Mario Bellatin

“Creo que se trata de una deformación de mi personalidad: muy pronto me canso de las cosas que me atraen. Lo peor es que después no sé qué hacer con ellas.”

Mario Bellatin


"En el salón principal del hogar el tiempo pasaba sin ningún cambio aparente. Nuestra mujer decidió entonces abandonar la silla donde la habían sentado. En cada una de las mesitas estaba puesto un ventilador, que pese al calor no habían encendido. En la parte baja del librero había una pila de discos. Nuestra mujer se agachó para revisarlos y descubrió un álbum de los Beatles. Los discos estaban al alcance de su mano, pero en ese tiempo ya nadie les hacía caso. Recordaba cuando junto a su novio pasaban muchas noches despiertos tratando de sintonizar las frecuencias de onda corta. Había un programa especial de la BBC, cuya señal casi siempre se perdía en los primeros minutos. Nuestra mujer y el novio tenían que recorrer entonces el apartamento completo con el aparato en la mano, tratando de encontrar el punto exacto donde la señal pudiese ser recuperada. Aquella operación debían hacerla además a escondidas de la madre, quien nunca hubiera aceptado en su casa las audiciones no permitidas.
Por más que nuestra mujer intentó iniciar una conversación con la amiga del trabajo, la contraposición entre el ruido de los televisores que llegaba del fondo del hogar y el silencio total de la Paideia se lo impidió. Prefirió retirarse. Le hizo una seña antes de salir. Le indicó que se iba, y que no se molestase en acompañarla al vestíbulo. Salió del salón y, al pasar frente al cuarto de los paraguas no pudo dejar de abrirlo. En medio de una difusa claridad entrevió una bolsa transparente con decenas de espejuelos para sol. Vio también varias grabadoras acomodadas en el suelo. En la parte alta de las repisas había cajas con latas de Coca Cola y decenas de ganchitos. Los apretó en su mano, pero volvió a dejarlos tal como los había encontrado. Giró para comprobar que nadie la había visto y cerró la puerta.
Ya en la calle se dio cuenta de que había comenzado a oscurecer. Sacó el papel con la dirección de la Casa. Quiso cerciorarse de que recordaba la avenida y el número exactos. Supo, entonces, que debía regresar sobre sus pasos. La Casa donde oiría la voz de su infancia quedaba en el otro extremo del malecón. Tendría que volver a pasar, necesariamente, por el edificio donde vivía. No tenía ganas de regresar tan rápido a ese lugar, sin embargo no le quedaba otra alternativa. Antes de cruzar el parque, donde los ancianos acostumbraban a realizar sus ejercicios físicos, nuestra mujer vio a lo lejos que el poeta foráneo salía de una de las tiendas especiales."

Mario Bellatin
Canon perpetuo


"Lo que prevalece en mi es el deseo de escribir."

Mario Bellatin


“No sé dónde nos han enseñado que socorrer al desvalido es tratar de apartarlo a cualquier precio de las garras de la muerte.”

Mario Bellatin


"Nunca tengo antes de escribir una intención determinada, salvo la de escribir. Trato entonces de nombrar nuevamente el mundo que me rodea o que imagino, y lo intento de una manera que sienta que sea mía y no de otro. Ese deseo hace que la escritura se retuerza de tal modo que aparece como que hubiera alguna intención de cuestionar el género,  cuando en realidad lo único que he buscado es ser honesto conmigo mismo. Con mi tiempo y con mi espacio propios."

Mario Bellatin


"Por una frase bien lograda soy capaz de traicionar hasta a mi perro."

