Francisco Camba

"(...) Como la sala estaba todavía desierta, yo me fui al escenario. Había conocido, tiempo antes, en un pueblo de Pontevedra a Valle-Inclán, y le recordaba todavía, con sus melenas osadas. Era yo entonces muy niño. Y en aquel día -del Corpus, llenas las calles de espadaña y de menta, lleno el aire de incienso y de sol- Valle-Inclán discutía, en un grupo donde estaba mi padre, el origen de las procesiones, mientras la procesión recorría los caminos. Caíanle entonces, sobre los hombros, las melenas onduladas a fuego, tenía en la cabeza un chambergo medieval y la mano izquierda en la cintura, como si sujetase el puño invisible de una espada siempre vencedora y siempre fuerte. Luego, aquel brazo lo perdió este hombre extraordinario en una pelea de café, sin gloria..."

Francisco Camba Andreu 



"Entonces no supo el muchacho qué pasó por él. Otra vez recordó los mil leves detalles con que fue alentándolo, y que eran apenas hilos de la red con que había prendido a tantos, y en la cual también pretendía encerrarle. ¡Fomentaba esperanzas, las exasperaba y no las satisfacía nunca! ¡No aceptaba del amor más que las galanterías, las ternezas! Y se quedó lívido. Aceptaba algo más, deseaba algo más... Recordó también su expresión de agrado al sentir el beso que le diera, y enseguida el cambio de aquella expresión al reconocerle. ¡Estaba soñando con otro! Era de otro el beso que deseaba, y tal vez esperaba. Entonces le clavó los ojos y algo vio allí ella que la hizo echarse hacia atrás, como en el recelo de una agresión.
-¡No me toque! ¡No complete su obra! ¡No me ponga en la vergüenza de llamar a los sirvientes!
Daniel le pidió perdón con frase irónica. Había sido un viento de locura que entró por el jardín, y le arrastró como a una hoja seca. Por lo demás, ya sabía que de ella nada podía esperarse. ¿Le perdonaba? Pero cambió de acento al preguntárselo. Volvió a temblar todo, viéndola tan bella, viendo tan esplendorosos los ojos aquellos en la plenitud magnífica de su orgullo. Le habló de su amor con voz anhelante, con frases de sus cartas a la aldea, con estrofas de la canción constante de su pensamiento. Como ella aún callase, comenzó a justificar la locura que le llevó a ofenderla. Un amor como aquel que le llenaba el alma no podía detenerse ante ninguna clase de respetos, hacía completamente irresponsable a quien lo sentía, sobre todo cuando sólo pudiera esperar en pago agresividad y desdenes. Y repitió sinceramente ya:
-¿Me perdona?
Estela, un instante indecisa, perdonó al fin, en silencio, levantándose y tendiéndole una mano que le despedía. Daniel la retuvo un instante, y el contacto fresco de la piel de seda no refrescó su fuego interior. Por el contrario, pareció hablarle otra vez de la delicia de aquella mano acariciándole hacia el mar de los perfumes que del hermoso cuerpo se desprendían y la sirte encantada de los bellos ojos de esmeralda. ¿Por qué no le amaba aquella mujer? ¿Por qué le repelía después de haberle hecho entrever el paraíso? Y el vértigo se repitió. Rápido, le sujetó la otra mano, la atrajo toda hacia sí, le oprimió rudamente la boca con la boca, y, buscando bien los labios, sofocó el grito que pudiesen lanzar. De entre ellos salió, al fin una exclamación, pero ahogada y no de ira; una exclamación no sabía si de pena si de angustia.
-¡Oh!
Y difícilmente dio crédito a lo que la realidad le decía. Los labios, tan hostiles, parecieron aceptar el beso y de pronto repetirlo. Un fuego comenzó a caldearlos, a moldearlos con los suyos, casi a soldarlos con ellos.
Cuando se soltaron, Daniel sonrió con la misma sonrisa de triunfo que tenía ella la tarde de la doma, al verle con tal afán por la rosa de su pecho. La muchacha suspiraba entretanto.
-Por eso no he querido amar nunca, por eso me defendía. En amor es uno únicamente quien lo da todo...
Y Daniel quedó asombrado, deslumbrado. Los ojos verdes, obstinadamente clavados en sus ojos como el día inolvidable de la estancia, se humedecieron de repente cual entonces y pronto una lágrima tembló entre las prodigiosas pestañas curvas y rodó en silencio por las mejillas. Parecía, en la forma, un llanto igual a aquel de entonces, pero el sentimiento lo diferenciaba."

Francisco Camba Andreu 
El vellocino de plata


"Lejos de Mandiá las llamas de una angustia, débil aún, comenzaron a invadir el alma del bohemio, colocándole en lucha con su razón. Al saber que acompañaría a los señores hasta el caserío de Amande quedara bien cumplido su mayor deseo; esto era una gran verdad, y sin embargo la angustia crecía, recía, llegando a hacerse dolorosa. A menudo el viento enmarañaba al mozo sus guedejas sobre las sienes; y para luego rechazarlas las sacudía de tan brusco modo como si quisiere ahuyentar de allí alguna ida mordedora...
Los señores parecían muy alegres: iban recordando viejas memorias evocadas a la vista de los lugares conocidos y el mozo callaba, callaba siempre, violentándose para hablar cuando se le hacía alguna pregunta.
En el camino húmedo, con humedad de caverna abandonada, se aspiraba algo como un aroma de cosas viejas. Era un camino de aldea, hermoso con aquellos vallados de tierra rezumante, con aquellas piedras que había desgastado la sandalia de los peregrinos y aquellas oquedades de los muros, donde en la noche se albergaban las alimañas de la sierra.
La luz del día, débil luz de lámpara que muere, daba al paisaje aspecto de visión evocada. Ya enmudecieran los romeros y comenzó a oírse el canto de los grillos enlazado con el cuarreo de las ranas. Al paso de las cabalgaduras aquel rumor se detenía un momento, oyéndose entonces golpes de algo que se hunde en las charcas y luego, una vez más el cuarrear monótono, como un eco burlón.
Mucho después vino en las ondas del aire un son débil de canciones amargas y llorosas. Amaro murmuró con voz sombría:
-Deben ser mozos de los que van a las siegas...
Como si nadie lo hubiese oído, este decir murió sin comento. Había cerrado la noche; y sobre los vallados del sendero veíase a menudo un gusano de luz. El mozo, suspirando, rechazaba ahora sus cabellos que volvían a arremolinarse sobre las sienes. Después, como una estrella rojiza, se distinguió una luz entre las sombras y Carmela, con un dedo extendido, dijo al bohemio:
-He ahí la casa de Amande."

Francisco Camba
Camino adelante








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