Jon Bilbao

"El hombre se sirvió café en un tazón provisto de tapa y se recostó contra el motor fueraborda.
El cielo iba adoptando un tono gris vidrioso. En la orilla una ringlera de álamos asomaba sobre la bruma. Más allá estaba la central nuclear. El imponente paraboloide de la torre de refrigeración se alzaba hasta gran altura, todavía con las balizas de posición encendidas. De su gran boca manaba una nube de vapor de agua que, con el frío de la mañana, presentaba una apariencia consistente y bulbosa, como un colosal cerebro albino.
Veinte años atrás uno de los ingenieros estadounidenses que supervisaron la construcción de la central se había topado con el embalse durante uno de sus paseos. El lugar tenía una forma aproximadamente circular, con unos doscientos metros de diámetro, y no parecía prestar servicio de ningún tipo. El dique de hormigón se hallaba adornado con pintadas.
El ingeniero no estaba disfrutando de la estancia en el extranjero. Padecía una profunda añoranza de su Wisconsin natal, y en particular de su gastronomía. Cuando dio con el embalse, de inmediato empezó a rondarle la idea de que aquel plácido depósito de agua dulce podía ayudarle a aliviar su nostalgia. Una rápida averiguación confirmó sus suposiciones. El embalse había sido construido para facilitar agua de refrigeración a una pequeña central eléctrica, ya en desuso. Las únicas funciones que continuaba desempeñando eran servir como lugar de pesca a los lugareños y de recreo para los más jóvenes durante el verano. El nostálgico ingeniero se acarició el mentón, complacido. Sin demora se puso en contacto con una compañía inglesa que prestaba servicio a viveros y restaurantes. Realizó un pedido de alevines de esturión lacustre, que le fueron remitidos por vía aérea. En cuanto los tuvo en su poder, los soltó en las aguas del embalse. Ya se relamía pensando en los platos de esturión con jengibre de los que disfrutaría al cabo de poco tiempo.
Los peces foráneos se adaptaron bien al medio. Proliferaron en gran número, en especial después de que el ingeniero de Wisconsin y sus colegas terminaran su labor y regresaran a sus hogares. Los esturiones crecieron. Crecieron mucho; hecho del que no pocos culparon a la presencia, a escasos cientos de metros, de un reactor de fisión. Los pescadores locales contaban historias sobre ejemplares de metro y medio de largo, revestidos de placas óseas duras como el metal y armados con mandíbulas erizadas de dientes. Los esturiones acabaron con la fauna del embalse y se convirtieron en sus amos y señores. Las orillas se llenaron de carteles que alertaban del peligro y prohibían el baño. Cuando un equipo de buceadores tuvo que reparar la válvula de alivio del dique, puso como condición hacerlo protegido por una jaula antitiburones. El estilo de pesca que practicaban los lugareños, relajado y poco exigente, más una disculpa para pasar un rato al aire libre que una verdadera actividad deportiva, dio paso a algo que se asemejaba a la caza mayor. En tales circunstancias, los pescadores fueron desistiendo uno a uno y sólo de vez en cuando aparecía alguien que, habiendo escuchado las historias que circulaban por los bares, se atrevía a probar suerte."

Jon Bilbao
Bajo el influjo del cometa



"Escribir pensando en la posteridad me bloquearía."

Jon Bilbao



"Los escritores son personas con un ego superior a la media y una gran necesidad de comunicarse. "

Jon Bilbao


“Me gusta que una historia sea como ir a darte un baño en la playa, que el agua te llegue por los tobillos, sentirte muy seguro, pero que, de repente, haya un hueco y te hundas.”

Jon Bilbao


"No hacen falta 400 páginas para contar historias."

Jon Bilbao


"Octavio fue uno de los primeros profesores laicos en el colegio de los jesuitas de Bilbao. Allí dio clase de Literatura a mi padre, que siempre sintió devoción por él. Como otros alumnos suyos, cuando salió del colegio, mi padre no perdió el contacto con Octavio. Semejante admiración la propiciaban el entusiasmo sereno pero contagioso con que les hablaba de La vida es sueño o del ciclo artúrico y una concepción del catolicismo mucho más humanista de lo que entonces se estilaba en la docencia. A mí siempre me extrañó que el respeto de aquellos niños perviviera durante la travesía de la adolescencia, periodo tan dado a la superficialidad, el cambio y el olvido, y me hacía pensar que, al margen de las causas citadas, si veneraban a Octavio era porque tenía algo especial. Fuera de las aulas, Octavio, o don Octavio, como era conocido por sus alumnos, disfrutaba entre la intelectualidad bilbaína de cierto reconocimiento por ser autor de un libro de memorias de juventud, muy expurgado, pero que no dejó de despertar comentarios maliciosos, y, sobre todo, por sus artículos de opinión en La Gaceta del Norte.
Se podría decir que yo heredé de mi padre la relación con Octavio. Recuerdo cómo asentía el viejo profesor cuando, durante una visita a nuestra casa, mi padre, tan honrado y nervioso que las palabras se le trabucaban, presumió de mi temprana afición lectora. Y recuerdo el bochorno que años después sentí cuando mi padre me dijo que había enviado a Octavio una fotocopia del relato con el que gané un concurso de narrativa. Al parecer, a Octavio le había parecido «pintoresco y esmerado» y me animaba a seguir escribiendo. Mi padre continuó manteniéndolo al tanto de mis progresos. De todos modos, no creo que Octavio se sorprendiera cuando, llegado el momento de ir a la universidad, elegí los estudios técnicos en lugar de los de letras. Al fin y al cabo, yo solo era un buen estudiante al que le gustaba leer y escribir, y él sabía perfectamente que ser buen estudiante no implica tener talento, ni curiosidad, ni personalidad.
Cuando fuimos a vivir a Algorta me puse en contacto con él, que, de inmediato y con tanta familiaridad como si yo fuera mi padre, me invitó a visitarlo. Su salón me hizo pensar en el gabinete de Flaubert en su casa de Croisset, con la ventana mirando al Sena. Pero, si me esperaba un recibimiento como el que se depara a un hijo pródigo, me equivocaba de plano. Pese a la edad, Octavio continuaba tan lúcido y poco efusivo como siempre; el impacto que causaba en sus alumnos se basaba en buena parte en un distanciamiento medido y escrupuloso. Escuchó mis vaivenes vitales con interés, pero sin celebrar ni lamentar nada, más o menos la misma reacción que tuvo cuando al cabo de un año publiqué mi primer libro de relatos, dedicado a mi padre y a él.
Estiré las piernas y me recosté en el sofá. La expresión de Octavio no variaba a medida que se sucedían las escenas. Me pregunté si conocía la película tan bien que ya nada lo asombraba."

Jon Bilbao
Basilisco 












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