Edgar Allan Poe

A Elena

"Te vi a punto.
Era una noche de julio,
noche tibia y perfumada,
noche diáfana...

De la luna plena límpida,

límpida como tu alma,
descendían
sobre el parque adormecido
gráciles velos de plata.

Ni una ráfaga

el infinito silencio
y la quietud perturbaban
en el parque...

Evaporaban las rosas

los perfumes de sus almas
para que los recogieras
en aquella noche mágica;
para que tú los gozases
su último aliento exhalaban
como en una muerte dulce,
como en una muerte lánguida,
y era una selva encantada,
y era una noche divina
llena de místicos sueños
y claridades fantásticas.

Toda de blanco vestida,

toda blanca,
sobre un ramo de violetas
reclinada
te veía
y a las rosas moribundas
y a ti, una luz tenue y diáfana
muy suavemente
alumbraba,
luz de perla diluida
en un éter de suspiros
y de evaporadas lágrimas.

¿Qué hado extraño

(¿fue ventura? ¿fue desgracia?)
me condujo aquella noche
hasta el parque de las rosas
que exhalaban
los suspiros perfumados
de sus almas?

Ni una hoja

susurraba;
no se oía
una pisada;
todo mudo,
todo en sueños,
menos tú y yo
-¡cuál me agito
al unir las dos palabras! --
menos tú y yo...De repente
todo cambia.
¡Oh, el parque de los misterios!
¡Oh, la región encantada!

Todo, todo,

todo cambia.
De la luna la luz límpida
la luz de perla se apaga.
El perfume de las rosas
muere en las dormidas auras.
Los senderos se oscurecen.
Expiran las violas castas.
Menos tú y yo, todo huye,
todo muere,
todo pasa...
Todo se apaga y extingue
menos tus hondas miradas.

¡Tus dos ojos donde arde tu alma!

Y sólo veo entre sombras
aquellos ojos brillantes,
¡oh mi amada! Todo, todo,
todo cambia.

De la luna la luz límpida

la luz de perla se apaga.
El perfume de las rosas
muere en las dormidas auras.
Los senderos se oscurecen.
Expiran las violas castas.
Menos tú y yo, todo huye,
todo muere,
todo pasa...

Todo se apaga y extingue

menos tus hondas miradas.
¡Tus dos ojos donde arde tu alma!
Y sólo veo entre sombras
aquellos ojos brillantes,
¡oh mi amada!

¿Qué tristezas irreales,

qué tristezas extrahumanas!
La luz tibia de esos ojos
leyendas de amor relata.
¡Qué misteriosos dolores,
qué sublimes esperanzas,
qué mudas renunciaciones
expresan aquellos ojos
que en la sombra
fijan en mí su mirada!

Noche oscura. Ya Diana

entre turbios nubarrones,
lentamente,
hundió la faz plateada,
y tú sola
en medio de la avenida,
te deslizas
irreal, mística y blanca,
te deslizas y te alejas incorpórea
cual fantasma...
Sólo flotan tus miradas.
¡Sólo tus ojos perennes,
tus ojos de honda mirada
fijos quedan en mi alma!

A través de los espacios y los tiempos,

marcan,
marcan mi sendero
y no me dejan
cual me dejó la esperanza...
Van siguiéndome, siguiéndome
como dos estrellas cándidas;
cual fijas estrellas dobles
en los cielos apareadas
en la noche solitaria.

Ellos solos purifican

mi alma toda con sus rayos
y mi corazón abrasan,
y me prosterno ante ellos
con adoración extática,
y en el día
no se ocultan
cual se ocultó mi esperanza.

De todas partes me siguen

mirándome fijamente
con sus místicas miradas....
Misteriosas, divinales
me persiguen sus miradas
como dos estrellas fijas...
como dos estrellas tristes,
¡como dos estrellas blancas!"

Edgar Allan Poe


“A la muerte se le toma de frente con valor y después se le invita a una copa.”

Edgar Allan Poe



"A veces tengo miedo de mi corazón, de su hambre constante de lo que sea que quiere. La forma en que se detiene y comienza otra vez."


Edgar Allan Poe




Annabel Lee


"Fue hace ya muchos, muchos años,
en un reino junto al mar,
habitaba una doncella a quien tal vez conozcan
por el nombre de Annabel Lee;
y esta dama vivía sin otro deseo
que el de amarme, y de ser amada por mí.

Yo era un niño, y ella una niña
en aquel reino junto al mar;
Nos amamos con una pasión más grande que el amor,
Yo y mi Annabel Lee;
con tal ternura, que los alados serafines
lloraban rencor desde las alturas.

Y por esta razón, hace mucho, mucho tiempo,
en aquel reino junto al mar,
un viento sopló de una nube,
helando a mi hermosa Annabel Lee;
sombríos ancestros llegaron de pronto,
y la arrastraron muy lejos de mi,
hasta encerrarla en un oscuro sepulcro,
en aquel reino junto al mar.

Los ángeles, a medias felices en el Cielo,
nos envidiaron, a Ella a mí.
Sí, esa fue la razón (como los hombres saben,
en aquel reino junto al mar),
de que el viento soplase desde las nocturnas nubes,
helando y matando a mi Annabel Lee.

Pero nuestro amor era más fuerte, más intenso
que el de todos nuestros ancestros,
más grande que el de todos los sabios.
Y ningún ángel en su bóveda celeste,
ningún demonio debajo del océano,
podrá jamás separar mi alma
de mi hermosa Annabel Lee.

Pues la luna nunca brilla sin traerme el sueño
de mi bella compañera.
Y las estrellas nunca se elevan sin evocar
sus radiantes ojos.
Aún hoy, cuando en la noche danza la marea,
me acuesto junto a mi querida, a mi amada;
a mi vida y mi adorada,
en su sepulcro junto a las olas,
en su tumba junto al rugiente mar."


Edgar Allan Poe


"Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos. Los más sombríos, los más malignos de todos los pensamientos eran acariciados por mi mente. La tristeza de mi humor de costumbre se acrecentó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la humanidad entera."


Edgar Allan Poe
Narraciones extraordinarias


“…¡Como se extiende sobre los árboles
el misterio de los misterios!”


Edgar Allan Poe



“Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles.”

Edgar Allan Poe


"Cuando deseo averiguar lo bueno o malo que es alguien, o cuáles son sus pensamientos en un momento determinado, adapto la expresión de mi rostro, lo más ajustadamente posible, de acuerdo con la expresión del suyo, y entonces espero a ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o mi corazón, para encajar o corresponder con esa expresión."

Edgar Allan Poe


"Cuando un loco parece completamente sensato, es ya el momento de ponerle la camisa de fuerza."

Edgar Allan Poe

¿Deseas que te amen?


“¿Deseas que te amen? No pierdas, pues,
el rumbo de tu corazón…
Sólo aquello que eres has de ser
y aquello que no eres, no.
Así en el mundo, tu modo sutil,
tu gracia, tu bellísimo ser,
serán objeto de elogio sin fin
y el amor... un sencillo deber.”

Edgar Allan Poe


"Después de leer todo lo que se ha escrito y después de pensar todo cuento puede pesarse sobre Dios y el alma, el hombre que pueda decir que piensa se encontrará frente a la conclusión de que, en estas cuestiones, el pensamiento más profundo es el que menos fácilmente puede distinguirse del sentimiento más superficial."

Edgar Allan Poe


"Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad del escritos."


Edgar Allan Poe


"El ajedrez es una frivolidad primorosa."


Edgar Allan Poe



“El demonio del mal es uno de los instintos primeros del corazón humano.”

Edgar Allan Poe



"El hombre es un animal que estafa, y no hay otro animal que estafe fuera del hombre."


Edgar Allan Poe





“El hombre que quiere contemplar frente a frente la gloria de Dios en la tierra, debe contemplar esta gloria en la soledad.”

Edgar Allan Poe


"El mejor jugador de ajedrez del mundo no puede llegar a otra cosa que ser simplemente el mejor jugador de ajedrez."

Edgar Allan Poe




"El mismo acto de escribir fuerza al pensamiento a hacerse lógico."

Edgar Allan Poe


“El niño conoce el corazón del hombre.”


