Leónidas Barletta

"Desde la noche en que la halló no la había dejado un solo instante. Su corazón se aferraba a ese ser que era lo único que tenía en su espantosa soledad y desgracia. Y por obra de su infortunio su amor tenía muy hondas raíces.
Se empeñaba en esclarecer sus deseos, se esforzaba por comprender sus grititos, sus lloriqueos, las sílabas sueltas que su media lengua articulaba.
Sin verla la veía, pasando suavemente la yema de sus dedos por su caruca suave y tersa como cáscara de manzana. La conocía toda, hasta en los mínimos
detalles de sus orejitas, que eran como diminutos caracoles, hasta en la forma de las uñas de sus piecesitos que a menudo estaban fríos.
Si era el sol, si era el viento frío, Rosario adelantaba sus carnes como un escudo. No tenía otra preocupación que su niña, ninguna otra idea que no se relacionase con su hija la preocupaba.
Había precipitado en el olvido a sus parientes, su casa, su pasado horroroso y la vida se le presentaba bajo un aspecto agradable, fortalecida por la angustia, aguardando con entereza las vicisitudes del destino.
Cuando Joaquina fuese moza, vivirían otra suerte de vida. Trabajarían ambas, economizarían; al cabo de un tiempo quizás pudiese volver con la chica a Italia, para morir con los suyos que estarían aguardándola.
Este era su sueño. Mientras se estaba horas y horas con la criatura en la falda, la mano temblorosa extendida hacia el transeúnte, daba vueltas y vueltas a esta idea en su cerebro.
Y esta idea le había hecho mucho bien. Su timidez cedía el paso a una energía y audacia que ella no se conocía. Durante veinte años apenas si había cruzado dos palabras incoherentes con alguno. Ahora hablaba con la gente que la requería y refería su historia, cierto es que deformándola y abultándola no poco, porque esto satisfacía a su corazón. Esto la rodeó de cierta consideración entre los mendigos del lugar. En la fonda también le dieron otro tratamiento. Como ahora podía pagar algo le destinaron un rincón en una covacha donde ponían los barriles de la cerveza. Las paredes eran húmedas y frías."

Leónidas Barletta
Los pobres


"El teatro es la más alta escuela de la humanidad."

