Eduardo Berti

"Charlaron de asuntos banales por diez o quince minutos. Al tiempo que su hija hablaba, él observó las dos fotos de ella sobre el escritorio (una con tres años de edad, la otra que él llamaba «actual») y vio cuán desactualizada se veía la más reciente.
De pronto, Mónica empezó a hablar de las joyas. Él sintió que las orejas y el cuello se le acaloraban, pero no perdió la sonrisa. Su hija pasó a hablar de la partida de Nelly. Por un instante pensó que Mónica venía a decir lo que Paulina había intentado ocultarle: que Nelly era la sospechosa de haber robado las joyas. «¿Fue Nelly, no? ¿Ella robó los pendientes?», intervino interrumpiéndola en la mitad de una frase. Mónica hizo como que no había escuchado. La tal Nelly, prosiguió, había pedido dos veces un adelanto de sueldo; las dos veces, Paulina se había negado. Tras la segunda negativa, Nelly había acudido a ella, a Mónica. «No sé qué hacer, necesito el dinero para mañana». Mónica le dio un reloj que le había obsequiado su abuela y le dijo que lo empeñara por diez días, hasta la siguiente paga. La pobre Nelly no entendía el funcionamiento de las casas de empeño. Si Mónica lo sabía era porque su amiga Luz, aquella recién expulsada de la escuela, solía empeñar cosas de sus padres toda vez que estos se negaban a pasarle algún dinero, sólo que Luz no volvía en busca de las cosas y el plan de Mónica, en cambio, incluía su recuperación.
Cuántas veces había recurrido Nelly a los empeños, ni siquiera Mónica podía decirlo. En todo caso, ellas habían sellado una especie de pacto: Nelly le avisaba a Mónica no bien empeñaba algo, pero sin decir qué cosa, así ella no corría el riesgo de traicionarse.
Iba él a preguntar la relación de esto con los pendientes, cuando su hija le contó que, cierta tarde, Nelly había acudido muy compungida a verla. Queriendo empeñar los pendientes había ocurrido algo imprevisto. La primera reacción de Mónica había sido enfurecer. ¿No le había hablado a Nelly de tomar recaudos, de no empeñar los objetos especiales para sus padres? La otra adujo que esta vez necesitaba más dinero, aunque sin explicar para qué (nunca lo explicaba, por cierto, y ella empezaba a pensar que Nelly era adicta al juego o algo peor); después dijo que «la señora sólo se fija en esas joyas al llegar los aniversarios». Lo concreto era que la mujer de la casa de empeños había estudiado las joyas y murmurado: «Hmm, esto me parece falso». Nelly había reaccionado mal: «¿Qué sabe usted de estas cosas?». Pero la mujer, toda una especialista, le mostró con rara paciencia por qué esas joyas no tenían valor y la mandó a ver a un colega para sacarse las dudas. Nelly le contó a Mónica que no vio a uno, sino a tres joyeros más. Todos dijeron lo mismo. Para uno de ellos se trataba de una «imitación mediocre»; los otros, más impiadosos, sentenciaron: «dos pedazos de vidrio».
Mónica aceptó esta historia y, en un acto mecánico, volvió a guardar las joyas en el cajón. Pero al día siguiente le contó lo sucedido a Luz y esta opinó que Nelly era una estafadora: «Te aseguro que vendió los pendientes originales, se quedó con el dinero y trajo de vuelta unas copias». Mónica se negaba a creer que Nelly hiciera algo así, pero más le costaba creer que su padre le hubiese obsequiado a su madre dos burdos pedazos de vidrio. Porque, de acuerdo con los joyeros, su padre no había caído en un error al adquirir una imitación aceptable, había comprado unas vulgares baratijas… Llena de incredulidad, Mónica visitó dos joyerías cercanas a su escuela. Los pendientes valían menos que una bolsa de caramelos."

Eduardo Berti
La mentira o la verdad


“Crecí creyendo que el cuento era tan importante como la novela.”

Eduardo Berti


“El juego es un buen instrumento para romper formas.”

Eduardo Berti


"Incluso en la lectura más llena de prejuicios hay un mensaje."

Eduardo Berti


"La casa de los Zhao tenía techos de teja y era una construcción de aristas parcialmente occidentales. Los muebles mostraban también una veleidosa mezcla de lo europeo con lo oriental. En un amplio salón, fácilmente accesible, había un piano negro de pared donde cada tanto la mujer del señor Zhao, una elegante dama que me daba miedo no sé por qué, se sentaba a interpretar una sonata de Beethoven. La música me hacía pensar inmediatamente en el puente de bambú, cuando no en Xiaomei y en mí entrelazando las manos para tocar el otoño.
Entre los Zhao había dos jóvenes que andaban todo el tiempo juntos (dos primos que debían de rondar los dieciséis o diecisiete años) y que no hacían más que observarme desde lejos, sin dirigirme la palabra, en una extraña alternancia: mientras uno me devoraba con los ojos, el otro miraba al suelo, y viceversa. Algunas jóvenes tenían cierto atractivo (superior al de los varones, al menos eso creía yo) y mi hermano solía intercambiar palabras y hasta sonrisas y bromas con dos primas que, a diferencia de los primos, eran algo más proclives a separarse.
La multitud en aquel jardín —incluyendo a los invitados, nunca había menos de cuarenta o de cincuenta jóvenes— no únicamente me abrumaba, sino que también constituía a mis ojos un peligro. ¿Quién había tenido la idea de que mi hermano y yo frecuentáramos el hogar de los Zhao? Y, ante todo, ¿con qué objetivo? Detrás de aquello creía advertir la mano de mi madre, quien no se llevaba mal con la esposa del señor Zhao y con las mujeres de los hermanos de este. Sin lugar a dudas mi madre había buscado que los Zhao nos invitaran, persuadida de que en su vasto jardín, entre flores y frutos de varios tamaños, mi hermano y yo recogeríamos la admiración o el interés necesarios para resolver —ya era hora— nuestras bodas.
Esta certeza bastaba para que, como dije antes, viera yo amenazas en cada rincón. Si por el contrario mi hermano parecía inmune a estos temores, se debía por un lado a que le gustaban las dos primas con las que cruzaba bromas (yo, en cambio, creía que los primos que tanto me miraban eran dos idiotas carentes del menor humor), pero ante todo se debía, concluyo hoy, a que esas tardes en el jardín no implicaban para él ninguna claudicación, mientras que cada momento con los Zhao equivalía para mí a un momento menos con Xiaomei. Llegué a odiar ese jardín con el que otros soñaban para su hogar."

Eduardo Berti
El país imaginado



"Los límites entre el escritor y el lector se difuminan bastante cuando uno escribe."

Eduardo Berti


"Me enfado con mi impericia. Yo no sabía que usaba ciertas técnicas, pero uno lo hace porque aprende a narrar como aprende a caminar. Estamos rodeados de cine, periodismo, dibujos animados… Oralmente, sin ser escritor, también estamos narrando, como cuando le contamos una anécdota a un amigo. Está claro que el escritor, en su primer libro de cuentos intenta meterlo todo y demostrar cuánto sabe. Un día leí una cita en este sentido: «el primer paso es aprender a quitar lo malo, pero el segundo es aprender a quitar lo bueno». Espero haber aprendido a quitar esas cosas que, aunque sean buenas, no van."

Eduardo Berti







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