Edgar Allan Poe



"El poder analítico no debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista es necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente incapacitado para el análisis."


Edgar Allan Poe




"El ser verdaderamente cercano al corazón del hombre es tomar nuestra lección final en el volumen cerrado con candados de la desesperación."


Edgar Allan Poe





"El único medio de conservar el hombre su libertad es estar siempre dispuesto a morir por ella."

Edgar Allan Poe


“En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natural.”

Edgar Allan Poe


"En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse."


Edgar Allan Poe


“En la crítica seré valiente, severo y absolutamente justo con amigos y enemigos. Nada cambiará este propósito.”

Edgar Allan Poe




"En la música es acaso donde el alma se acerca más al gran fin por el que lucha cuando se siente inspirada por el sentimiento poético: la creación de la belleza sobrenatural."

Edgar Allan Poe


"En una noche como ésta, un hombre vive, vive un siglo entero de vida ordinaria; y no cambiaría yo esta arrebatadora delicia por todo ese siglo de vida común."


Edgar Allan Poe



"¡Eran más negros que las alas del cuervo de la tempestad!"

Edgar Allan Poe


“Es dudoso que el género humano logre crear un enigma que el mismo ingenio humano no resuelva.”

Edgar Allan Poe



"Es imposible imaginar un espectáculo más nauseabundo que el del plagiador."

Edgar Allan Poe



"Es una característica de la perversidad de la naturaleza humana el rechazar lo obvio y lo inmediato a cambio de lo equívoco y lo lejano."

Edgar Allan Poe
Relatos cómicos



"Fue en Roma, durante el carnaval de 18…, que asistí a un baile de máscaras en el palazzo del duque napolitano Di Broglio. Me dejé arrastrar con más libertad que de costumbre por el exceso de bebida, y luego la atmósfera sofocante de los salones atestados me irritó hasta un punto intolerable. Además, la dificultad de abrirme paso entre la aglomeración de invitados contribuyó en gran medida a aumentar mi malhumor; porque buscaba ansioso (permítanme no decir con qué indigno motivo) a la joven, alegre y hermosa esposa del anciano y tambaleante Di Broglio. Con inescrupulosa confianza ella me había confiado el secreto del disfraz que luciría esa noche, y habiéndola vislumbrado a la distancia me apresuraba a reunirme con ella. En ese momento sentí que una mano liviana se apoyaba sobre mi hombro y volví a escuchar ese inolvidable, bajo y maldito susurro junto a mi oído.


En un absoluto frenesí de furia me volví de inmediato contra aquél que así me interrumpía y lo aferré por el cuello con violencia. Tal como yo suponía, vestía un disfraz similar al mío: capa española de terciopelo azul y cinturón rojo del que pendía una espada. Una máscara de seda negra le cubría por completo la cara.


-¡Miserable! -grité con voz ronca por la furia que cada sílaba que pronunciaba parecía atizar-. ¡Miserable! ¡Impostor! ¡Maldito villano! ¡No permitiré… no permitiré que me persigas hasta la muerte! ¡Sígueme o te atravesaré aquí mismo con mi espada!- Y me encaminé a una pequeña antecámara contigua, arrastrándolo conmigo sin que se resistiera.


En cuanto entramos, furioso, lo empujé para alejarlo de mí. Él trastabilló contra la pared, mientras yo cerraba la puerta con un juramento y le ordenaba que desenvainara su espada. Sólo vaciló un instante; después, con un pequeño suspiro, desenvainó en silencio y se preparó para defenderse.


El duelo fue breve. Frenético y presa de feroz excitación, yo sentía en mi brazo la energía y el poder de una multitud. En pocos segundos lo acorralé contra la pared, y allí, teniéndolo en mi poder, le hundí repetidas veces la espada en el pecho con brutal ferocidad.


En aquel instante, alguien movió el pestillo de la puerta. Evité presuroso una intrusión y de inmediato regresé al lado de mi moribundo rival. ¿Pero qué lenguaje humano puede transmitir adecuadamente esa sorpresa, ese horror que me poseyó frente al espectáculo que tenía ante mi vista? El breve instante en que aparté la mirada pareció ser suficiente para producir un cambio material en el arreglo de aquel extremo lejano de la habitación. Un gran espejo -en mi confusión, al menos, eso me pareció al principio-, se alzaba donde antes no había nada. Y cuando avancé hacia él, en el colmo del espanto, cubierta de sangre y pálida la cara, mi propia imagen vino tambaleándose hacia mí.


Eso me pareció, digo, pero me equivocaba. Era mi antagonista, era Wilson quien se erguía ante mí, agonizante. Su máscara y su capa yacían en el suelo, donde las había arrojado. Cada hebra de su ropa, cada línea de los marcados y singulares rasgos de su cara ¡eran idénticos a los míos!


Era Wilson. Pero ya no se expresaba en susurros y hubiera podido imaginar que era yo mismo el que hablaba cuando dijo:


-Has vencido y me entrego. Pero a partir de ahora tú también estás muerto… muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías… y observa esta imagen, que es la tuya, porque al matarme te has asesinado tú mismo!"


Edgar Allan Poe
William Wilson (extracto)

"Hace tres años que estudio los problemas del hipnotismo; hace nueve meses pensé que en los experimentos realizados hasta ahora, había una omisión evidente e inexplicable: Nadie había sido hipnotizado in articulo mortis. Faltaba saber, primero, si en ese estado el paciente era susceptible a la influencia hipnótica; segundo, si, en caso afirmativo, ese estado restringía o favorecía la sensibilidad hipnótica; tercero, hasta qué grado y por cuánto tiempo el hipnotismo podría detener el proceso de la muerte. Este último punto atrajo, particularmente, mi curiosidad. En busca de un sujeto para el experimento, pensé en mi amigo M. Ernest Valdemar, el conocido compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el pseudónimo Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y de Gargantúa."

Edgar Allan Poe
La verdad sobre el caso de M. Valdemar

“Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño dentro de un sueño…”

Edgar Allan Poe



"Hay ciertos secretos que no se dejan expresar."


Edgar Allan Poe

Cuentos completos


"Ha habido otros «viajes a la luna», pero ninguno con más méritos que el que acabo de mencionar. El de Bergerac es absolutamente insensato. En el tercer volumen de la American Quarterly Review puede leerse una crítica minuciosa de una cierta «expedición» de esta clase, crítica en la cual es difícil decir si el autor denuncia la estupidez del libro o su propia y absurda ignorancia de la astronomía. He olvidado el título de la obra, pero los medios para hacer el viaje son de una concepción todavía más lamentable que los gansos de nuestro amigo el señor González.

Cierto aventurero, al excavar la tierra, descubre cierto metal que sufre fuertemente la atracción de la luna; fabrica inmediatamente una caja del mismo que, una vez libre de sus ataduras terrestres, lo arrebata por los aires y lo lleva directamente hasta el satélite. El Vuelo de Thomas O’Rourke es un jeu d’esprit no del todo despreciable, y ha sido traducido al alemán. Thomas, el héroe, era en la realidad el guardabosque de un par irlandés cuyas excentricidades dieron origen al cuento. El «vuelo» se efectúa a lomo de águila, desde Hungry Hill, una altísima montaña en la extremidad de Bantry Bay.

En estas diversas publicaciones la finalidad es siempre satírica, pues el tema consiste en la descripción de las costumbres lunares y su comparación con las nuestras. En ninguna de ellas se hace el menor esfuerzo para que el viaje en sí resulte plausible. Los autores parecen en cada caso totalmente ignorantes de la astronomía. En Hans Pfaall, la originalidad del designio consiste en intentar cierta verosimilitud, mediante la aplicación de principios científicos (hasta donde la caprichosa naturaleza del tema lo permite) a un verdadero viaje entre la tierra y la luna."