Mario Bellatin



"Tanizaki Yunichiro afirma, en el Elogio de la sombra, que suprimir los rincones oscuros propios de las casas de antaño, es dar la espalda a todas las concepciones estéticas de lo tradicional. Aquel tratado se convirtió, durante mucho tiempo, en el libro de cabecera de Izu. Fue además el único que su marido le permitió llevarse de la biblioteca de su estudio después de la boda. Fue motivo de la única cláusula que modificó el contrato de matrimonio tradicional que tuvo que acatar. Pero cuando el señor Murakami dejó de ir a dormir regularmente a la vivienda conyugal, la señora Murakami no lo volvió a leer más. La casa que comenzaron a habitar, fue encargada a un arquitecto que únicamente diseñaba grandes edificios multifamiliares. Se trataba de una vivienda moderna con techos bajos y habitaciones adecuadas para las distintas necesidades de la vida diaria. Las ventanas tenían marcos de aluminio. Todos los muebles eran de estilo occidental, salvo ciertos utensilios de cocina con los que se preparaban las recetas preferidas del señor Murakami.
La señora Murakami dedicaba las mañanas a supervisar el inmenso jardín que rodeaba la casa. En el contrato de matrimonio se estableció que Izu contaría con un jardín tradicional. En vista de que el arquitecto con el que contaban no tenía experiencia en diseñarlos, llamaron a un especialista. Por las tardes, la señora Murakami acostumbraba a encerrarse en su habitación luego de ordenarle a Shikibu la preparación de una cena que era muy probable que el señor Murakami no probaría. Tuvieron que pasar varios meses para que Izu decidiera pedirle al señor Murakami un televisor. Aprendió también a jugar al go en solitario. En ocasiones echaba de menos a Etsuko, pero las leyes del formotón asai que le habían aplicado sus familiares eran muy rigurosas. Lo más seguro era que nunca más la volviera a ver. En sus tardes de encierro manejaba ella sola todas las fichas del go. Era poseedora una y otra vez de los vientos alisios, de los sirocos, de las tormentas del sur, aunque en ciertos momentos caía en la cuenta de que la obtención del poder del universo entero, objetivo final de aquel juego, carecía totalmente de sentido, más aún en las circunstancias en las que se encontraba. En esas tardes pensaba también, en su relación con el maestro Matsuei y Mizoguchi Aori. Sin embargo, estaba segura de que ninguno de los dos querría volver a saber de su existencia.
Antes de que dejaran de frecuentarse, cada vez que alguno de los dos la llamaba por teléfono Izu dejaba inmediatamente lo que estuviera haciendo para ir a su encuentro. El día en que el maestro Matsuei Kenzó y Mizoguchi Aori ingresaron a buscarla al aula donde aguardaba el comienzo de la clase de la diminuta maestra Takagashi, no almorzaron en el comedor universitario como habían acordado. "

Mario Bellatin
El jardín de la señora Murakami



"Un individuo rapado es el único con capacidad de encontrar al Dios que hay dentro de uno mismo."

Mario Bellatin


"Yo creo que la homeopatía es para las personas sanas. Pero no creo que interese mucho mi opinión, ni en ese ni en otro tema que se trate en alguno de mis libros. Las cosas que se van narrando son pretextos para ejercer la escritura, y como no quiero que se convierta en una actividad vacía -con la que estaría muy feliz, pero llegaría el momento en que se comería a sí misma si no pudiera ser compartida con el otro- aparecen temas que son, en realidad, una suerte de pretexto. Pero esa escena en particular que mencionas ocurrió cuando era niño. En la trastienda de una farmacia en la avenida Grau (en el distrito de Barranco, en Lima), había un señor muy anciano que curaba con yerbas, y es cierto que le tomó el pulso a mi brazo artificial y no se dio cuenta del material del que estaba fabricado, y como un poseso dictaba nombres de plantas que un ayudante iba anotando en un papel. No sé si creo en la homeopatía, pero sí en la parafernalia que suele acompañarla. Ahora me quedo con la duda de cuál puede ser la adicción de la que te tratas."