Leónidas Barletta



"Fue solemnemente hasta el botón de la luz y dejó la mitad del salón comedor en una semipenumbra que permitía, sin embargo, precisar con facilidad las caras y las cosas.
Se aproximó, luego, a la pared y su silueta alta y fina se proyectó con nitidez. Hubo unos segundos de silencio completo y todos se inclinaron para ver bien lo que iba a ocurrir. Entonces, sin que, al parecer, el hombre se hubiese movido, la sombra se inclinó ligeramente y saludó con una galera alta, con discreta elegancia.
Mirando atentamente no se hubiese podido decir en el momento, que la sombra tenía una forma determinada. Era más bien una silueta vaga, alta, como la de una persona anticuada en el vestir.
Juntando las manos como quien va a soltar una paloma, anunció:
-¡Jinete saltando vallas!
Y en la pared saltó la silueta de un jinete.
-¡Conejo comiendo repollo!
Y apareció el conejo en la verdura.
-¡Cabra trepando!
Y la cabra empezó a subir dificultosamente una ladera escarpada.
-Ya lo han visto, señores. Hemos tomado un poco de sombra, para plasmar las más fugaces imágenes. Sólo me falta conseguir la vida independiente de estas figuras y habré descubierto un nuevo mundo silencioso, de cuya existencia he dado pruebas con esta sencilla demostración.
Se apartó de la pared y la sombra se alargó fantásticamente hasta quebrarse en el cielo raso.
Con la voz un poco misteriosa, en tono frío y desagradable, añadió:
-Distinguidas damas y caballeros: la existencia real de mi sombra, independientemente de mi persona, los estudios que realizo pacientemente para lograr desprenderla de mi lado, me permiten esta rara experiencia: mi sombra, cuando se lo ordeno asume sus condiciones de ente real… Y come. Voy a efectuar una rápida muestra ¿Qué le damos de comer a mi sombra?
Algunas risitas no muy firmes recibieron estas palabras. Una vocesita femenina, melosa, bisbiseó:
-Me desagradan estas brujerías.
-¿Le dan miedo?
-Me desagradan.
El hombre repitió:
-¿Qué le damos de comer a mi sombra?
La voz de trueno dijo:
-Toma, dale esta galantina de pavo ¡Está riquísima!
Estallaron las risotadas. El hombre tomó el plato que le ofrecían y se acercó a la pared; su sombra, elásticamente volvió del techo, casi se pegó a su cuerpo, y de pronto, sin que él se moviese –se le veía bien-, la sombra puso sus finas manos en el plato, tomó su parte con delicadeza, la llevó a la boca; masticaba, engullía…
-¡Curioso!
-Pero, ¿usted cree?
-¡Por Dios, señora, ya he dejado lejos la época del biberón!
-Pero… No me negará que el truco está bien.
-Señores: ¿qué le damos de comer a mi sombra?
-Dele esta pechuga de pollo.
-Aquí hay pastel de manzanas.
-¡Peras! Sería bueno ver cómo se las arregla para embuchar peras.
-Muy bien, señores: ahora la pechuga ¿Quieren tener la bondad de facilitarme una servilleta? Gracias.
Toda la mesa tomaba parte en la diversión, con el mejor humor.
-Dale más pasteles, está un poco flaca tu sombra.
-No me negará que el hombre es ingenioso.
-¡Oye, barbián! ¿No bebe tu sombra? Dale esta copa de Vieux Sauternes que vuelve el alma al cuerpo…
-¡No puedo más de la risa!...
La sombra comió, bebió y fumó, inmutable; luego el hombre, impávido, triste, volvió a encender todas las luces. Sus facciones parecían más pálidas. Dijo gravemente:
-Distinguidas damas y caballeros: sé que una tan misteriosa prueba encuentra campo propicio para la jarana y la incredulidad, pero no importa: día vendrá en que se reconozcan y premien los estudios que he efectuado para lograr la independencia de nuestra sombra. Antes de retirarme invito a todos los que tengan dudas, a que registren mis ropas para que tengan la certeza absoluta de que no llevo nada oculto. Los manjares que han tenido la gentileza de obsequiarme los ha comido mi sombra, tan cierto como me llamo Barón Camilo Flecher. Muchas gracias, buen provecho y buenas noches.
-¡Vaya con Dios!
-No estamos aquí para practicar registros.
-En mi vida he visto un tipo que haga divertir tanto con una cara de entierro.
-Basta de brujerías; un poco de música.
Camilo Flecher, que se llamaba en verdad Juan Marino, inclinó la cabeza en tres direcciones distintas y salió gravemente del comedor. Al cruzar el jardín de invierno, sintió que lo agarraban con brusquedad de un brazo.
-No quiero verte por aquí –le dijo bruscamente el pesquisa-. La próxima vez irás a dormir a la comisaría con sombra y todo.
Bajó la cabeza y salió caminando despacio. Al doblar la esquina se irguió un poco y apresuró el paso. Bajó las escaleras del subterráneo en Perú. Subió al tren y por sus ojos cansados empezaron a desfilar vertiginosamente las columnas, los focos de luz, los letreros de las estaciones. Bajó en Medrano, anduvo mirando las baldosas y vino a dar en el número ochenta y nueve de Sadi-Carnot. Subió tres pisos y casi sin aliento, tocó suavemente con los huesos de los dos dedos en una puerta.
Abrió una muchacha como de quince o dieciséis años de edad, de frente despejada, ojos profundos.
-Los chicos no han querido dormirse hasta que vinieras –dijo, apartándose para darle paso-. ¡Me dan un trabajo!
En una cama de matrimonio jugaban dos niños rubios que lo recibieron con alegría.
-¿Les diste la leche? –preguntó.
-El lechero no quiso dejarla.
El hombre se mordió los labios sin replicar. Besó a los niños y se aproximó a la mesa; pero de modo que ellos no pudiesen ver más que su espalda.
La muchacha se acercó y le dijo despacito:
-¿Trajiste algo?
Él, sin responder, extrajo de entre sus ropas, una servilleta en doblez y sacó de ella, una pechuga de pollo, dos cucharitas de plata.
La muchacha insistió en voz baja:
-¿Nada más?
El hombre no pudo reprimir una leve sonrisa. Acaso su sonrisa era tan leve, como sutil su pensamiento. Dio vuelta la bocamanga de su saco y desprendió un alfiler de corbata con una perla y un broche con una cruz de diamantes.
La muchacha los hizo rebrillar en la palma de la mano y murmuró:
-¡Qué bonitos!
Tomó, luego, un pan de encima de la repisa, lo abrió fácilmente por la mitad y ocultó en él las joyas. Enseguida cortó en trozos la comida, la puso en un plato y sentada en el borde del lecho se puso a comer con sus hermanos.
-¿No querés algo de esto, papá?
-No –respondió él sin volver la cabeza-. Coman ustedes. Yo he comido.
Barino o Barón Marino, se había sentado de cara a la ventana y miraba ensimismado los techos de la ciudad dormida. La luz de la lamparita eléctrica daba en sus sienes flacas y tristes y la sombra que proyectaba su perfil tomaba la misteriosa forma de una mujer, peinada a la antigua, que parecía recostarse dulcemente en su hombro."

Leónidas Barletta
El hombre que daba de comer a su sombra



“Llevar a las masas el arte en general, con el objeto de propender a la elevación espiritual de nuestro pueblo.”

Leónidas Barletta













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