Edgar Allan Poe
La incomparable aventura de un tal Hans Pfaall
Tomada del libro Viajes inexplicables de Chris Aubeck y Jesús Callejo, página 198

"He hablado de las memorias que nos persiguen durante nuestra juventud. A veces nos siguen incluso hasta ser adultos y toman gradualmente una forma menos indefinida; de vez en cuando nos hablan por lo bajo diciendo: Había una época en la noche del tiempo cuando existía un ser viviente calmado, a su vez compuesto de un número indefinido de seres similares. Estas criaturas son también más o menos inteligencias conscientes. Conscientes primero de una identidad propia y por vislumbres borrosos, indeterminados; conscientes, segundo, de una identidad, de un ser divino del cual hablamos (de una identidad con Dios). De las dos clases de identidad de consciencia imaginar que ésta se volverá más débil y la anterior más fuerte durante la larga sucesión de edades que deben transcurrir antes de que este gran número de inteligencias individuales se fundan entre sí (cuando las estrellas brillantes se fundan en uno). Pensar que el sentido de una identidad individual gradualmente emergerá en la consciencia general (que el hombre, al cesar imperceptiblemente de sentirse como hombre, obtendrá a la larga esa época tremendamente triunfante donde reconozca su existencia siendo como la de Jehová). Mientras tanto, tener presente que todo es la vida, vida dentro de la vida, cuanto menos por dentro mayor será y todo estará dentro del espíritu divino."

Edgar Allan Poe



"He hablado de sonido y de voz. Quiero decir que el sonido era de nítida, de terrible silabación. M. Valdemar habló, en evidente respuesta a la pregunta que yo le había formulado, minutos antes. Le había preguntado, se recordará, si dormía. Ahora dijo: —Sí; no, he estado durmiendo, y ahora, ahora estoy muerto. Ninguno de los presentes negó, o trató de ocultar el inefable, tembloroso horror que esas pocas palabras, y esa voz, fueron capaces de infundir. El señor L. (el estudiante) se desmayó. Los enfermeros dejaron inmediatamente la pieza y no se logró que volvieran. No trataré de comunicar al lector lo que en ese momento sentí. Durante una hora nos dedicamos, en silencio, a reanimar a L. Cuando volvió en sí, reanudamos la investigación del estado de M. Valdemar. Ese estado era el mismo, salvo que el espejo no se empañaba al ser aplicado a los labios. Falló una tentativa de sacarle sangre del brazo. Mencionaré, también, que ese miembro ya no estaba sujeto a mi voluntad. Ensayé inútilmente que siguiera la dirección de mi mano. La única indicación del influjo magnético era el movimiento vibratorio de la lengua, cada vez que lo interrogábamos. Parecía esforzarse por contestar, pero su volición era insuficiente. Si le hablaban los otros, parecía del todo insensible, aunque traté de colocarlos en relación magnética con él. Creo haber referido lo necesario para que se comprenda el estado del sonámbulo en esa época. Conseguimos otros enfermeros, y a las diez salí de la casa con los dos médicos y con el señor L. Volvimos a la tarde. El estado de M. Valdemar era el mismo. Discutimos la posibilidad y conveniencia de despertarlo; pero no tardamos en rechazar ese propósito. Era innegable que el proceso magnético había detenido la muerte: lo que en general se llama muerte. Nos pareció evidente que despertar a M. Valdemar sería apresurar su instantánea, o por lo menos inmediata, extinción."

Edgar Allan Poe
La verdad sobre el caso de M. Valdemar


“Hubo aquí un valle antaño, callado y sonriente,
donde nadie habitaba:
partiéronse las gentes a la guerra,
dejando a los luceros, de ojos dulces..”


Edgar Allan Poe




"La belleza de cualquier clase, en su manifestación suprema, excita invariablemente el alma sensitiva hasta hacerle derramar lágrimas."

Edgar Allan Poe



"La belleza es el único estado legítimo del poema."

Edgar Allan Poe



"La casualidad siempre es actual. Ten siempre echado tu anzuelo. En el remanso donde menos lo esperes estará tu pez."

Edgar Allan Poe


"La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia."

Edgar Allan Poe


“La corrupción del gusto forma parte de la industria de los dólares y hace juego con ella.”

Edgar Allan Poe


"La enorme multiplicación de libros, de todas las ramas del conocimiento, es uno de los mayores males de nuestra época, porque es uno de los más serios obstáculos para la adquisición de cualquier conocimiento positivo.""

Edgar Allan Poe


"La estupidez es el talento para la equivocación."

Edgar Allan Poe



"La felicidad no está en la ciencia, sino en la adquisición de la ciencia."

Edgar Allan Poe



“La infancia conoce el corazón humano.”

Edgar Allan Poe



"La materia existe sólo como atracción, repulsión: atracción y repulsión son materia."

Edgar Allan Poe


“La mocedad es un sol de verano.”

Edgar Allan Poe



"La muerte de una mujer hermosa es pues incuestionablemente el tema más poético del mundo, e igualmente está fuera de duda que los labios más adecuados para ese tema son los del amante en duelo."


Edgar Allan Poe



"La nariz de una multitud es su imaginación. Por ella, en cualquier momento, puede guiársela serenamente."

Edgar Allan Poe



"La verdad no siempre está dentro de un pozo. (...) En lo que se refiere al conocimiento más importante, es invariablemente superficial."



Edgar Allan Poe
Cuentos completos


"La vida real del hombre es feliz principalmente porque siempre está esperando que ha de serlo pronto."

Edgar Allan Poe


"Las cuatro condiciones para la felicidad: el amor de una mujer, la vida al aire libre, la ausencia de toda ambición y la creación de una belleza nueva."


Edgar Allan Poe




"Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales."


Edgar Allan Poe




Ligeia

"No puedo, por mi alma, recordar ahora cómo, cuándo, ni exactamente dónde trabé por primera vez conocimiento con lady Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces, y mi memoria es débil porque ha sufrido mucho. O quizá no puedo ahora recordar aquellos extremos porque, en verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, la singular aunque plácida clase de su belleza, y la conmovedora y dominante elocuencia de su hondo lenguaje musical se han abierto camino en mi corazón con paso tan constante y cautelosamente progresivo, que ha sido inadvertido y desconocido. Creo, sin embargo, que la encontré por vez primera, y luego con mayor frecuencia, en una vieja y ruinosa ciudad cercana al Rin. De seguro, le he oído hablar de su familia. Está fuera de duda que provenía de una fecha muy remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que por su naturaleza se adaptan más que cualesquiera otros a amortiguar las impresiones del mundo exterior, me bastó este dulce nombre -Ligeia- para evocar ante mis ojos, en mi fantasía, la imagen de la que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, ese recuerdo centellea, sobre mí, que no he sabido nunca el apellido paterno de la que fue mi amiga y mi prometida, que llegó a ser mi compañera de estudios y al fin, la esposa de mi corazón. ¿Fue aquello una orden mimosa por parte de mi Ligeia? ¿O fue una prueba de la fuerza de mi afecto lo que me llevó a no hacer investigaciones sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una vehemente y romántica ofrenda sobre el altar de la más apasionada devoción? Si sólo recuerdo el hecho de un modo confuso, ¿cómo asombrarse de que haya olvidado tan por completo las circunstancias que le originaron o le acompañaron? Y en realidad, si alguna vez el espíritu que llaman novelesco, si alguna vez la brumosa y alada Ashtophet del idólatra Egipto, preside, según dicen los matrimonios fatídicamente adversos, con toda seguridad presidió el mío.
Hay un tema dilecto, empero, sobre el cual no falla mi memoria. Es éste la persona de Ligeia. Era de alta estatura, algo delgada, e incluso en los últimos días muy demacrada. Intentaría yo en vano describir la majestad, la tranquila soltura de su porte o la incomprensible ligereza y flexibilidad de su paso. Llegaba y partía como una sombra. No me daba cuenta jamás de su entrada en mi cuarto de estudio, salvo por la amada música de su apagada y dulce voz, cuando posaba ella su marmórea mano sobre mi hombro. En cuanto a la belleza de su faz, ninguna doncella la ha igualado nunca. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y encantadora, más ardorosamente divina que las fantasías que revuelan alrededor de las almas dormidas de las hijas de Delos. Con todo, sus rasgos no poseían ese modelado regular que nos han enseñado falsamente a reverenciar con las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita -dice Bacon, lord Verulam-, hablando con certidumbre de todas las formas y generos de belleza, sin algo extraño en la proporción." No obstante, aunque yo veía que los rasgos de Ligeia no poseían una regularidad clásica, aunque notaba que su belleza era realmente "exquisita", y sentía que había en ella mucho de "extraño", me esforzaba en vano por descubrir la irregularidad y por perseguir los indicios de mi propia percepción de "lo extraño". Examinaba el contorno de la frente alta y pálida -una frente irreprochable: ¡cuán fría es, en verdad, esta palabra cuando se aplica a una majestad tan divina!-, la piel que competía con el más puro marfil, la amplitud imponente, la serenidad, la graciosa prominencia de las regiones que dominaban las sienes; y luego aquella cabellera de un color negro como plumaje de cuervo, brillante, profusa, naturalmente rizada, y que demostraba toda la potencia del epíteto homérico, "¡jacintina!".

