Nina Berberova

“Asumo plenamente lo que aquí se dice. Y también lo que se silencia.”

Nina Berberova



“Cuando llegué, todo estaba ya en su sitio. Los tesoros se extendían a mi alrededor, sólo había que cogerlos. Soy libre de vivir donde y como quiera, de leer, de pensar lo que quiera, de escuchar a quien quiera. Soy libre en las calles de las grandes ciudades cuando, perdida entre la multitud, deambulo sin rumbo fijo bajo una lluvia recia, murmurando versos; cuando paseo por el bosque o a orillas del mar, sumida en una soledad beatífica, mecida por mi música interior; cuando cierro la puerta de mi habitación tras de mí. Elijo a mis amigos. Me llena de contento que los enigmas de mi juventud se hayan dilucidado. Nunca finjo ser más inteligente, más bella, ni mejor de lo que soy. Vivo en medio de una increíble e indescriptible abundancia de preguntas y respuestas y, para ser absolutamente sincera, diré que las desdichas de mi siglo más bien me han servido: la revolución me liberó, el exilio me templó y la guerra me proyectó hacia otro mundo.”

Nina Berberova


"Era un deseo velado de alargar el tiempo. ¿Quién era él? ¿Un Pechorin que la había martirizado a lo largo de toda una semana, antes de aparecer de nuevo (aunque ella, en realidad, no había sufrido nada y en este mismo momento se lo haría saber)? ¿O simplemente una persona tan ocupada con sus asuntos (que había partido en viaje de negocios y que no había vuelto sino la víspera) que no tendría ningún inconveniente en resucitar una aventura? ¿O quizá durante la semana había conseguido olvidar todo lo que había sucedido entre ellos y había conservado de Vera un recuerdo distinto, maravilloso, y ahora deseaba empezar todo desde el comienzo, desde un comienzo distinto, desde un comienzo seguramente muy difícil?
[...]
Una cosa era indudable: él había querido que ella fuera a verlo. Por primera vez llegaba hasta ella algo del corazón de aquel hombre. Es decir que tenía un corazón. Ese pensamiento le pareció tan dulce y tan impreciso al mismo tiempo, que resultaba imposible aferrarse a él y colgarse de él con todo el peso. ¡Cuidado de no destrozar algo tan tierno! Con el deseo de volver a verla estaba llenando el vacío que él mismo había creado entre ellos.
Shurka de nuevo le contaba a Vera su guion, tormentos y éxtasis que dependían completamente de Matreninski. Era un día claro de invierno, montañas de nieve se habían apoderado de las aceras de la avenida Nevski y los paseantes caminaban por la calle. En el sótano de la casa, frente al Gostini Dvor, hacía apenas unos cuantos días, habían abierto la primera pastelería con mesitas para sentarse. Vera empujó a Shurka a entrar. ¡Con tal de estirar el tiempo!
No dejaba de resultar sorprendente el hecho de estar sentadas la una frente a la otra en una habitación en penumbras y con la calefacción demasiado fuerte.
La camarera les sirvió dos vasos de café y dos pastelillos con unos adornos de aspecto más bien grasoso. En una fuente había galletas con sabor a coco."

Nina Berbérova 
El libro de la felicidad


"La infancia había comenzado a borrarse definitivamente de la cara de Sasha el año anterior, cuando se preparaba para presentarse a los exámenes del doctorado. Había sido una época de gran excitación, de un sentimiento de comunión amorosa con Jamier y con su propio futuro. La infancia desaparecía, pero estaba siendo sustituida por una dulzura nueva, ahora más madura. No era guapo, y sin embargo su rostro era de aquellos que se quedan grabados: ojos penetrantes, ampliamente separados, cara morena y delgada, frente amplia, cabellos oscuros y cuidadosamente peinados sobre su grande y bien proporcionada cabeza. Su nariz, cuyas ventanas no eran del todo regulares, era ligeramente prominente y cartilaginosa; los labios, gruesos e inquietos. Era alto, pero de constitución desaliñada. Debido a su estatura se encorvaba ligeramente, aunque era capaz, sobre todo cuando había la necesidad de hacerlo, de mantenerse recto, con tranquilidad y moderación, copiando involuntariamente los gestos de Jamier, su manera de andar, su risa, su forma de colocar la mano izquierda sobre la rodilla derecha, separando mucho el dedo índice del pulgar y, por extraño que parezca, estos gestos de hombre viejo le sentaban bien.
Estuvo durante algunos minutos pensativo, reflexionando sobre el libro, después sacó sus apuntes de una carpeta verde oscuro y se puso a escribir; sus pensamientos eran claros; en su casa, del otro lado de la pared, había tranquilidad; en la casa del vecino alguien golpeaba una cucharita contra un vaso. Trabajó durante un buen rato, ya hacia el final se sintió cansado y tuvo unos deseos tan impetuosos de dormir, que se apresuró a acostarse. Sobre la mesita vio el cuaderno cuadriculado de Katia, que le recordó aquella noche cuando, al despertarse sobresaltado y con la garganta seca, había farfullado los poemas. Le pareció que aquella noche había sido una noche feliz, y su pensamiento sobre los poemas, inocente. Ante este recuerdo, el sueño se retiró durante algún tiempo. Sasha apagó la luz y pensó que aquel día en su vida había sucedido algo que habría sido mejor evitar. Habría sido mejor que Zhanna, con su falsa virtud, volviera a él, que haber encontrado a aquella señorita segura de sí misma y voluntariosa, cuya mano se había posado sobre la suya.
Comenzó a pensar en Lena, y comprendió que había experimentado demasiadas pocas cosas como para poder tomar una decisión con respecto a ella.
Lena ocupaba sus pensamientos, o, más bien, no era ella: él era casi incapaz de imaginársela, tan poco la había visto. No, en sus pensamientos estaba él mismo con su nueva inquietud. Por un instante incluso se olvidó de su nombre... Comenzó a repasar las primeras impresiones: algunas eran de una vaguedad extraña, débiles. De esto ya se había dado cuenta incluso allá, en casa de los Shilovski; otras, en cambio, eran muy precisas, terriblemente ardientes. Se quedó dormido sin darse siquiera cuenta y, sin moverse, con una respiración apenas audible, durmió toda la noche con un sueño profundo."

