desear (limitada sólo por las leyes de la física y la lógica, no por nuestra cultura y nuestra biología actuales), ésa sería la que la humanidad, en principio, podría alcanzar a largo plazo. La gente hace bien en no fiarse de las utopías fantasiosas, ya sean en una obra de ficción o en política, pero no tenemos una experiencia histórica en la que basarnos para juzgar lo que es posible en un plazo de cientos de miles de años con una ciencia y una técnica avanzadas."

Greg Bear



"Cuando escribo sobre ciencia, mi objetivo es plantear las cosas de la forma más sencilla posible, pero no hacerlas más sencillas de lo que son."

Greg Bear



"Lo seguí como un robot cruzando las filas de vecinos mirones. La multitud se hizo menos densa. Sólo un día más en Berkeley. Sentí la cabeza ligera por el shock retardado. A manzana y media de distancia de las cenizas y el humo, me di la vuelta para mirar la fuente de un sonido rítmico, que asumí era la cadena de una bicicleta que se aproximaba a nosotros por detrás. K me echó a un lado de un empujón justo en el momento que un perro negro y marrón con un morro lleno de dientes rasgó un largo surco en la parte de atrás de mis pantalones.
No era una bicicleta: zarpas de perro, dos dóbermans con correas extensibles sujetas por una joven diana de pelo oscuro y enteramente vestida de negro, con la cara contraída como un melocotón pasado por la furia.
—¡Maldito! —gritó—. ¡Maldito seas podrido hijo de perra! ¡Coméoslo, Reno, Geenie!
Los perros se ahogaron contra sus collares. K salió corriendo hasta una buena distancia, pero para darle algo de crédito por su parte, se paró a dar pisotones y silbar en un intento de dividir la atención de los perros. Corrí de espaldas, con las manos alzadas en un gesto tanto de súplica como de defensa, usando el paquete de mi hermano como escudo. La mujer me miró malignamente. Sus labios estaban manchados de espumarajos. No podía creerme lo que estaba viendo y oyendo.
—¡Destruyes nuestro barrio, persigues a nuestros niños y metes tu gran coche en nuestros céspedes, nos miras con desprecio en los supermercados y te cuelas en nuestros dormitorios! —las palabras se le atragantaban en la garganta.
Los dóbermans bailaban con los ojos en blanco en un éxtasis de rabia. Sus patas traseras resbalaban y empujaban como pistones, los tendones tensos como alambres. Sus garras delanteras rasgaron el aire y tiraron el paquete de Rob al suelo. Las uñas surcaron mis palmas, dejando toscos arañazos sangrientos. Los borrosos arcos gemelos de sus dientes chascaron a menos de medio metro de mi garganta. Podía oler vaharadas almizcladas de comida para perros. Jalaron y resollaron, literalmente colgando de las cuerdas de nailon blanco. El blanco de sus ojos se enrojeció por la presión sobre las venas de los cuellos.
El dóberman de mi derecha se lanzó y me atravesó con los colmillos la yema del pulgar. Volvió a lanzarse y a morder fuerte. Empecé a gritar incluso antes de sentir el dolor. La dueña de los perros trinó y graznó ante la visión de la sangre y les dio más correa a las bestias. El perro de la izquierda encajó sus garras en el hueco de mi hombro, giró la cabeza a un lado, embistiendo e intentando alcanzarme a través del remolino de mis manos, y luego dirigió sus fauces a la meta. Mientras caía, sentí su nariz fría en mi nuez de adán, un roce de labios húmedos, la siguiente herida de marfil, y otro brillante punto de dolor.
Un grave y profundo «retire a los putos perros, señora», seguido por dos disparos como truenos, y caí sobre uno de los arbolitos plantados a los lados de la calle, me deslicé por una rama torcida, tropecé con una cuerda atada a una estaca en la tierra. Una parte de mí vio a los dos perros detenerse en seco y caer como si los hubieran golpeado dos martillos gigantescos. La sangre salpicó el asfalto.
Terminé la caída a tierra y me quedé de espaldas en el suelo, con las manos apretadas contra mi camisa, sollozando entrecortadamente por la impresión y para recuperar el aliento. K se movió rápidamente sobre sus cortas piernas. Le arrebató el paquete de Rob y miró a la cazadora con fría irritación. Sus ojos se oscurecieron.
El tirador corrió escalones abajo desde una casucha a no más de diez metros con una 45 negra en una mano, la otra agarrando la muñeca, preparado para hacer un tercer disparo. Vestía pantalones cortos rojos y una camiseta blanca que dejaba al descubierto su panza de mediana edad. Sus brazos y piernas eran gruesos y peludos y sus gordas manos parecían blandas y rosadas. Miró a los perros con un ceño arrugado y emitió algunas palabras de compasión."

Greg Bear
Vitales


"Mi intención no es en ningún caso hacer un retrato espeluznante de la humanidad vista a través de los ojos de la ciencia moderna. Está claro que algunos de los descubrimientos que hemos hecho sobre nuestra naturaleza son inquietantes; el hecho de que tu personalidad esté codificada en un objeto físico, tu cerebro, es algo que no es fácil de asimilar del todo, y aceptar todas las consecuencias que se derivan de ello puede ser extremadamente perturbador.
Pero en última instancia considero que la perspectiva que la ciencia ofrece de la condición humana es muy esperanzadora. En muchos de mis cuentos el protagonista acaba malparado (y pienso que tenemos un historial de fastidiar las cosas, de tomar la decisión equivocada cuando la ocasión era propicia). Pero mientras en un relato como “Axiomático” el protagonista usa la materialidad de su cerebro para hacer de sí mismo alguien peor de lo que era al principio, en “Señor Volición” o en “Briznas de paja” la realidad de la condición del protagonista es lo que acaba mermando las peores partes de su naturaleza, y le ofrece la posibilidad de alejarse de lo que ha sido hasta entonces. Cuando cito la frase de El corazón de las tinieblas que habla de las “briznas de paja”, lo hago con la intención de darle la vuelta al planteamiento de Conrad; él venía a decir que toda nuestra moral y nuestro altruismo son cosas banales que no sirven para nada comparadas con lo peor de la naturaleza humana, mientras que yo planteo que lo peor de la naturaleza humana es algo sólo material que en último término se podrá dejar atrás."

Greg Bear




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