Miraba yo las líneas delicadas de la nariz, y en ninguna parte más que en los graciosos medallones hebraicos había contemplado una perfección semejante. Era la misma tersura de superficie, la misma tendencia casi imperceptible a lo aguileño, las mismas aletas curvadas con armonía que revelaban un espíritu libre. Contemplaba yo la dulce boca. Encerraba el triunfo de todas las cosas celestiales: la curva magnifica del labio superior, un poco corto, el aire suave y voluptuosamente reposado del interior, los hoyuelos que se marcaban y el color que hablaba, los dientes reflejando en una especie de relámpago cada rayo de luz bendita que caía sobre ellos en sus sonrisas serenas y plácidas, pero siempre radiantes y triunfadoras. Analizaba la forma del mentón, y allí también encontraba la gracia, la anchura, la dulzura, la majestad, la plenitud y la espiritualidad griegas, ese contorno que el dios Apolo reveló sólo en sueños a Cleómenes, el hijo del ateniense. Y luego miraba yo los grandes ojos de Ligeia.

Para los ojos no encuentro modelos, en la más remota antigüedad. Acaso era en aquellos ojos de mi amada donde residía el secreto al que lord Verulam alude. Eran, creo yo, más grandes que los ojos ordinarios de nuestra propia raza. Más grandes que los ojos de la gacela de la tribu del valle de Nourjahad. Aun así, a ratos era -en los momentos de intensa excitación- cuando esa particularidad se hacia más notablemente impresionante en Ligeia. En tales momentos su belleza era -al menos, así parecía quizá a mi imaginación inflamada- la belleza de las fabulosas huríes de los turcos. Las pupilas eran del negro más brillante y bordeadas de pestañas de azabache muy largas; sus cejas, de un dibujo ligeramente irregular, tenían ese mismo tono. Sin embargo, lo extraño que encontraba yo en los ojos era independiente de su forma, de su color y de su brillo, y debía atribuirse, en suma, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido, puro sonido, vasta latitud en que se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia!

¡Cuántas largas horas he meditado en ello; cuántas veces, durante una noche entera de verano, me he esforzado en sondearlo! ¿Qué era aquello, aquel lago más profundo que el pozo de Demócrito que vacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era aquello? Se adueñaba de mí la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Habían llegado a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y era yo para ellas el más devoto de los astrólogos.

No existe hecho, entre las muchas incomprensibles anomalías de la ciencia psicológica, que sea más sobrecogedoramente emocionante que el hecho -nunca señalado, según creo, en las escuelas- de que, en nuestros esfuerzos por traer a la memoria una cosa olvidada desde hace largo tiempo, nos encontremos con frecuencia al borde mismo del recuerdo, sin ser al fin capaces de recordar. Y así, ¡cuántas veces, en mi ardiente análisis de los ojos de Ligeia, he sentido acercarse el conocimiento pleno de su expresión! ¡Lo he sentido acercarse, y a pesar de ello, no lo he poseído del todo, y por último, ha desaparecido con absoluto! Y (¡extraño, oh, el más extraño de todos los misterios!) he encontrado en los objetos más vulgares del mundo una serie de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia pasó por mi espíritu y quedó allí como en un altar, extraje de varios seres del mundo material una sensación análoga a la que se difundía sobre mí, en mí, bajo la influencia de sus grandes y luminosas pupilas. Por otra parte, no soy menos incapaz de definir aquel sentimiento, de analizarlo o incluso de tener una clara percepción de él. Lo he reconocido, repito, algunas veces en el aspecto de una viña crecida deprisa, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de una corriente de agua presurosa. Lo he encontrado en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en las miradas de algunas personas de edad desusada. Hay en el cielo una o dos estrellas (en particular, una estrella de sexta magnitud, doble y cambiante, que se puede encontrar junto a la gran estrella de la Lira) que, vistas con telescopio, me han producido un sentimiento análogo. Me he sentido henchido de él con los sonidos de ciertos instrumentos de cuerda, y a menudo en algunos pasajes de libros. Entre otros innumerables ejemplos, recuerdo muy bien algo en un volumen de Joseph Glanvill que (tal vez sea simplemente por su exquisito arcaísmo, ¿quién podría decirlo?) no ha dejado nunca de inspirarme el mismo sentimiento: "Y allí se encuentra la voluntad que no fenece. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su vigor? Pues Dios es una gran voluntad que penetra todas las cosas por la naturaleza de su atención. El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo únicamente por la flaqueza de su débil voluntad."

Durante el transcurso de los años, y por una sucesiva reflexión, he logrado trazar, en efecto, alguna remota relación entre ese pasaje del moralista inglés y una parte del carácter de Ligeia. Una intensidad de pensamiento, de acción, de palabra era quizá el resultado, o por lo menos, el indicio de una gigantesca volición que, durante nuestras largas relaciones, hubiese podido dar otras y más inmediatas pruebas de su existencia. De todas las mujeres que he conocido, ella, la tranquila al exterior, la siempre plácida Ligeia, era la presa más desgarrada por los tumultuosos buitres de la cruel pasión. Y no podía yo evaluar aquella pasión, sino por la milagrosa expansión de aquellos ojos que me deleitaban y me espantaban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, por la modulación, la claridad y la placidez de su voz muy profunda, y por la fiera energía (que hacía el doble de efectivo el contraste con su manera de pronunciar) de las vehementes palabras que prefería ella habitualmente.

He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, tal como no lo he conocido nunca en una mujer. Sabía a fondo las lenguas clásicas, y hasta donde podía apreciarlo mi propio conocimiento, los dialectos modernos europeos, en los cuales no la he sorprendido nunca en falta. Bien mirado, sobre cualquier tema de la erudición académica tan alabada, sólo por ser más abstrusa, ¿he sorprendido en falta nunca a Ligeia? ¡Cuán singularmente, cuán emocionantemente, había impresionado mi atención en este último periodo sólo aquel rasgo en el carácter de mi esposa! He dicho que su cultura superaba la de toda mujer que he conocido; pero ¿dónde está el hombre que haya atravesado con éxito todo el amplio campo de las ciencias morales, físicas y matemáticas? No vi entonces lo que ahora percibo con claridad; que los conocimientos de Ligeia eran gigantescos, pasmosos; por mi parte, me daba la suficiente cuenta de su infinita superioridad para resignarme, con la confianza de un colegial, a dejarme guiar por ella a través del mundo caótico de las investigaciones metafísicas, del que me ocupé con ardor durante los primeros años de nuestro matrimonio.

