John Brunner

"Ayer, Phelan Murphy se había mantenido apartado, con el corazón en un puño, mientras el hombre del gobierno discutía acerca del ganado con el doctor Advowson. Hacía mucho frío; era el invierno más frío y largo que se había producido en diez años. Los pastos estaban en terribles condiciones. Algunos estaban aún bajo la nieve caída en noviembre, y aquellos que se habían librado de ella estaban naturalmente pelados. Para mantener su rebaño vivo había tenido que comprar balas de heno y esparcirlas por los campos. Había sido caro, porque el terreno había estado en unas condiciones deplorables todo el último verano también. Algunos decían —el propio The Independent se había hecho eco— que la situación tenía que ver con el humo de las factorías cercanas al aeropuerto de Shannon.
Pero el hombre del gobierno había dicho que él no sabía nada de esto.
Hoy había vuelto, con soldados. El mercado de Balpenny no se celebraría. Habían traído grandes pancartas diciendo LIMISTÉAR CORAINTÍN y las habían plantado al lado de la carretera. Más vacas habían muerto aquella noche, con los vientres hinchados, la sangre brotando de sus bocas y narices, y había también manchas de sangre coagulada bajo sus colas. Antes de dejarles ir a la escuela, los chicos habían tenido que meter sus botas de caucho en bateas de lechoso desinfectante. El mismo desinfectante había sido rociado a los neumáticos del autobús escolar.
Los soldados tomaron palas y picos y empezaron a cavar agujeros en el helado suelo, mientras descargaban sacos de cal viva. Las vacas, demasiado débiles para intentar alejarse, dejaron que el hombre de la pistola apoyara sin problemas su arma en sus cabezas: bang. De nuevo, un minuto más tarde: bang. Y así."

John Brunner
El rebaño ciego


"Había un problema: dónde acomodar al personal que supervisaría las etapas preliminares del proyecto de Beninia. Si no se quería construir un nuevo barrio de chabolas en Port Mey parecía inevitable un retraso, hasta que se le ocurrió a alguien preguntar a Shalmaneser y éste extrajo la solución de sus increíbles masas de datos: estaba en venta un portaaviones obsoleto.
TG superó una oferta que había hecho por él Nueva Zelanda, y en este momento aquello era tema de violentas discusiones en el Parlamento de aquel país. Sin embargo, si seguían queriéndolo, lo podrían tener en cuestión de un año, y de buena gana. Mientras tanto, ofrecía diversas ventajas, aparte de simbolizar el hecho de que el proyecto apenas penetraría al interior hasta seis meses después. Los trabajos oficiales afectaban al PMAM y a los servicios portuarios de Port Mey: extender el primero para suministrar tanto material como absorbieran los proyectos, y dragar el último para que pudiera admitir los transatlánticos mayores.
El respeto de Norman por Shalmaneser había crecido un punto más como resultado de tal sugerencia. Aprobaba todo lo que aceleraba el proyecto; era casi hambre lo que sentía mentalmente por verlo terminar con éxito.
Anduvo por la pista de aterrizaje del portaaviones, cubierta como de costumbre de helicópteros de pasajeros y de carga; saludó a Gedeón Horsfall, que bajaba de uno de ellos a toda prisa, y se apoyó en la borda que daba a tierra. En aquel momento no acababa de llover, pero si había algo que le disgustara era un aire saturado de humedad. Hacía que se le pegaran las ropas a la piel y que le picara el cuero cabelludo.
Rascándose la cabeza ausentemente, miró al África. Un barco costero pasaba frente a Port Mey, con las bombas de reacción pulsando cada dos segundos aproximadamente: pop... pop... pop... Alineadas en la cubierta, varias figuras negras gritaron y gesticularon ante el portaaviones. Norman les contestó agitando una mano.
Habían pasado varios minutos del momento previsto cuando el helicóptero de Accra bajó la pendiente del aire. Norman llegó ante la puerta en el mismo momento en que se posaba y sintió un ramalazo de impaciencia cuando el hombre a quien esperaba se volvió para despedirse de un par de los pasajeros que le habían acompañado."