Nina Berberova
La soberana


"Las clases empezaban a las ocho de la mañana; aún era de noche. El otoño era frío y lluvioso. Chaikovski se vestía a la luz de las velas, se tomaba una taza de té y un poco de pan y corría del Instituto Tecnológico en la parte del Moika y del callejón Demidov hasta la otra punta de la ciudad. No siempre ponían calefacción, y cuando encendían la estufa el humo les irritaba los ojos y el óxido de carbono les levantaba dolor de cabeza. A Zaremba, el profesor de composición musical, le gustaba repetir que el tono menor era el pecado, y que el tono mayor era su expiación. ¡Como para dormirse! Después de las clases tenía que marcharse corriendo al ministerio donde, cada vez que había un ascenso, se olvidaban de Chaikovski. Al caer la tarde, sobresaturado de ópera italiana, se encerraba en su habitación, se ocupaba de los niños, jugaba a las cartas con su padre o les llevaba a todos al teatro.
El profesor Zaremba no le ponía en contacto con la música. Pero la comprendía e intentaba buscarla él mismo a tientas; aún no sabía demasiado bien lo que le gustaba, con excepción de Mozart; pero Mozart era todavía un recuerdo infantil. En cambio, empezaba a darse cuenta de lo que no le gustaba. Antes de comprometerse de lleno con la música se propuso odiar todo lo ajeno a ella: su oficina y el mundo. Le escribía así a su hermana:
«Antes o después abandonaré mi carrera de funcionario por la música.» El mundo, que tanto les había gustado a ambos, ya lo había abandonado. «No creas que me considero un gran artista, tan sólo quiero hacer lo que me atrae. ¿Seré un compositor famoso o sólo un pobre profesorcillo de música? No importa, mi conciencia estará tranquila y ya no tendré derecho a quejarme de mi suerte ni de la gente.» Le atormentaban algunas dudas, pero sus primeros intentos de composición reafirmaron sus esperanzas. «Naturalmente, no dejaré mi puesto antes de tener la certidumbre de ser un artista y no un funcionario...» Pero qué podía aprender de Zaremba, que nunca había oído a Schumann, que encontraba demasiado nuevo a Beethoven, demasiado moderno a Mendelssohn? Por entonces en Europa se hartaban de Liszt y Berlioz, y Wagner hacía su aparición en Petersburgo. ¡Con qué emoción asistió Chaikovski a su primer concierto!
Hasta el último momento no supo Wagner si tendría lugar o no aquel concierto. Estaba acatarrado y tenía que ir a Moscú algunos días después. La sala estaba llena hasta los topes; el público elegante y mundano sabía ya que el maestro dirigía la orquesta con guantes y de espaldas a la sala. Sólo él podía permitirse tal cosa, que les parecía formidable, inesperado, extraordinario. Durante el entreacto, Chaikovski escuchó lo que se decía entre el público; horrorizado por no entender nada, oía que algunos le consideraban genial.
Se quedó algún tiempo en los pasillos; algunos jóvenes discutían con ardor. El que parecía mayor se atusaba su larga barba y argumentaba con voz fuerte y profunda; un pequeño oficial intentaba en vano colocar una palabra. Un chico muy joven, de rosadas mejillas, escuchaba a otros dos —un militar y un civil— que discutían cogiéndose de los botones de las levitas; un hombre de apariencia tranquila y buen porte, de tipo caucasiano, callaba perplejo y atento."

Nina Berberova
Chaikovski


“Me he esforzado por buscar el sentido de la vida, sin idea preconcebida alguna. Intento, simplemente, comprenderme, a mí misma y a mi pasado, y, para ello, relato los hechos y las reflexiones que me han inspirado.”

Nina Berberova


“Nunca he sido capaz de observar a los demás con la atención y la profundidad con que me observo a mí misma. A veces he intentado hacerlo, sobre todo en mi juventud; pero con poco éxito. Quizá haya gente capaz de conseguirlo, pero no he conocido a nadie. Lo cierto es que nunca he conocido a alguien que supiera ahondar en mí más que yo misma. El conocimiento de mí misma ha sido un factor constante en mi vida, pero no sabría decir en qué momento lo alcancé. Recuerdo muy bien, por el contrario, en qué momento supe que la tierra era redonda, que las personas mayores habían sido niños en su día, que Lincoln había liberado a los negros (durante mucho tiempo, al contemplar el rostro triste y sombrío de Lincoln, creí que era negro), o que mi padre no era ruso. Hasta donde alcanza mi memoria, siempre he intentado conocerme, de manera diferente según la edad, por supuesto. A veces, esa preocupación se amortiguaba y sólo pervivía en mí de un modo vago, como entre mis veinte y treinta años; otras, guiaba mis pasos de manera firme y rotunda, como durante mi primera infancia y después de la cincuentena. Ahora permanece en mí más enérgica y urgente que nunca.”

Nina Berberova
















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