¡Con qué vasto triunfo, con qué vivas delicias, con qué esperanza etérea la sentía inclinada sobre mí en medio de estudios tan poco explorados, tan poco conocidos. Y veía ensancharse en lenta graduación aquella deliciosa perspectiva ante mí, aquella larga avenida, espléndida y virgen, a lo largo de la cual debía yo alcanzar al cabo la meta de una sabiduría harto divinamente preciosa para no estar prohibida! Por eso, ¡Con qué angustioso pesar vi, después de algunos años, mis esperanzas tan bien fundadas abrir las alas juntas y volar lejos! Sin Ligeia, era yo nada más que un niño a tientas en la noche. Sólo su presencia, sus lecturas podían hacer vivamente luminosos los múltiples misterios dcl trascendentalismo en el cual estábamos sumidos. Privado del radiante esplendor de sus ojos, toda aquella literatura aligera y dorada, volviase insulsa, de una plúmbea tristeza. Y ahora aquellos ojos iluminaban cada vez con menos frecuencia las páginas que yo estudiaba al detalle. Ligeia cayó enferma. Los ardientes ojos refulgieron con un brillo demasiado glorioso; los pálidos dedos tomaron el tono de la cera, y las azules venas de su ancha frente latieron impetuosamente vibrantes en la más dulce emoción. Vi que debía ella morir, y luché desesperado en espíritu contra el horrendo Azrael. Y los esfuerzos de aquella apasionada esposa fueron, con asombro mío, aún más enérgicos que los míos. Había mucho en su firme naturaleza que me impresionaba y hacía creer que para ella llegaría la muerte sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la ferocidad de resistencia que ella mostró en su lucha con la Sombra. Gemía yo de angustia ante aquel deplorable espectáculo. Hubiese querido calmarla, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir -de vivir; sólo de vivir-, todo consuelo y todo razonamiento habrían sido el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último instante, en medio de las torturas y de las convulsiones de su firme espíritu, no flaqueó la placidez exterior de su conducta. Su voz se tornaba más dulce -más profunda-, ¡pero yo no quería insistir en el vehemente sentido de aquellas palabras proferidas con tanta calma! Mi cerebro daba vueltas cuando prestaba oído a aquella melodía sobrehumana y a aquellas arrogantes aspiraciones que la Humanidad no había conocido nunca antes.

No podía dudar de que me amaba, y érame fácil saber que en un pecho como el suyo el amor no debía de reinar como una pasión ordinaria. Pero sólo con la muerte comprendí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mi su corazón rebosante, cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo podía yo merecer la beatitud de tales confesiones? ¿Como podía yo merecer estar condenado hasta el punto de que mi amada me fuese arrebatada con la hora de mayor felicidad? Pero no puedo extenderme sobre este tema. Diré únicamente que en la entrega más que femenina de Ligeia a un amor, ¡ay!, no merecido, otorgado a un hombre indigno de él, reconocí por fin el principio de su ardiente, de su vehemente y serio deseo de vivir aquella vida que huía ahora con tal rapidez. Y es ese ardor desordenado, esa vehemencia en su deseo de vivir -sólo de vivir-, lo que no tengo vigor para describir, lo que me siento por completo incapaz de expresar.

A una hora avanzada de la noche en que ella murió, me llamó perentoriamente a su lado, y me hizo repetir ciertos versos compuestos por ella pocos días antes. La obedecí. Son los siguientes:

¡Mirad! ¡Esta es noche de gala
después de los postreros años tristes!
Una multitud de ángeles alígeros, ornados
de velos, y anegados en lágrimas,
siéntase en un teatro, para ver
un drama de miedos y esperanzas,
mientras la orquesta exhala, a ratos,
la música de los astros.

Mimos, a semejanza del Altísimo,
murmuran y rezongan quedamente,
volando de un lado para otro;
meros muñecos que van y vienen
a la orden de grandes seres informes
que trasladan la escena aquí y allá,
¡sacudiendo con sus alas de cóndor
el Dolor invisible!

¡Qué abigarrado drama! ¡Oh, sin duda,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma, sin cesar acosado,
por un gentío que apresarle no puede,
en un circulo que gira eternamente
sobre si propio y en el mismo sitio;
¡mucha Locura, más Pecado aún
y el Horror, son alma de la trama!

Pero mirad: ¡entre la chusma mímica
una forma rastrera se entremete!
¡Una cosa roja de sangre que llega retorciéndose
de la soledad escénica¡
¡Se retuerce y retuerce! Con jadeos mortales
los mimos son ahora su pasto,
los serafines lloran viendo los dientes del gusano
chorrear sangre humana.

¡Fuera, fuera todas las luces!
Y sobre cada forma trémula,
el telón cual paño fúnebre,
baja con tempestuoso ímpetu...
Los ángeles, pálidos todos, lívidos,
se levantan, descúbranse, afirma
que la obra es la tragedia Hombre,
y su héroe, el Gusano triunfante.

-¡Oh Dios mío! -gritó casi Ligeia, alzándose de puntillas y extendiendo sus brazos hacia lo alto con un movimiento espasmódico, cuando acabé de recitar estos versos-. ¡Oh Dios mío! ¡Oh Padre Divino! ¿Sucederán estas cosas irremisiblemente? ¿No será nunca vencido ese conquistador? ¿No somos nosotros una parte y una parcela de Tí? ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su vigor? El hombre no se rinde a los ángeles ni a la muerte por completo, salvo por la flaqueza de su débil voluntad.

Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer sus blancos brazos con resignación, y volvió solemnemente a su lecho de muerte. Y cuando exhalaba sus postreros suspiros se mezcló a ellos desde sus labios un murmullo confuso. Agucé el oído y distinguí de nuevo las terminantes palabras del pasaje de Glanvill: "El hombre no se rinde a los ángeles ni por entero a la muerte, salvo por la flaqueza de su débil voluntad."

Ella murió; y yo, pulverizado por el dolor, no pude soportar más tiempo la solitaria desolación de mi casa en la sombría y ruinosa ciudad junto al Rin. No carecía yo de eso que el mundo llama riqueza. Ligeia me había aportado más; mucho más de lo que corresponde comúnmente a la suerte de los mortales. Por eso, después de unos meses perdidos en vagabundeos sin objeto, adquirí y me encerré en una especie de retiro, una abadía cuyo nombre no diré, en una de las regiones más selváticas y menos frecuentadas de la bella Inglaterra.

La sombría y triste grandeza del edificio, el aspecto casi salvaje de la posesión, los melancólicos y venerables recuerdos que con ella se relacionaban, estaban, en verdad, al unísono con el sentimiento de total abandono que me había desterrado a aquella distante y solitaria región del país. Sin embargo, aunque dejando a la parte exterior de la abadía su carácter primitivo y la verdeante vetustez que tapizaba sus muros, me dediqué con una perversidad infantil, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas; a desplegar por dentro magnificencias más que regias. Desde la infancia sentía yo una gran inclinación por tales locuras, y ahora volvían a mí como en una chochez del dolor. (Ay, siento que se hubiera podido descubrir un comienzo de locura en aquellos suntuosos y fantásticos cortinajes, en aquellas solemnes esculturas egipcias, en aquellas cornisas y muebles raros, en los ¡extravagantes ejemplares de aquellos tapices granjeados de oro! Me había convertido en un esclavo forzado de las ataduras del opio, y todos mis trabajos y mis planes habían tomado el color de mis sueños. Pero no me detendré en detallar aquellos absurdos. Hablaré sólo de aquella estancia maldita para siempre, donde en un momento de enajenación mental conduje al altar y tomé por esposa -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a lady Róvena Trevanion de Tremaine, de rubios cabellos y ojos azules.

