Caroline Blackwood

"Cuando por fin llegué al château de la duquesa de Windsor, me pareció siniestro y deprimente. Una alta alambrada le daba un aire de prisión. Lo mismo el portón de acero que cerraba el paso, lleno de cerrojos, pestillos y sistemas de alarma.
Todas las ventanas de la casa gris estaban cerradas a cal y canto. Solamente una tenía las persianas abiertas. Y era extraño saber que la duquesa estaba postrada en ese dormitorio, agonizando lentamente detrás de la única ventana abierta. Se había convertido en un personaje tan legendario que casi daba la sensación de que llevaba siglos muerta, como el duque, y ya era historia. Existía en el mundo sin espacio ni tiempo de los libros, y por eso extrañaba que aún tuviera un triste y determinado domicilio geográfico.
Ahora que la casa estaba invadida por la enfermedad, llena de enfermeras, parecía aún más desoladora, por haber sido en otro tiempo escenario de tantas fiestas. Era en esta misma casa donde la duquesa daba sus famosas cenas y perfumaba con Diorissimo los centros de flores de la mesa, para acentuar su fragancia, donde los criados vestían la librea real y los invitados respetaban escrupulosamente las extravagantes leyes que dictaba la anfitriona. Aceptaban que era «vulgar» servir un tomate que tuviera una sola pepita. Las velas nunca podían estar a la altura de los ojos. De noche no se podían llevar joyas de oro: tenían que ser de platino."

Caroline Blackwood
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