Sibylle Berg

"En la medida en que recordaba, y no era una medida muy grande —mi juventud y mi infancia ya eran algo demasiado lejano para mí como para que pudiera asociarlas con algún tipo de sentimiento—, la mejor época de mi vida había sido entre los treinta y los cuarenta años. Esa época en la que yo ya había aceptado que yo no era nada especial, pero en la que no obstante aún no excluía la posibilidad de que pudiera suceder un milagro.
Luego la esperanza simplemente se había desvanecido, y desde hacía unos años mi estado de ánimo era tranquilo y pacífico, como si me fuera desplazando lentamente por aguas un tanto frías y ya pudiera divisar la otra orilla, la que no era tampoco más interesante.
No me desmayé aquel día hace cuatro años, no sentí un vértigo ni empecé a saltar de alegría, tampoco comencé a temblar en las convulsiones del éxtasis, lo que me sobrevino fue más bien un inexplicable cansancio que me hizo sentirme pesada y tranquila.
Medio dormida sentí que yo le interesaba a ese hombre, aunque no podía decir qué era lo que despertaba su atención. Mi apariencia física no era algo que volviera loco de entusiasmo a nadie, mi aspecto era algo más o menos. Tampoco eran seguramente mis inspirados comentarios los que despertaban su interés, pues hablábamos poco.
Al principio nos quedamos sentados uno al lado del otro en ese banco rojo, escuchando las conversaciones de la gente, las que sonaban como música a bajo volumen en un ascensor, y luego en un momento nos pusimos de pie los dos juntos y nos fuimos del restaurante, algo que dio la impresión, al menos, de que a nuestros acompañantes les daba lo mismo. Pero quizás fue que simplemente nosotros nos habíamos olvidado de ellos. Fuimos andando por calles totalmente incomprensibles, yo no tenía ni idea de dónde estábamos, y sentíamos un cansancio de esos que hacen que uno simplemente tenga ganas de dejarse caer silenciosamente en ese mismo instante. Él me lo contó después, en mí yo lo sentí enseguida. Cada paso significaba un inmenso esfuerzo.
Nuestra conversación avanzaba tan lenta y pesadamente que en realidad era inexistente. Aquella primera noche.
Guardábamos silencio ambos, porque eso es lo más educado entre personas que no se conocen. Cada tanto nos ateníamos cansados a las convenciones y le hacíamos preguntas al otro sobre su vida. El hombre trabajaba en algo vinculado con procesamiento de madera. Los demás detalles que me dio los olvidé enseguida. Yo pensaba en tal medida en clichés que me hubiera turbado muchísimo si me hubiera dicho que tenía una oficina de consultoría para empresas o una empresa de catering para eventos. Una profesión vinculada con el procesamiento de la madera contenía el potencial suficiente en ilusiones románticas relacionadas con la naturaleza, y en ese momento con aquello me bastaba. El hombre vivía en una pequeña casa con vista al lago, y eso me interesó más, pues las pequeñas casas con vista al lago merecen la atención y la simpatía de uno. El hombre amaba las montañas. No decía: “Amo las montañas”, sino que se expresaba de un modo propio de los hombres que ya casi parece haberse extinguido; ese modo de una época en que un hombre no tenía idea de su vida interior pero simulaba emocionalidad. El hombre decía: “Me pongo intranquilo cuando pasa un tiempo largo y no veo las montañas. Yo no es que quiera subir a las montañas, nunca; yo simplemente quiero que estén allí”. Seguimos andando, oscureció en la noche y finalmente nos encontramos delante del hotel en el que él dormía. Fue extraño, porque no fue un momento excitante y al mismo tiempo había algo de definitivo."

Sibylle Berg
El hombre que duerme



"Mantienen una relación de buenos vecinos, fabrican máscaras de látex que las cámaras biométricas no reconocen. Y cosas por el estilo. Una tontada como una catedral. Los Amigos están con el móvil, buscando una solución para poder evitar el poder de los chips, ya que pronto será imposible aguantar sin uno de esos implantes si uno quiere participar de algún modo en la vida social y no vivir en el campo y comer ratas asadas. El navegador Tor ha sido desactivado; han bloqueado las páginas de diversos activistas, lo siguiente será que alguna inteligencia artificial consiga descodificar las encriptaciones
de sus cuentas de correo. Antes de que llegue ese momento tienen que asestarle el golpe definitivo al sistema. No parece que la cosa pinte bien, ya que durante diez años se manifestó más gente que en los cincuenta anteriores. Millones de ciudadanos protestaron contra sus gobiernos electos, contra la reducción de un sinfín de cosas, contra los precios de los alquileres —que se duplicaban casi semanalmente—, contra la privatización de hasta la última parcela de bienes y competencias antaño estatales. Se manifestaron contra todo, deseaban nuevos líderes, votaron a los nazis, que les prometieron que.
En verdad no les prometieron nada, y aun así sucedió. Ahora reina la calma. Se oye el runrún del sistema de refrigeración. Los teclados hacen clic,  clic; apáticas conversaciones sobre la revolución. «Yo estoy a favor de la resistencia armada», dice Hannah y se imagina que será algo con uniformes y armas. «¿Y a quién le quieres disparar?», pregunta Pavel, que viene de un país en el que la población se ha aniquilado con guerras civiles. Los chavales se paran a pensar; tras el asalto al Palacio de Westminster, lo que haría un joven anarquista sería arrasar con la City, con la zona del Silicon Valley londinense, los bancos, las compañías aseguradoras, las bolsas y los comerciantes de materias primas. La resistencia armada se descarta por ser poco realista. Para una ciberguerra hacen falta recursos humanos. Fundar un partido es un proceso largo. «No hay nada que podamos hacer.» Hannah observa la estancia. La luz parpadea, y quizá sean esas las últimas personas a las que vea, piensa. Si ahora un tsunami arrasa con todo, los casquetes polares y toda la movida, morirá allí con esos niños. Igual no es el peor destino que se pueda imaginar."

Sibylle Berg
Grm Brainfuck







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