No hay una sola parte de la arquitectura y del decorado de aquella estancia nupcial que no aparezca ahora visible ante mí. ¿Dónde tenia la cabeza la altiva familia de la prometida para permitir, impulsada por la sed de oro, a una joven tan querida que franqueara el umbral de una estancia adornada así? Ya he dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de aquella estancia, aunque olvidé tantas otras cosas de aquel extraño periodo; y el caso es que no había, en aquel lujo fantástico, sistema que pudiera imponerse a la memoria. La habitación estaba situada en una alta torre de aquella abadía, construida como un castillo; era de forma pentagonal y muy espaciosa. Todo el lado sur del pentágono estaba ocupado por una sola ventana -una inmensa superficie hecha de una luna entera de Venecia, de un tono oscuro-, de modo que los rayos del sol o de la luna que la atravesaban, proyectaban sobre los objetos interiores una luz lúgubre. Por encima de aquella enorme ventana se extendía el enrejado de una añosa parra que trepaba por los muros macizos de la torre. El techo, de roble que parecía negro, era excesivamente alto, abovedado y curiosamente labrado con las más extrañas y grotescas muestras de un estilo semigótico y semidruídico. En la parte central más escondida de aquella melancólica bóveda colgaba, a modo de lámpara de una sola cadena de oro con largos anillos, un gran incensario del mismo metal, de estilo árabe, y con muchos calados caprichosos, a través de los cuales corrían y se retorcían con la vitalidad de una serpiente una serie continua de luces policromas. Unas otomanas y algunos candelabros dorados, de forma oriental, se hallaban diseminados alrededor; y estaba también el lecho -el lecho nupcial- de estilo indio, bajo y labrado en recio ébano, coronado por un dosel parecido a un paño fúnebre. En cada uno de los ángulos de la estancia se alzaba un gigantesco sarcófago de granito negro, copiado de las tumbas de los reyes frente a Luxor, con su antigua tapa cubierta toda de relieves inmemoriales. Pero era en el tapizado de la estancia, ¡ay!, donde se desplegaba la mayor fantasía. Los muros, altísimos -de una altura gigantesca, más allá de toda proporción-, estaban tendidos de arriba abajo de un tapiz de aspecto pesado y macizo, tapiz hecho de la misma materia que la alfombra del suelo, y de la que se veía en las otomanas, en el lecho de ébano, en el dosel de éste y con las suntuosas cortinas que ocultaban parcialmente la ventana. Aquella materia era un tejido de oro de los más ricos. Estaba moteado, en espacios irregulares, de figuras arabescas, de un pie de diámetro, aproximadamente, que hacían resaltar sobre el fondo sus dibujos de un negro de azabache. Pero aquellas figuras no participaban del verdadero carácter del arabesco más que cuando se las examinaba desde un solo punto de vista. Por un procedimiento hoy muy corriente, y cuyos indicios se encuentran en la más remota antigüedad, estaban hechas de manera que cambiaban de aspecto. Para quien entrase en la estancia, tomaban la apariencia de simples monstruosidades; pero, cuando se avanzaba después, aquella apariencia desaparecía gradualmente, y paso a paso el visitante, variando de sitio en la habitación, se veía rodeado de una procesión continua de formas espantosas, como las nacidas de la superstición de los normandos o como las que se alzan en los sueños pecadores de los frailes. El efecto fantasmagórico aumentaba en gran parte por la introducción artificial de una fuerte corriente de aire detrás de los tapices, que daba al conjunto una horrenda e inquietante animación.

Tal era la mansión, tal era la estancia nupcial en donde pasé, con la dama de Tremaine, las horas impías del primer mes de nuestro casamiento, y las pasé con una leve inquietud. Que mí esposa temiese las furiosas extravagancias de mi carácter, que me huyese y me amase apenas, no podía yo dejar de notarlo; pero aquéllo casi me complacía. La odiaba con un odio más propio del demonio que del hombre. Mi memoria se volvía (¡oh, con que intensidad de dolor!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la bella, la sepultada. Gozaba recordando su pureza, su sabiduría, su elevada y etérea naturaleza, su apasionado e idólatra amor. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente con una llama más ardiente que la suya propia. Con la excitación de mis sueños de opio (pues estaba apresado de ordinario por las cadenas de la droga), gritaba su nombre con el silencio de la noche, o durante el día en los retiros escondidos de los valles, como si con la energía salvaje, la pasión solemne, el ardor devorador de mi ansia por la desaparecida, pudiese yo volverla a los caminos de esta tierra que había ella abandonado -¡ah!, ¿era posible?- para siempre.

A principios del segundo mes de matrimonio, lady Róvena fue atacada de una dolencia repentina, de la que se repuso lentamente. La fiebre que la consumía hacía sus noches penosas, y en la inquietud de un semisopor, hablaba de ruidos y de movimientos que se producían con un lado y en otro de la torre, y que atribuía yo al trastorno de su imaginación o acaso a las influencias fantasmagóricas de la propia estancia. Al cabo entró en convalecencia, y por último, se restableció. Aun así, no había transcurrido más que un breve periodo de tiempo, cuando un segundo y más violento ataque la volvió a llevar al lecho del dolor, y de aquel ataque no se restableció nunca del todo su constitución, que había sido siempre débil. Su dolencia tuvo desde esa época un carácter alarmante y unas recaídas más alarmantes aún que desafiaban toda ciencia y los denodados esfuerzos de sus médicos. A medida que se agravaba aquel mal crónico, que desde entonces, sin duda, se había apoderado por demás de su constitución para ser factible que lo arrancasen medios humanos, no pude impedirme de observar una imitación nerviosa creciente y una excitabilidad en su temperamento por las causas más triviales de miedo. Volvió ella a hablar, y ahora, con mayor frecuencia e insistencia, de ruidos -de ligeros ruidos- y de movimientos insólitos en los tapices, a los que había ya aludido.

Una noche, hacia fines de septiembre, me llamó la atención sobre aquel tema angustioso en un tono más desusado que de costumbre. Acababa ella de despertarse de un sueño inquieto, y había yo espiado, con un sentimiento medio de ansiedad, medio de vago terror, las muecas de su demacrado rostro. Hallábame sentado junto al lecho de ébano en una de las otomanas indias. Se incorporó ella a medias y habló en un excitado murmullo de ruidos que entonces oía, pero que yo no podía oír, y de movimientos que entonces veía, aunque yo no los percibiese. El viento corría veloz por detrás de los tapices, y me dediqué a demostrarle (lo cual debo confesar que no podía yo creerlo del todo) que aquellos rumores apenas articulados y aquellos cambios casi imperceptibles en las figuras de la pared eran tan sólo los efectos naturales de la corriente de aire habitual. Pero una palidez mortal que se difundió por su cara probó que mis esfuerzos por tranquilizarla eran inútiles. Pareció desmayarse, y no tenía yo cerca criados a quienes llamar. Recordé el sitio donde estaba colocada una botella de un vino suave, recetado por los médicos, y crucé, presuroso, por la estancia para cogerla. Pero al pasar bajo la luz del incensario, dos detalles de una naturaleza impresionante atrajeron mi atención. Había yo sentido algo palpable, aunque invisible, que pasaba cerca de mi persona, y vi sobre el tapiz de oro, en el centro mismo de la viva luz que proyectaba el innecesario, una sombra, una débil e indefinida sombra de angelical aspecto, tal como se puede imaginar la sombra de una forma. Pero como estaba yo vivamente excitado por una dosis excesiva de opio, no concedí más que una leve importancia a aquellas cosas ni hablé de ellas a Róvena. Encontré el vino, crucé de nuevo la habitación y llené un vaso que acerqué a los labios de mi desmayada mujer. Entretanto, se había repuesto en parte, y cogió ella misma el vaso, mientras me dejaba yo caer sobre una otomana cerca del lecho, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando oí claramente un ligero rumor de pasos sobre la alfombra Junto al lecho, y un segundo después, cuando Róvena hacía ademán de alzar el vino hasta sus labios, vi o pude haber soñado que veía caer dentro del vaso, como de alguna fuente invisible que estuviera en el aire de la estancia, tres o cuatro anchas gotas de un liquido brillante color rubí. Si yo lo vi, Róvena no lo vio. Bebió el vino sin vacilar, y me guarde bien de hablarle de aquel incidente que tenía yo que considerar, después de todo, como sugerido por una imaginación sobreexcitada a la que hacían morbosamente activa el terror de mi mujer, el opio y la hora.
A pesar de todo, no pude ocultar a mi propia percepción que, inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, un rápido cambio -pero a un estado peor- tuvo lugar en la enfermedad de mi esposa; de tal modo, que a la tercera noche, las manos de sus servidores la preparaban para la tumba, y la cuarta estaba yo sentado solo, ante el cuerpo de ella envuelto en un sudario, en aquella fantástica estancia que la había recibido como a mi esposa. Extrañas visiones, engendradas por el opio, revoloteaban como sombras ante mí. Miraba con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la estancia, las figuras cambiantes de los tapices y las luces serpentinas y policromas del incensario, sobre mi cabeza. Mis ojos cayeron entonces, cuando intentaba recordar los incidentes de la noche anterior, en aquel sitio, bajo la claridad del incensario, donde había yo visto las huellas ligeras de la sombra. Sin embargo, ya no estaba allí, y respirando con gran alivio, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida sobre el lecho. Entonces se precipitaron sobre mí los mil recuerdos de Ligeia, y luego refluyó hacia mi corazón con la violenta turbulencia de un oleaje todo aquel indecible dolor con que la había contemplado amortajada. La noche iba pasando, y siempre con el pecho henchido de amargos pensamientos de ella, de mi solo y único amor, permanecí con los ojos fijos en el cuerpo de Róvena.

