Joaquín Belda

"El padre Clavel no era un patán como aquel hermano Pedrells que: había in¬gresado en la Compañía para comer caliente todos los días del año, ni un sexual como el padre Macario, que se tomaba al día cuatro cajas de rapé y tenía relaciones con la confitera gorila de la calle de los Portales, ni un caso patológico como el del padre Gambola, que gozaba con espasmos sádicos martirizando a los chicos más débiles y enfermizos, teniéndolos de pie días enteros, y viéndolos temblar de miedo por las noches en la soledad de un corredor... Era un hombre bueno y un alma noble, y los chicos, que adivinaban esto casi por instinto, le querían como el reo quiere al defensor, y al llamarle padre le daban un sentido carnal a la palabra, que al aplicarla a Gambola, por ejemplo, se les atravesaba siempre en la boca como una raspa de bacalao."

Joaquín Belda Carreras
Los nietos de San Ignacio



"... fea como un paraguas sin varillaje completo."

Joaquín Belda Carreras


"Los ejercicios espirituales eran siempre en el colegio el rei­nado de las sombras y de las agonías; el glorioso San Ignacio de Loyola, que en el fondo era un autor cómico de primer or­den, quiso que sus hijos, y más tarde sus nietos, es decir, los chicos educados por Sus hijos, tuviesen durante una semana cada año una especie de ensayo general con todo del célebre drama del catolicismo, que podría titularse «Las penas del In­fierno».
Cuanto hay en la religión romana de sombrío, con exclusión de lo mucho que hay en ella de luminoso y confortador, lo acu­muló el ilustre soldado en la obra que escribió en su cueva de Manresa, y que, en efecto, como escrita en una cueva, le resul­tó una caja de betún en el fondo de una mina de carbón. Silencio, absolutoria vista baja, la luz del sol velada en ventanas y balcones con paños y celosías, ocho horas de encierro en la capilla, en cuyo altar, de ordinario alegre y florido, agonizaba un Cristo sobre fondo negro, y entre dos cirios amarillos, como de capilla de ajusticiado... Esta era la «mise en scene» de los ejercicios espirituales. Agregad a ello la eterna meditación sobre la muerte y las penas del infierno, y un verdadero derroche de can­tos funerales y plegarias, que por su tinta cadavérica parecían el repertorio de un cantador de flamenco, y comprenderéis que al lado de los citados ejercicios, el naufragio del «Titanic» y del «Lusitania» eran unos baños de asiento con ribetes volup­tuosos.
Pero este año, Dios Nuestro Señor, en su infinita misericordia, se apiadó de los pobrecitos alumnos del Colegio de Santo Domingo de Hortichuela y... les envió para darles los ejercicios al Reverendo padre Lasquibal, de la residencia de Málaga. Sin duda, el Todopoderoso, discrepando en esta del padre Gambola, no creía que el gustar de los ojos y de la mata de pelo de la hermana de Alfonsito Gómez fuese pecado tan grave que mere­ciese la aflicción de una semana entera de penitencia.
No era usual que el padre encargado de los ejercicios perteneciese a la comunidad del colegio; casi siempre venía uno de fuera, sin duda para que, no habiéndole podido tomar cariño a los chicos, los tratase como a pecadores empedernidos. El primer día, al ver aparecer al forastero en la plataforma de la mesita que servían de pulpito, los chicos se echaron a temblar: alto, huesudo, con las manos muy largas y como rematadas en punta cual las garras de Luzbel, con el rostro sombrío de un licenciado de Ocaña o del Peñón, el padre Lasquibal, que recor­daba al don Basilio del «Barbero», tenía lo que los franceses llaman el físico del empleo.
Como verdugo, o como agente de pompas fúnebres, aquel hombre hubiera tenido un éxito clamoroso... Pero, apenas empe­zó a hablar, los chicos empezaron a darse cuenta de que lo que tenían delante era la reencarnación más perfecta del célebre clown Tonni Grice, que nadie hubiera podido soñar.
Gracioso la era como el tío de más gracia que haya salido de madre, y conociendo, sin duda, el corazón de sus oyentes empezaba a desarrollar en serio un asunto para torcerlo de pron­to con una pirueta hacia el prado ameno de la risa. "

Joaquín Belda
Los nietos de San Ignacio





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