Ángel del Campo y Valle

"A la familia no le cogió de nuevo la desgracia quince de la lista de los planes frustrados de Castroverde. Vivían sabe Dios cómo y de qué. Ya eran los parientes, ya algún amigo compasivo, pero el caso es que no faltaba el desayuno cuando menos. Cierto es que se había hecho una lenta mudanza de los muebles al Empeño y no quedaban en la sala más que cinco sillas, porque la que completaba la media docena estaba inservible; una cómoda, mitad ropero, mitad altar, y la mesa del centro, en la que se servía la comida; las camas, dos roperos y los trastos de cocina. Y a pesar de pobreza tanta, en medio de aquella situación, la familia no olvidaba sus orígenes; guardaba vivo el recuerdo de su abolengo y no descendía a codearse con la ordinaria vecindad ni a adoptar las costumbres de la gente sin vergüenza y sin blanca.
Las niñas Elena y Emelina no habían perdido su belleza a pesar de las privaciones: una de dieciocho y otra de veintiún años, llamaban la atención del barrio. Pero Castroverde y la señora, que no eran tan tontos como parecían, cuidaban de las doncellas tanto como de su vida… porque el primer peldaño de muchas caídas es la arranquera; y el vicio, que a todas partes entra, tiene particular predilección por lo que se halla escaso de dineros.
Así es que aquella casa raras eran las visitas que acudían y todas formales. Pero he aquí que entra en escena un sujeto: un militar, el amigo Cejudo. Érase rechoncho, tostado de color, rapado a lo recluta, de occipucio prominente y frente estrecha, paquidérmica nariz, labios gordos y escasos de púas, párpados pesados y ojillos pequeños de conjuntiva amarillenta. Un salvaje, un feo, un Quasimodo de la milicia, cuyo vicio era el ajedrez, diversión favorita de Castroverde.
Fumaba, además, mi hombre puro y cigarro de un hilo, y Castroverde, vicioso también, hallo dos atractivos en aquella especie de batraciano y resultó que como eran vecinos, todas las noches se pasaron en familia, leyendo las muchachas un periódico que prestaba Cejudo, dormitando la señora y bregando Castroverde y su amigo por comer un caballo o dar jaque a la reina.
La señora repeló, por supuesto. ¡Vaya usted a saber qué clase de gente era el tal Cejudo! No era bueno meterse con todo el mundo. La educación es un abismo… ¡y qué sé yo cuántas cosas más! Pero resultó que el Cejudo era un buen hombre, un poco brusco, ridículo porque quería ser amable, pero no estaba muy limado, y, sin embargo, jamás se permitió ni tantito así (señalando con el pulgar un milímetro de meñique). Allá por la Cuaresma abrió la marcha de sus bondades un huachinango y varias latas."

Ángel del Campo y Valle
Cosas vistas


"La Rumba lloraba, ése era su flaco; de que le hablaban con cariño, se convertía en una paloma.
—Tú eres el que no me quieres, ya ves… te pedí… y no me mandaste y dijiste… (pucheros).
—Hijita, no tenía, por eso; pero… ¡sí, tienes razón! Pero mira, aquí te traigo, ¿me perdonas? Ya sabes que mi genio es así. Ríase, ande, ríase, no me ponga tan mala cara y deme un beso.
—Déjame, déjame…
Las puertas de palo se cerraron, la luz del quinqué se filtraba por las rendijas y salían de la vivienda de Cornichón el repiqueteo de platos y cubiertos, voces que dialogaban y una botella que se destapaba.
Remedios cruzaba algunas palabras con la cocinera.
—¿Y qué más te dijo don Mauricio?
—Nada más. ¡Ah! que quería venir pero que mañana se va a Toluca.
—Que no sepa nada el señor. Ya lo conoces. Es capaz de figurarse otra cosa y hacer una diablura. Trae los frijoles. ¿Están calientes? Y vente a levantar los trastes.
Reinó el silencio en aquella casa de vecindad; oíase sólo el rumor de los molinos de café y el de los platos que lavaban en las cocinas; uno que otro maullido de gato en las azoteas. Todo parecía reposar tranquilo bajo las alas del sueño. Pero allá, tarde, muy tarde, los vecinos despertaron sobresaltados por el estruendo de un disparo de revólver y el desesperado acento de una voz que gritaba: ¡Socorro!"

Ángel Efrén de (o del) Campo Valle
La rumba 



"Recuerdo que dos días duraba la compostura del salón, en la cual tomaban parte activa unos vecinos, la criada y aquellos alumnos que se distinguían por su juicio y mayor edad.
Las economías del año se empleaban en comprar libros baratos y en imprimir los diplomas cuya idea –una matrona rodeada de chicuelos que cargaban escolares atributos– pertenecía a Borbolla.
Libros y diplomas, atados con listones de color, se hacinaban en la mesa a los lados de un tintero de porcelana; dos candelabros con velas jamás encendidas y amarillentas ya, y un par de bustos de yeso, representando a Minerva, el uno, y a Minerva también, el otro.
Se alquilaba un piano y en él lucía sus anuales adelantos la señorita Peredo, tanto en el piano como en el canto. Era el factótum, y desempeñaba todo lo concerniente a la parte musical, inclusive el acompañamiento de las fantasías que sobre viejas óperas ejecutaba un antiguo tocador de flauta, Bibiano Armenta.
Henos aquí desde las siete de la mañana, muy lavados, con traje nuevo los unos, cepillado y remendado los otros, sin adorno alguno los más. Pobres niños de barrio, hijos de porteros, artesanos y gente arrancada, que no podía hacer más gasto que el de medio real; cuartilla para pomada y cuartilla para betún. ¿Pero el traje, qué importaba? Todos éramos felices, y sin parpadear, colgándonos los pies, nos sentábamos en las altas bancas, con los brazos cruzados, contemplando un sillón, miembro de no sé que ajuar de reps verde, en el que debía tomar asiento, frente a la mesa, un eclesiástico, me parece que canónigo o cura de la parroquia, que siempre presidía el acto y era el gran personaje.
Llegaban las familias sin que nadie se moviese: señoras de enaguas ruidosas y rebozo nuevo, papás de fieltro o sombrero ancho, con ruidosos zapatos y que cruzaban sobre la barriga las manos o se acariciaban las rodillas, niñas de profusos rizos y vestidos de lana... Las personas distinguidas eran invitadas por el señor Quiroz para tomar asiento en la primera fila, en la que, vestida de blanco, con zapatos bajos, listones tricolores y pelo espolvoreado con partículas de oro o hilos de escarcha, estaba ya la señorita Peredo, muy tiesa y empuñando el enorme rollo de piezas de música.
Sordo y elocuente murmullo se levantaba del salón, cuando se presentaba en escena la familia de Isidorito Cañas; el señor Quiroz bajaba las escaleras, Borbolla se apoderaba de una de las niñas, los hombres se ponían en pie y las mujeres miraban con respeto casi, a la familia que vestía de seda, usaba costosos sombreros, claros guantes y deslumbrantes abanicos."

Ángel del Campo y Valle
El chato Barrios







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