Sería medianoche o tal vez más temprano, pues no había tenido yo en cuenta el tiempo, cuando un sollozo quedo, ligero, pero muy claro, me despertó, sobresaltado, de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, el lecho de muerte. Escuché con la angustia de un terror supersticioso, pero no se repitió aquel ruido. Forcé mi vista para descubrir un movimiento cualquiera en el cadáver, pero no se oyó nada. Con todo, no podía haberme equivocado. Había yo oído el ruido, siquiera ligero, y mi alma estaba muy despierta en mí. Mantuve resuelta y tenazmente concentrada mi atención sobre el cuerpo. Pasaron varios minutos antes de que ocurriese algún incidente que proyectase luz sobre el misterio. Por último resultó evidente que una coloración leve y muy débil, apenas perceptible, teñía de rosa y se difundía por las mejillas y por las sutiles venas de sus párpados. Aniquilado por una especie de terror y de horror indecibles, para los cuales no posee el lenguaje humano una expresión lo suficientemente enérgica, sentí que mi corazón se paralizaba y que mis miembros se ponían rígidos sobre mi asiento. No obstante, el sentimiento del deber me devolvió, por último, el dominio de mí mismo. No podía dudar ya por más tiempo que habíamos efectuado prematuros preparativos fúnebres, ya que Róvena vivía aún. Era necesario realizar desde luego alguna tentativa; pero la torre estaba completamente separada del ala de la abadía ocupada por la servidumbre, no había cerca ningún criado al que pudiera llamar ni tenía yo manera de pedir auxilio, como no abandonase la estancia durante unos minutos, a lo cual no podía arriesgarme. Luché, pues, solo, haciendo esfuerzos por reanimar aquel espíritu todavía en suspenso. A la postre, en un breve lapso de tiempo, hubo una recaída evidente; desapareció el color de los párpados y de las mejillas, dejando una palidez más que marmórea; los labios se apretaron con doble fuerza y se contrajeron con la expresión lívida de la muerte; una frialdad y una viscosidad repulsiva cubrieron en seguida la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino al punto. Me dejé caer, trémulo, sobre el canapé del que había sido arrancado tan de súbito, y me abandoné de nuevo, trasoñando, a mis apasionadas visiones de Ligeia.

Una hora transcurrió así, cuando (¿sería posible?) percibí por segunda vez un ruido vago que venía de la parte del lecho. Escuché, en el colmo del horror. El ruido se repitió; era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi -vi con toda claridad- un temblor sobre los labios. Un minuto después se abrieron, descubriendo una brillante hilera de dientes perlinos. El asombro luchó entonces en mi pecho con el profundo terror que hasta ahora lo había dominado. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y gracias únicamente a un violento esfuerzo, recobré al fin valor para cumplir la tarea que el deber volvía a imponerme. Había ahora un color cálido sobre la frente, sobre las mejillas y sobre la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo, e incluso el corazón tenía un leve latido. Mi mujer vivía. Con un ardor redoblado, me dediqué a la tarea de resucitarla; froté y golpeé las sienes y las manos, y utilicé todos los procedimientos que me sugirieron la experiencia y numerosas lecturas médicas. Pero fue en vano. De repente el color desapareció, cesaron los latidos, los labios volvieron a adquirir la expresión de la muerte, y un instante después, el cuerpo entero recobró su frialdad de hielo, aquel tono lívido, su intensa rigidez, su contorno hundido, y todas las horrendas peculiaridades de lo que ha permanecido durante varios días en la tumba. Y me sumí otra vez en las visiones de Ligeia, y otra vez (¿cómo asombrarse de que me estremezca mientras escribo?), otra vez llegó a mis oídos un sollozo sofocado desde el lecho de ébano. Pero (¿para qué detallar con minuciosidad los horrores indecibles de aquella noche? ¿Para qué detenerme en relatar ahora cómo, una vez tras otra, casi hasta que despuntó el alba, el horrible drama de la resurrección se repitió; cómo cada aterradora recaída se transformaba tan sólo en una muerte más rígida y más irremediable, cómo cada angustia tomaba el aspecto de una lucha con un adversario invisible, y cómo ahora cada lucha era seguida por no sé qué extraña alteración en la apariencia del cadáver? Me apresuraré a terminar.

La mayor parte de la espantosa noche había pasado, y la que estaba muerta se movió de nuevo, al presente con más vigor que nunca, aunque despertándose de una disolución más aterradora y más totalmente irreparable que ninguna. Había yo, desde hacia largo rato, interrumpido la lucha y el movimiento y permanecía sentado rígido sobre la otomana, presa impotente de un torbellino de violentas emociones, de las cuales la menos terrible quizá, la menos aniquilante, constituía un supremo espanto. El cadáver, repito, se movía, y al presente con más vigor que antes. Los colores de la vida se difundían con una inusitada energía por la cara, se distendían los miembros, y salvo que los párpados seguían apretados fuertemente, y que los vendajes y los tapices comunicaban aún a la figura su carácter sepulcral, habría yo soñado que Róvena se libertaba por completo de las cadenas de la Muerte. Pero si no acepté esta idea por entero, desde entonces no pude ya dudar por más tiempo, cuando, levantándose del lecho, vacilante, con débiles pasos, a la manera de una persona aturdida por un sueño, la forma que estaba amortajada avanzó osada y palpablemente hasta el centro de la estancia.

No temblé, no me moví, pues una multitud de fantasías indecibles, relacionadas con el aire, la estatura, el porte de la figura, se precipitaron velozmente en mi cerebro, me paralizaron, me petrificaron. No me movía, sino que contemplaba con fijeza la aparición. Había en mis pensamientos un desorden loco, un tumulto inaplacable. ¿podía ser de veras la Róvena viva quién estaba frente a mí? ¿podía ser de veras Róvena en absoluto, la de los cabellos rubios y los ojos azules, lady Róvena Trevanion de Tremaine? ¿Por qué, si, por qué lo dudaba yo? El vendaje apretaba mucho la boca; pero ¿entonces podía no ser aquella la boca respirante de lady de Tremaine? Y las mejillas eran las mejillas rosadas como en el mediodía de su vida; si, aquéllas eran de veras las lindas mejillas de lady de Tremaine, viva. Y el mentón, con sus hoyuelos de salud, ¿podían no ser los suyos? Pero ¿había ella crecido desde su enfermedad? ¿Qué inexpresable demencia se apoderó de mí ante este pensamiento? ¡De un salto estuve a sus pies! Evitando mi contacto, sacudió ella su cabeza, aflojó la tiesa mortaja en que estaba envuelta, y entonces se desbordó por el aire agitado de la estancia una masa enorme de largos y despeinados cabellos; ¡eran más negros que las alas del cuervo de medianoche! Y entonces, la figura que se alzaba ante mí abrió lentamente los ojos.


-¡Por fin los veo! -grité con fuerza-. ¿Cómo podía yo nunca haberme equivocado? ¡Estos son los grandes, los negros, los ardientes ojos, de mi amor perdido, de lady, de Lady Ligeia!"



Edgar Allan Poe



"Lo bello es lo único legítimo de la poesía."

Edgar Allan Poe


"Lo que el mundo llama genio es el estado de enfermedad mental que nace del predominio indebido de algunas de las facultades. Las obras de tales genios no son nunca sanas en sí mismas, y reflejan siempre la demencia mental general."

Edgar Allan Poe


"Los cabellos grises son los archivos del pasado."


Edgar Allan Poe


"Los hombres de genio abundan mucho más de lo que se supone. En realidad, para apreciar plenamente la obre de lo que llamamos genio hace falta poseer todo el genio que necesitó para producir la obra."

Edgar Allan Poe


"Los ingeniosos poseen siempre mucha fantasía mientras que el hombre verdaderamente imaginativo es siempre un analista."



Edgar Allan Poe





"Los pioneros y misioneros de la religión han sido la causa real de más conflictos y guerras que todas las demás clases de la humanidad."

