Hugo Burel

"El juego de la espera fue la manera que encontré para administrar el aburrimiento. Al principio esperé solo camiones. Después tuve que agregarles a Molina, al viejo en harapos, a Leticia en cualquier posibilidad de aparición que me sirviera. Decidí ir hasta Arenales cuando no tuviese más remedio, cuando la provisión se me agotase o no quedara casi nafta para la Velosolex. Una nueva visita a lo de la brasilera quedó descartada tras el comentario de Molina, porque estaba seguro de que allí se manejaban los chismes y la información íntima sobre el pueblo. (...) Cuando volví del prostíbulo, decidí seguir la juerga y me bajé media botella de ron mientras Collie roncaba junto a la estufa. Como temí, desde algún lugar de la noche y la soledad que me rodeaba apareció Leticia, y cuando digo "apareció" me refiero a que otra vez la vi materializarse de pie junto a la mecedora, justo antes de que me acostara. No estaba borracho, pese a que el ron me había pegado fuerte: me refiero a que no había traspuesto el límite y todavía podía discernir la realidad de la fantasía. Su silueta era real, recortada en el contraluz de las llamas. Estaba inmóvil y me miraba."

Hugo Burel
Diario de la arena


“Escribir es una forma de terapia; a veces me pregunto cómo se las arreglan todos los que no escriben, componen o pintan para escapar de la locura, la melancolía, el terror al pánico inherente a la situación humana.”

Hugo Burel



"La resaca me duró todo el día siguiente, por lo que no concurrí al banco ni cumplí con dos audiencias que tenía agendadas en un juzgado. Di parte de enfermo y me quedé rumiando las locas visiones de la noche reciente. A eso del mediodía lo había decidido: era tiempo de redactar mi informe final para Mónica, entregárselo y no pensar más en el asunto. Los estudios alcohólicos de la víspera me habían servido para algo más que perder el sentido: los había aprovechado para entender mejor la historia, al menos, desde mi punto de vista. Había algo que ninguno de nosotros podía perdonarle a Esteban, y era que se hubiese muerto. Eso, que suena tan absurdo, podía explicarlo así: era el primero del grupo en pasar al otro lado y, de esa manera, nos había enfrentado al límite y había clausurado cualquier resto de juventud que nos quedase. Morirse joven —esa noción que en este país cada vez es más laxa y relativa— es siempre un pecado, y su culpa la heredamos los que quedamos vivos: acaso esa fuese la conclusión final del informe. Pero antes de redactarlo, tenía un último trámite que cumplir.
La soleada tarde de octubre invitaba a ir al este, por lo que me subí al esforzado Chevette y viajé hasta Calais. La última vez había ido de noche y había llegado tarde. Ahora no tenía urgencias y el sol podía restituir parte de aquella atmósfera perdida, cuando la casa y su entorno significaron tanto. Tenía las llaves que me había entregado Mónica y la necesidad de mirarlo todo con la perspectiva de la ausencia.
Fuera de temporada, las casas de los balnearios siempre tienen un aire adormecido, y, más que vacías, parecen afincadas en otra dimensión. Su desolación se aprecia en rincones con arena acumulada, hamacas desnudas de almohadones y parrilleros limpios y sin una sola brasa fría tras el último asado. Las envuelve un silencio de espera y una condición de refugio abandonado. Todo eso en Calais me pareció amplificado porque sabía que en el verano próximo nadie vendría y que la ruina, iniciada tantos años antes, ahora estaba consolidada.
Sin contar la noche de tres meses atrás, hacía demasiado tiempo que no visitaba el chalé, y su tamaño y desproporción, viéndolos ahora, no me parecieron tan evidentes. La imponencia de otros tiempos ahora había menguado y era solamente un caserón grande y venido a menos el que me recibía en medio del silencio. Estacioné el auto en el costado, junto a los parterres, y descendí."

Hugo Burel
El desfile salvaje


"Nostálgico es uno que usó galochas en los días de lluvia para proteger sus zapatos de los charcos. Seguramente lo escuchó a Duke Ellington en el Teatro Solís, o, si es más joven, a Johnny Halliday en el Palacio Güelfi. Sin duda atesora botellas de refrescos que hoy no se fabrican y guarda programas de cines que daban continuado con tres películas. Digamos que ese es el nostálgico promedio, standard, para emplear una expresión muy en boga en los cincuenta. Hay otros, más complejos, sibaritas casi.
Su lema es una cita del filósofo Bergson: "sólo se posee eternamente aquello que se ha perdido". Su lectura favorita es el colosal mamotreto de Proust -una prestigiosa trampa para rentistas desocupados, estudiantes del Instituto de Profesores Artigas y pederastas refinados- y su lugar ideal nunca encontrado es aquel al que llevaba el camino de Guermantes. Cuando sus ingresos se lo permiten, viajan a Venecia, peregrinan al Florian y contemplan el Gran Canal con embeleso desde la terraza del Hotel Danieli, sin estar alojados en él, claro. Son los nostálgicos módicamente fastuosos; quienes reivindican una ascendencia patricia que, no bien escarbamos, apenas los vincula con algún aventurero que se deslomó trabajando en los saladeros. Pese a todo, suelen ser tacaños y por supuesto conservadores. La cumbre de esta variedad son los dueños de anticuarios.
No he de referirme a ellos ahora, porque es obvia su actividad y su pertenencia al Club. Prefiero hablarles de esos raros especímenes que concentran su nostalgia en un solo objeto o en una única actividad. Ilustraré con ejemplos.
Hace muchos años era costumbre, en épocas en que la caja boba no idiotizaba a la gente y había furor por las revistas de comics, el canje de ejemplares entre chicos que no se conocían. Yo mismo era de los que leía Superman o Lorenzo y Pepita. Lo hacía como cualquier niño y cuidaba los ejemplares, pero no los coleccionaba ni atesoraba en exceso.
Un día llamaron a la puerta de casa, una tardecita en que mis padres habían salido. Yo me había quedado estudiando o acaso estuviera un poco atacado por el asma. Entonces abrí y en la vereda había un muchacho sosteniendo una pila de comics. Sin siquiera presentarse me preguntó si cambiaba revistas."

Hugo Burel
El club de los nostálgicos









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