Mario Bellatin


"Yo sé bien lo que están haciendo: de otra manera no tendría sentido caminar por los pasillos de los cementerios, buscar las palabras de personas que están situadas en la morgue de mis recuerdos. Hacerme aspirar el aire mojado, cargado de la humedad del asma de mi infancia. No sé por qué se trató siempre de dar una explicación hasta cierto punto psicológica a esta asma persistente. Se llegó a insinuar incluso que fue creada en forma artificial con el fin de atenuar otros defectos mayores; los socialmente inaceptables. Pero aquí estoy con el cuerpo en directo camino a la deformación, siendo una sombra que busca atisbar, principalmente por las ventanas de las casas de los demás, asuntos que ya no parecen concernirme. Descubriendo que casi todo en mi vida no fue más que una equivocación. Mi nacimiento, mis años de aprendizaje, la búsqueda por hacerme yo mismo. Un gran error. Este viaje más bien —en el que me siento involucrado de alguna manera con el señor Bernard— no hace sino confirmarlo. De otra manera no hay forma de entender el peregrinar lento que solía realizar junto al señor Bernard por los bordes del farallón. Parece que al hacerlo ambos buscábamos el amparo de posibles caminos no equivocados. Que tratábamos —muchas veces en forma algo desesperada— de constatar que pudieron haber existido otras rutas posibles a seguir. El señor Bernard, de naturaleza callada, acostumbraba expresarse mucho cuando estábamos juntos. Solía hablar y hablar sin detenerse. Podía ser que yo le otorgara una confianza que le era imposible hallar en las demás personas. Cuando estábamos uno al lado del otro solía constatar un asunto que a veces me avergüenza discutir. Que nací en un momento equivocado. Que casi no guardo relación con las personas de mi edad. Para entablar un diálogo de cualquier orden debo hallar a gente que tenga mucho más años de vida que yo. Me agrada, de esa forma, convertirme en una suerte de recipiente de ideas que apenas comprendo. De enseñanzas del pasado, que la mayoría de las veces carecen actualmente de vigencia. Lo más extraño de una situación de este orden, es que es sumamente frecuente mi encuentro con personas con estas características. No me refiero a personas mayores necesariamente. Ésas las hay en todas partes. Sino a seres de cierta edad que sienten una necesidad constante de narrar sus historias. Que desean exponer una serie de ideas o presupuestos mentales. Quizá me eligen a mí porque soy un ser algo deforme. Ni muy joven ni muy viejo, pero deforme. Es lo primero que llamó la atención del señor Bernard. Me lo dijo tiempo después. Cuando nuestras caminatas lentas, sirviéndole yo de pretexto para poner en orden sus ideas, comenzaron a convertirse en un asunto que poco a poco comenzó a escapar de los límites de la normalidad. Es decir, fueron diarias y duraban muchas horas seguidas. A veces de sol a sol. Casi siempre se llevaban a cabo al borde del mar. Cerca del lugar donde nos conocimos. Hoy el señor Bernard está muerto y extraño de algún modo aquellas excursiones. De alguna manera, mi vida después de su desaparición ha vuelto a ser casi la de antes. Al menos en su aspecto externo, la rutina que llevo —la de no hacer nada que sea considerado productivo— se mantiene intacta. Pero por dentro soy otro. Llevo conmigo todo el tiempo las palabras del señor Bernard. Sus largos discursos ininterrumpidos. Llevo conmigo también la ignorancia de si los asuntos y las ideas que expresó eran ciertas o no. Recuerdo que lo conocí cuando ambos circulábamos por la vereda que se extiende en la parte baja del farallón. El señor Bernard subía de la playa y yo iba hacia ella. Caminábamos en sentido contrario. Precisamente segundos antes de cruzarnos una piedra se desprendió del acantilado y cayó sobre su cabeza. El señor Bernard se cubrió el cráneo con las manos. Acto seguido se arrodilló. A través de sus manos extendidas pude ver cómo brotaba la sangre. Me acerqué al hombre arrodillado. Al principio —como no creo en realidad ser nadie— temí ser repelido. Que mi interés por ayudarlo fuera despreciado, de una forma agresiva además. Ya me ha sucedido en otras oportunidades. Casi siempre con el grupo de turistas —algo confundidos— que muy cerca de este farallón acostumbran buscar con afán la tumba de Paul Valéry. Suelen huir cuando me ven acercarme para mostrarles la dirección correcta. Estoy sumamente acostumbrado a observar a personas venidas de fuera en situaciones semejantes. Gente desorientada en busca de los restos de un poeta. No necesariamente se encuentran perdidas en algún punto del poblado —en medio de algún puente, caminando por alguna senda perdida—, sino que la mayoría está perdida ya dentro del mismo cementerio. A veces los escucho a lo lejos. Sobre todo cuando las condiciones del viento son favorables. Casi siempre comienzan quejándose de las características del cementerio donde se encuentran efectuando sus pesquisas. El cementerio que describe Paul Valéry en el libro es totalmente distinto, suelen repetir. ¿Dónde están aquellas olas estrellándose contra las lápidas? ¿Dónde las tumbas sumergidas durante varias horas seguidas mientras se mantiene alta la marea? En efecto. Tienen razón. Aquel cementerio está situado sobre una colina, algo lejos del mar. No tiene casi nada de marino. En realidad, es como cualquier otro camposanto propio de un poblado de costa."

Mario Bellatin
Gallinas de madera



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