Edgar Allan Poe


"Los que sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche."

Edgar Allan Poe


“Me volví loco, con largos intervalos de horrible cordura.”

Edgar Allan Poe




"Mi amor...Mi fe...Instilarán en tu pecho una calma preternatural. Descansarás por el cuidado...Te pondrás mejor...Y si no, Helen, si murieras....Entonces al menos aferraría yo tu mano querida en la muerte, y gustosamente...Oh, alegremente, descendería contigo a la noche de la tumba."

Edgar Allan Poe




“Mi vida ha sido capricho, impulso, pasión, anhelo de la soledad, mofa de las cosas de este mundo; un honesto deseo de futuro.”

Edgar Allan Poe



"Miré hacia la profunda oscuridad, permanecí mucho tiempo lleno de dudas y miedos, y soñé sueños que nadie se atrevió a soñar jamás."

Edgar Allan Poe





"Nací insano, con grandes momentos de cordura horrible."




Edgar Allan Poe





"Ningún hombre que ha vivido sabe del más allá… más que usted y yo; y toda religión… surge simplemente del subterfugio, el miedo, la codicia, la imaginación y la poesía."

Edgar Allan Poe


"No es en la ciencia que encontramos la felicidad, sino en su adquisición."

Edgar Allan Poe


"No es una suposición irracional pensar que, en una vida futura, consideremos un sueño nuestros pensamientos actuales."


Edgar Allan Poe


"No es verdad por amor al placer por lo que he expuesto a la ruina mi vida, mi reputación y mi razón."

Edgar Allan Poe






“No es verdaderamente valiente aquel hombre que teme ya parecer, ya ser, cuando le cuadra, cobarde.”

Edgar Allan Poe


"No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño."


Edgar Allan Poe




"No fui en la infancia como los otros ni nunca vi como los otros vieron. Mis pasiones yo no podía hacer brotar de fuentes iguales a las de ellos; y era otro el origen de mi tristeza, y era otro el canto que despertaba mi corazón para la alegría. Todo lo que amé lo amé solo. Así en mi infancia, en el alba de mi tormentosa vida, irguióse, desde el fondo de todo bien o todo mal, desde cada abismo, encadenándome, el misterio que envuelve mi destino..."


Edgar Allan Poe






"No soporto la idea de que el universo tenga que destruirse cada vez que te marches."


Edgar Allan Poe



“¿No tenemos en nosotros una perpetua inclinación, pese a la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es la Ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley?”

Edgar Allan Poe



“No tengo fe en la perfección humana. El hombre es ahora más activo, no más feliz, ni más inteligente, de lo que lo fuera hace 6000 años.”

Edgar Allan Poe



"Nunca estuve realmente loco. Excepto por esas ocasiones que conmovieron mi corazón."


Edgar Allan Poe



"Observar con atención equivale a recordar con claridad."


Edgar Allan Poe



"Oh, mi gentil señora, ¿no te asalta el espanto?
¿Cuál es, di, de tu ensueño el poderoso encanto?
debes de haber venido de los lejanos mares
a este jardín hermoso de troncos seculares.
Extraños son, mujer, tu palidez, tu traje,
y de tus largas trenzas el flotante homenaje;
Pero aún es más extraño el silencio solemne
en que envuelves tu sueño misterioso y perenne.
La dama gentil duerme. ¡Que duerman para el mundo!
Todo lo que es eterno tiene que ser profundo..."


Edgar Allan Poe




“Perpetramos ciertas acciones simplemente porque no deberíamos hacerlo. Podríamos pretender que esta perversidad es inspirada a los hombres por el demonio si de cuando en cuando no se efectuase para la realización de la bondad.”

Edgar Allan Poe


"—Por el amor de Dios, pronto-pronto-hágame morir; o, pronto, despiérteme. ¡Le digo que estoy muerto!"


Edgar Allan Poe

La verdad sobre el caso de M. Valdemar



"Porque la tortuga tiene los pies seguros, ¿es ésta una razón para cortar las alas al águila?"

Edgar Allan Poe


"Puede decirse que es un defecto ser demasiado profundo. La verdad no siempre está dentro de un pozo."





Edgar Allan Poe



"... Pues parece que la terrible agonía que últimamente he soportado -agonía sólo conocida por mi Dios y por mí mismo- ha llevado mi alma a través del fuego y la ha purificado de todo cuanto hay en ella de debilidad. A partir de ahora soy fuerte: lo comprobarán quienes me aman... y también quienes tan implacablemente han procurado arruinarme."

Edgar Allan Poe
a Halen Whitman



"¿Qué locura fue la que entonces me poseyó? ¿Por qué fui a toda prisa a encontrarme con mi destino?"

Edgar Allan Poe
Una situación comprometida


"¿Quién no se ha sorprendido a si mismo cien veces cometiendo una acción estúpida o vil, por la única razón de que ‘no debe’ cometerla? ¿Acaso no existe en nosotros una eterna inclinación, a despecho de la excelencia de nuestro juicio, a violar ‘la ley’ simplemente porque reconocemos que es la ley?"

Edgar Allan Poe

“Si quieres olvidar algo enseguida, escribe una nota que diga que debes recordarlo.”

Edgar Allan Poe


Solo

"Desde el tiempo de mi niñez, no he sido
como otros eran, no he visto
como otros veían, no pude sacar
mis pasiones desde una común primavera.
De la misma fuente no he tomado
mi pena; no se despertaría
mi corazón a la alegría con el mismo tono;
y todo lo que quise, lo quise solo.
Entonces -en mi niñez- en el amanecer
de una muy tempestuosa vida, se sacó
desde cada profundidad de lo bueno y lo malo
el misterio que todavía me ata:
desde el torrente o la fuente,
desde el rojo peñasco de la montaña,
desde el sol que alrededor de mí giraba
en su otoño teñido de oro,
desde el rayo en el cielo
que pasaba junto a mí volando,
desde el trueno y la tormenta,
y la nube que tomó la forma
(cuando el resto del cielo era azul)

de un demonio ante mi vista."

Edgar Allan Poe



“Si se me pidiera que definiera en pocas palabras el término arte, lo llamaría la reproducción de lo que los sentidos perciben en la naturaleza a través del velo del alma.”

Edgar Allan Poe


"Sueño, esos pedacitos de muerte. ¡Como los odio!"


Edgar Allan Poe


"Tal vez sea la propia simplicidad del asunto lo que nos conduce al error."

Edgar Allan Poe


“Tengo una gran fe en los tontos, autoconfianza le llaman mis amigos.”

Edgar Allan Poe


"Toda religión, mi amigo, simplemente evolucionó a partir de un fraude: el miedo, la codicia, la imaginación y la poesía."


Edgar Allan Poe



"Todas las cosas son buenas o malas por comparación."


Edgar Allan Poe



"Todas las obras de arte deben empezar por el final."

Edgar Allan Poe


"Todo lo que vemos o creemos ver no es más que un sueño dentro de otro sueño."

Edgar Allan Poe

"Todo movimiento, cualquiera que sea su causa, es creador."

Edgar Allan Poe



Un sueño dentro de un sueño.

"¡Toma este beso sobre tu frente!
Y, me despido de ti ahora,
No queda nada por confesar.
No se equivoca quien estima
Que mis días han sido un sueño;
Aún si la esperanza ha volado
En una noche, o en un día,
En una visión, o en ninguna,
¿Es por ello menor la partida?
Todo lo que vemos o imaginamos
Es sólo un sueño dentro de un sueño.

Me paro entre el bramido
De una costa atormentada por las olas,
Y sostengo en mi mano
Granos de la dorada arena.
¡Qué pocos! Sin embargo como se arrastran
Entre mis dedos hacia lo profundo,
Mientras lloro, ¡Mientras lloro!
¡Oh, Dios! ¿No puedo aferrarlos
Con más fuerza?
¡Oh, Dios! ¿No puedo salvar
Uno de la implacable marea?
¿Es todo lo que vemos o imaginamos
Un sueño dentro de un sueño?"


Edgar Allan Poe


"Y cosecharon los frutos maduros de su perdición."

Edgar Allan Poe