Leopoldo Brizuela

"El lenguaje tiene el poder de resucitar la memoria."

Leopoldo Brizuela

"En el estante superior, entre piezas de platería y porcelana grabadas con el escudo de una familia noble se abría un antiguo libro de actas atestado de fotos, recortes de diarios, manuscritos. Un daguerrotipo amarillento nos devolvió la primera imagen que tuvimos del lugar -la ría entre barrancas, las tres colinas, el arroyo exiguo- pero con todas sus construcciones recién terminadas; y en el centro, rodeadas de una multitud de niños indios, dos mujeres sonreían abrazándose por los hombros. Un amarillento panfleto del Ejército de Salvación describía la función benéfica que el famoso circo inglés The Great Will brindó en la Plaza de Toros de Valparaíso el 1º de agosto de 1914; y entre una larga guirnalda de retratos de actores y artistas de variedades se destacaba la foto de una mujer extrañísima, vestida al exacto modo de aquellos niños nativos: arco, flecha y una larga túnica de piel de guanaco. La portada de una Revista del Museo de Ciencias de La Plata mostraba una cuadrilla de hombres armados al que un viejo les señalaba el horizonte del desierto patagónico: era Sir Julius Stephen, el famoso cazador de indios. Por fin, al pie de una crónica titulada "Naufragio fantástico", un dibujo en tinta mostraba un montón de marineros señalando, desde la cubierta de un acorazado, la superficie del mar; y allí, congelado en el centro de un iceberg, como esas flores perpetuamente abiertas dentro de un pisapapeles de cristal, un típico elefante de circo con su gema en la frente, su solideo y su montura de borlas.
Los días son tan cortos en las islas, dicen los marinos, que cae la noche antes de acabar cualquier faena: mucho antes de empezar a armar el rompecabezas de aquella historia, también a nosotros la penumbra nos había rodeado por completo. Una extraña incomodidad nos invadió. El candil se había agotado hacía rato y un viento lúgubre silbaba entre los pilotes de la casita, hacía cimbrar las paredes de madera y se colaba por sus muchos intersticios un frío tan intenso que nos hizo desear de pronto el abrigo prometido por Waichai. Tanteamos la penumbra en busca de la razón por la que el indio había salido, la empujamos con el hombro para vencer la oposición del viento y entonces, como una encarnación de nuestras más secretas fantasías, encontramos lo que nunca hubiéramos esperado."

Leopoldo Brizuela
Inglaterra, una fábula



"Entonces advertí, a sus espaldas, en la vereda de enfrente, un auto con tres hombres dentro y una puerta abierta, como si lo esperaran. Vendrían en caravana, supuse, y algún otro auto se les habría perdido.
Pero me acordé de Diego, el vecino de la casa 5, que había decidido dejar de alquilarme mi garaje cuando empezó a trabajar de noche, “y de noche, vos viste lo que hacen ahora: te esperan en las sombras y se meten con vos…”.
Eché a correr fingiendo que la perra al fin conseguía arrastrarme. Traté de girar la llave sin perder un segundo; la perra entró con esa urgencia absurda que infunde la costumbre y, tan pronto como cerré, corrí el pasador enorme que colocó mi padre sobre las tres cerraduras. Entonces respiré, y subí, y quizá olvidé todo, como quien deja la noche en manos de sus dueños.
También yo tengo rutinas como las de mi perra: si me hubieran llamado a declarar, si este fuera un asunto de detectives, jueces y jurados, como en las novelas, habría podido enumerar qué hice desde entonces, no porque lo recuerde, sino porque siempre hago lo mismo. Como si me preguntaran: “¿Latía el corazón?”.
Fui primero a la cocina, llené una taza con agua y la metí en el microondas; después fui hasta mi estudio a encender la computadora y a mi cuarto a quitarme la ropa. Y cuando sonó la alarma del hornito —tres minutos exactos: ¿qué no es computable en la vida actual?— saqué la taza, eché un saco de té y me senté ante la pantalla, a ese tiempo sin tiempo que tampoco puede haber sido tanto. Si la mente consigue perderse en la Internet, el cuerpo, ese estorbo, cansado, se repliega.
Había pasado todo el día en casa de una amiga de Boedo que quizá, también ella, podría declarar ahora (la inconcebible minucia de las novelas policiales se instala en mí; y la culpa de saber, de haber sido testigo). Revisé mi casilla de emails, pero casi nadie escribe en las noches de sábado. Quizá contesté alguno y pasé cierto tiempo revisando los diarios, pero como ya no son dominicales los suplementos literarios, no me demoré. Y si entré en la página de chat, no habré permanecido más que lo que dura una paja entre hombres viejos, furtivos, decadentes de sueño, escondidos de sus esposas."

Leopoldo Brizuela
Una misma noche



"Escribir sobre algo que uno ya sabe es totalmente aburrido y escribir aburrido es una deshonestidad."

Leopoldo Brizuela



"La escritura es una manera única de iluminar la conexión entre el pasado y el presente."

Leopoldo Brizuela


"La homosexualidad está en todos mis libros, pero no está como conflicto. En una misma noche, el personaje es homosexual y no aparece como conflicto, aparece como un dato más. Ahora creo también que es muy poderoso el tema en el modo en que se instala en el mundo. En la primera escena cuando no llama a la policía y se le cruza llamar a la policía creo que tiene mucho que ver con el miedo que tiene."

Leopoldo Brizuela



"Y pasaron uno, dos minutos como siglos, y el Cónsul empezó a sucumbir a una ansiedad tan fuerte que sintió que la voz de Esteban se aprestaba a insultarlo, burlándose de aquella estupidez de recordarle a Esteban... No, era imposible, el curita volvería. Y si tardaba un poco más, lo importante era que volviese. ¿Qué importaba ya si perdía el tren? (Y la verdad es que no tenía fuerzas, ya no, para abordarlo solo...) ¿No sería mejor quedarse en Lisboa con el muchacho, no sería una noche, en cierto modo, aún más segura...? El inmenso reloj que oía moverse sobre su cabeza dio las siete menos cuarto, y los guardias reclamaron, en un español que sólo podía estar dirigido a él, "pasajeros de la línea do Estoril, último aviso...", y entonces, sí, con esa aspaventosa solicitud de amante que, lejos de avergonzarlo, lo enorgullecía, como llevado en vuelo por los faldones de aquella capa alada, y con la sonrisa arrepentida de una tardanza inevitable, el curita salió del retrete de caballeros.
-¡Oh, por favor, discúlpeme, señor Eduardo! -murmuró mientras lo alzaba delicada pero urgentemente por un brazo y lo guiaba hacia el molinete mostrando un salvoconducto al guarda, que tan pronto lo vio los dejó pasar y dio un toque de silbato para el maquinista, allá a lo lejos, subiera a la locomotora y ciertos carabineros que haciendo pendular faroles púrpuras vigilaban las vías a lo oscuro fueran dejándolas libres: y ellos avanzaron muy juntos hacia el tren, el Cónsul sintiendo que casi se desvanecía de gratitud y amor, el curita hablándole de ese modo, sí, algo teatral (no quería cuidarlo solamente, sino también, aprovechando las luces del andén que aún los alumbraban, mostrar a cientos de pasajeros que lo cuidaba)."

Leopoldo Brizuela
Lisboa. Un melodrama












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