John Brunner
Todos sobre Zanzíbar


"La gente hallaba consuelo en saber que había algunos objetos al alcance de la mano, en los Estados Unidos, o en la Unión Soviética, o en Suecia, o en Nueva Zelanda, de los cuales podían vanagloriarse: «¡Este es el frammistan más grande/largo/rápido en toda la Tierra!» Sin embargo, maña­na Podía no serlo ya. Paradójicamente, pues, hallaban un apoyo moral aún mayor en el hecho de ser capaces de decir: «Este es, ¿saben?, ¡el más primitivo potrzebie que aún sigue funcionando en un país civilizado!»
Era tan precioso ser capaces de conectar con el tranquilo y estable pasado.
Las fisuras iban ampliándose. Del nivel nacional alcan­zaban el nivel provincial, del provincial pasaban al muni­cipal, y allí se encontraban con las fisuras que iban en la otra dirección, que se habían iniciado en la intimidad de la familia.
—-¡Hemos sudado sangre para que ese hijo de puta fuera a la universidad! ¡Ahora debería pagárnoslo, en vez de ir a broncearse el culo en Nuevo México!
(En vez de Nuevo México léase, a voluntad, el complejo de Varna en el Mar Negro, o las playas de Quemoy y Matsu donde los jóvenes chinos pasaban a miles el tiempo practicando caligrafía, jugando al fan-tan y fumando opio, o cualquiera de los otros cincuenta sitios donde la dolcefarniente vita había derramado el contenido de su red barre­dora tras pasearla por toda la nación, un grupo étnico, o en el caso de la India todo un subcontinente. Porque Sri Lanka ya no tenía un gobierno digno de ese nombre desde hacía una generación).
Era, tanto como cualquier otra cosa, el sentimiento de los talentos explotables siendo desperdiciados lo que había promovido el establecimiento de centros de genios como Tarnover, fundados a la escala reservada previamente al ar­mamento. Era algo más allá de la comprensión de aquellos educados en los esquemas tradicionales de pensamiento el que unos recursos de cualquier tipo no fueran canalizados y explotados para dinamizar un crecimiento aún más rápido. Esos centros secretos —como los puntos no señalados en el tablero en un juego de vallas— provocaban consecuencias que de tanto en tanto se mostraban desastrosas."

John Brunner
El jinete en la onda de shock


"No era tan terrible como había sido antes a bordo del helicóptero. Pero duraba más. Y no permitía el olvido. Aquella vez, razonó Peter cuando pudo dedicarse a sus propios pensamientos por unos segundos, había sido un golpe al azar para incapacitar a alguien que le molestaba. Pero en esta oportunidad era evidente la deliberación.
Era como una migraña porque ocurría en la cabeza; pero se parecía más al arrancamiento de la piel de un cuerpo ya torturado por una quemadura de salvaje intensidad. Trató de luchar, sabiendo que otros hacían lo mismo, pero sólo había una forma de obtener alivio: actuar como el monstruo quería.
Aparecieron luces en la costa oscura. Hombres y mujeres, tanto los que venían en el barco como los que estaban emboscados, caminaban trastabillando como ciegos y dando gritos agudos e inhumanos. Los más débiles dejaron de gritar primero y empezaron a ocuparse de las tareas que no disgustaban a su amo.
No era fácil descubrir qué era lo que él quería, porque no había instrucciones: simplemente un tormento continuado hasta que casualmente la víctima iniciaba la acción deseada. Entonces el tormento cedía y, como un niño con dolor de estómago que se inmoviliza horas en la posición que menos le duele, se abocaban frenéticamente a su tarea para evitar el retorno del sufrimiento.
Muchos murieron. Los artilleros que habían abierto fuego contra el monstruo apuntaron sus cañones los unos contra los otros hasta quedar sólo unos despojos sangrientos junto a los cañones destrozados. Y algunos atacantes cayeron entre el fuego cruzado. Pero la mayoría sobrevivió.
Odiándose, incapaz de soportar la agonía, deseando que una granada lo destrozara, Peter se encontró avanzando hacia el mar. Otro golpe del látigo mental y empezó a correr, junto con centenares, hacia el mar, para echarse a nadar hacia el bote salvavidas dañado.
Fríamente, desde su improvisado palanquín, la criatura gobernaba a sus súbditos. Que hubieran atentado contra su vida —y que hubieran estado tan cerca de tener éxito— lo enfurecía y lo alarmaba. Sus precauciones no habían sido suficientes. Habían descubierto dónde intentaba desembarcar, y lo habían estado esperando; y era intolerable que esos seres inferiores lo trataran así.
Pero ya aprenderían. Les mostraría su verdadera situación, les enseñaría que para él no eran otra cosa que herramientas útiles hasta que se rompen y se tiran.
Ya que habían dañado su bote, ¡que lo repararan! Descargó su violencia, y una gorda pasajera del transatlántico cerró con su cuerpo el astillado rumbo abierto en la proa, llorando por su dolor menos temible que el desagrado del amo. Y una vez sellada la vía de agua, urgió a los nadadores a arrastrar el bote hasta la costa."

John Brunner
Abominación Atlántica










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