Sandor Csoori

Historia de todos los días

Levantarse
y encender el fuego de la estufa,
en el cerebro después del aspar del humo,
en los ductos de los huesos fríos de insomnio,
y buscar el camino a la mano,
desde la mano al vaso de bebida,
los remanentes de las cenizas de ayer en los vacíos de la cara,
tal vez una tormenta de viento empujada por los pájaros
pueda revivirlos todavía,
y vagar
de un cuerpo a otro,
y como reyes nómades: buscar el terruño cotidiano,
y, habiéndolo encontrado
o no,
pasar la noche en la carpa de una única sonrisa,
y caminar en la Creación como un extraño,
para respirar en el amanecer
veneno de los árboles,
el polvo de hierro de los pueblos,
para ir a todas las guerras.
para usar las hojas de lilas alrededor del cuello
como un collar de perro
y, entendiéndolo todo
y entendiendo nada, separarme de lo que amo
y enardecerme por lo que he amado,
descaradamente, como el hombre alquilado
de mi propia vida.

Sandor Csoori




Memorias de la nieve

A veces el invierno cambia de idea
y comiena a caer la nieve,
en copos gruesos, desesperadamente,
como si asustada de que no verá el mañana.
Es mejor descolgar el teléfono,
desconectar el timbre de calle,
hervir a fuego lento vino con clavos de olor,
hojear entre cartas del pasado
y mirar mi vida pasada
como si no hubiese ocurrido.
Como si ningún cañón me hubiese mirado en los ojos,
ni unos ojos lascivos,
ni ninguna mano gastada se extendiera nunca hacia mis
                                                                            [manos
y todo lo que fuese política, amor
y el clamor de las campanas
me esperasen como a través de la distancia de un océano.
Es mejor imaginar
que yo podría llorar sobre mi cabeza perdida;
el viento sopla los brotes de lilas sobre camas,
torsos y desordenadas almohadas.
Y yo podría pararme ante el juicio final
junto a buenos amigos, con una camisa finita, un saco li-
                                                                            [viano,
más allá del humo, las tabernas. Cementerios.
Miraría a un país
que está envileciéndose fuertemente.
En mi cabeza el recuerdo de la nieve;
nieve, nieve-
el yeso de una catedral
pelándose silenciosamente.

Sandor Csoori



Mis amos

¿Dónde, dónde están mis amos?
En el pasado aparecían sin siquiera ser llamados.
Venían antes del primer repique de las campanas,
a través de yermos parajes: locos, poetas,
santos alcohólicos; venían desde los pantanos de la noche,
sosteniendo la peonía rota de Hungría en sus manos.

Uno de ellos veía con una inundación,
otro de entre repiqueteantes huellas,
otro rengueando, con la blanca escarcha de Bakony en su
                                                                             [espalda.
Y yo siempre leía las palabras
en sus inmóviles labios.
¿Dónde andarán merodeando ahora?
¿Dónde pueden tenerlos esperando?
¿Con quién comparten sus muertes,
así como los prisioneros de guerra comparten una solitaria
                                                                                    [papa?
Como si estuviesen avergonzados
de este nauseabundo paisaje que se hundió en sí mismo,
y de su obscena misión.

Sandor Csoori


Puedo verla

Desde que no despierto con ella,
desde que no me siento a la mesa para cenar con ella,
desde que la muerte fluyó en mi boca riente
y quedé atrapado entre las lluvias
como entre los listones de un cerco de hierro de los días de mi infancia:
puedo ver una fina, negra venda temblando largo rato
ante mis ojos.
Se acerca, se esfuma, surge otra vez,
como si la vena sanguinolenta meciéndose en un ojo
me hipnotizara de la mañana a la noche.

Puedo verla, también, entre las grandes columnas del museo
en el sesgado, declinante brillo del sol,
ante las bocas-de-nieve de las estatuas de Enero,
y cerca de las caras de las mujeres en el mercado, en la calle,
paradas en las escaleras del metro.
América se destiñe dentro de mí, la luz de los Grandes Lagos,
como cuando se apaga una lámpara.
Asombrado, miro alrededor, y con paso vacilante
empiezo a creer que los muertos, también, son caprichosos,
y no detendrán su juego secreto
una vez que, cuando vivían, lo han iniciado.

El viento gira, gira entre los esbeltos muelles,
toca apenas sombreros y techos,
lanza el anzuelo desde el medio del Danubio en el aire,
la tromba que brinca,
atrae mis ojos, los tienta con su cebo,
como una hebra de pelo negro que no puede ser atrapada.

Sandor Csoori


Una fina, negra venda

Desde que no despierto con ella,
desde que no me siento a la mesa para cenar con ella,
desde que la muerte fluyó en mi boca riente
y quedé atrapado entre las lluvias,
como entre los listones de un cerco de hierro de los días de
                                                                          [mi infancia:
puedo ver una fina, negra venda temblando largo rato
ante mis ojos.
Se acerca, esfuma, otra vez surge,
como si la vena sanguinolenta meciéndose en un ojo
me hipnotizara de la mañana a la noche.
Puedo verla, también, entre las columnas masivas del museo
en el sesgado, declinante brillo del sol,
ante las bocas-de-nieve de las estatuas de Enero,
y cerca de las caras de las mujeres en el mercado, en la calle,
paradas en las escaleras del subterráneo.
América se destiñe dentro mío, la luz de los Grandes Lagos,
como cuando se apaga una lámpara.
Asombrado, miro a mi alrededor, y con vacilante paso
empiezo a creer que los muertos, también, son veleidosos,
y no detendrán su juego secreto
una vez que, mientras vivían, lo han iniciado.
El viento gira, gira entre los esbeltos muelles,
toca apenas sombreros y techos,
lanza el anzuelo desde el medio del Danubio en el aire,
la brincante tromba,
atrae a mis ojos, los tienta con su cebo,
como una hebra de pelo negro que no puede ser atrapada.

Sandor Csoori













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