Miguel Cané

"Lo que los españoles y nosotros llamamos calavera, se llama cachaco en Bogotá. El cachaco es el calavera de buen tono, alegre, decidor, con entusiasmo comunicativo, capaz de hacer bailar una ronda infernal a diez esfinges egipcias, organizador de las cuadrillas de a caballo en la plaza, el día nacional, dispuesto a hacer trepar su caballo a un balcón para alcanzar una sonrisa, jugador de altura, dejando hasta el último peso en una mesa de juego, a propósito de una rifa, pronto a tomarse a tiros con el que lo busque, bravo hasta la temeridad y que concluye generalmente, después de uno o dos viajes a Europa, desencantado de la vida, en alguna hacienda de la Sabana, de donde sólo hace raras apariciones en Bogotá. El cachaco es el tipo simpático, popular, bien nacido (como en todas las repúblicas, hay allí mucha preocupación de casta), con su ligero tinte de soberbia, mano y corazón abiertos. Pero el cachaco se va; ya los de la generación actual reconocen estar muy lejos de la cachaquería clásica del tiempo de sus padres, pero se consuelan pensando que las generaciones que vienen tras ellos valen mucho menos.
La vida social es muy activa respecto a fiestas. Viene por ráfagas. De pronto, sin razón ostensible, cinco o seis familias fijan su día de recepción, donde se baila, se conversa, se pasan noches deliciosas. De tiempo en tiempo un gran baile, tan lujoso y brillante como en cualquier capital europea o entre nosotros. Mis primeras impresiones al aceptar invitaciones de ese género o pagar visitas, fueron realmente curiosas. Llegaba al frente de una casa, de pobre y triste aspecto, en una calle mal empedrada, por cuyo centro corre el eterno caño; salvado el umbral, ¡qué transformación! Miraba aquel mobiliario lujoso, los espesos tapices, el piano de cola Ehrard o Chickering y sobre todo los inmensos espejos, de lujosos marcos dorados, que cubrían las paredes, y pensaba en el camino de Honda a Bogotá, en los indios portadores, en la carga abandonada en la montaña bajo la intemperie y la lluvia, en los golpes a que estaban expuestos todos esos objetos tan frágiles. En Bogotá, para obtener un espejo, si bien se pide un marco, hay que encargar cuatro lunas, de las que sólo una llega sana. Se comprende hasta dónde deben haberse desenvuelto las necesidades de comodidad por la cultura social, para que las familias se resuelvan a los sacrificios que instalaciones semejantes imponen.
En las reuniones, una cordialidad, una aisance de buen tono inimitables. Se baila bien, con esa gracia de las mujeres americanas que no tiene igual en el mundo; las mujeres bailan mejor que los hombres. Me recordaban la limeña, flexible como una palmera, con sus ojos resplandecientes y su ondulación enloquecedora. Cuando la reunión es íntima, una linda criatura toma un tiple (especie de guitarra, pero más penetrante), tres o cuatro la rodean para hacer la segunda voz y como un murmullo impregnado de quejidos se levanta la triste melodía de un bambuco."

Miguel Cané
En viaje


“Nuestros padres eran soldados, poetas y artistas. Nosotros somos tenderos, mercachifles y agiotistas. Ahora un siglo, el sueño constante de la juventud era la gloria, la patria, el amor; hoy es una concesión de ferrocarril, para lanzarse a venderla al mercado de Londres.”

Miguel Cané



"Perdió el gorjeo matinal a consecuencia de un reto del señor Torres que, haciéndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la puerta de la calle.
Sin embargo, en la enfermería, cuando entraba por la mañana o al participar, en la comida, del vino que había comprado a hurtadillas para nosotros, tarareaba siempre entre dientes: «Levántasi, muchachi», etc. Cuando le retaban o el doctor Quinche, médico del Colegio, le decía que era un animal, lo que ocurría con regularidad y justicia todos los días, su único consuelo era, así que la borrasca se ausentaba bajo la forma del doctor Quinche, entonar su eterno e inocente estribillo.
Como prototipo de torpeza, nunca he encontrado un specimen más completo que nuestro enfermero.
Su escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia del doctor, a quien había tomado un miedo feroz y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos de confidencia.
Cuando el médico le indicaba un tratamiento para un enfermo, inclinaba la cabeza en silencio y se daba por enterado.
Un día había caído en el gimnasio un joven correntino y recibido, a más de un fuerte golpe en el pecho, una contusión en la rodilla.
El doctor Quinche recetó un jarabe que debía tomarse a cucharadas y un agua para frotar las rodillas.
Una hora después de su partida, oímos un grito en la cama del pobre correntino, a quien el enfermero había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz, después de haberle friccionado cuidadosamente la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda la mano. Fue su última hazaña; el doctor Quinche declaró al día siguiente que uno de los dos, el enfermero o él, estaba de más en el mundo o por lo menos en la enfermería, y como el hilo se curta por lo más delgado, según tuvo la bondad de comunicármelo confidencialmente, el pobre enfermero cambió de destino, aunque consolado un tanto de que sus funciones se limitaran siempre a suministrar drogas; fue sirviente de comedor.
Sentimos su salida de todas veras; pero bien pronto una catástrofe mayor nos hizo olvidar aquélla. El vicerrector, alarmado de la manera como se propagaba la epidemia vaga de que he hablado, celebró una consulta médica con el doctor, y ambos de acuerdo establecieron como sistema curativo la dieta absoluta, acompañada de una vigilancia. A las veinticuatro horas nos sentimos sumamente aliviados y el germen de nuestro mal fue tan radicalmente extirpado, que no volvimos a visitar la enfermería en mucho tiempo."

Miguel Cané
Juvenilia


“Siento, señores, que estamos en un momento de angustioso peligro para el porvenir de nuestro país, porque no se forman naciones dignas de ese nombre sin más base que el bienestar material o la pasión del lucro satisfecha.”

Miguel Cané


"Y la dulce criatura se abandonaba sobre el brazo del amigo, como si la bienaventuranza les hubiese cubierto con su manto estrellado, como si la tierra fuera la atmósfera azulada y la naturaleza toda, el Paraíso terrenal.
Los que no ven en el amor de la mujer más que la expresión de un deseo material, no pueden comprender la arrobación del alma, cuando otra alma cándida y buena viene a los labios de la mujer amada a murmurar las sensaciones simpáticas que le bullen en el pecho; ignoran que cada aprobación, cada sílaba que se escapa arrancada por la plenitud del contento, es un beso, y un beso como se dan los ángeles, sin mancha ni temor; ignoran la actualidad de la existencia de toda criatura, la una que refleja a la divinidad, inmortal, y la otra que se arrastra en el fango de esta vida terrenal, y por lo tanto, son seres imperfectos, defectuosos.
-Dejemos ahora a los pueblos y hablemos de nosotros, dijo Eugenio a Esther. No es de ayer que nos conocemos, y buscando en la memoria, podremos encontrar sin esfuerzo, me parece, algún recuerdo no muy remoto ni muy borrado. Hoy, sí, hoy hace ocho días que la vi a Vd. en San Miniatto, sola completamente, en medio de esas ruinas del tiempo y me pareció descubrir el ángel de la resurrección; yo la veía a Vd. examinar una por una esas paredes que la mano descarnada de los siglos ha rasguñado por todas partes; y creí de veras que buscaba Vd. alguna cosa.
-Sí, amigo mío, quería descubrir algún vestigio de esos antiguos frescos tan aplaudidos, de que no quedan ni rastros.
-Mi investigación era más fácil: -Vd. sabe que en esa torre de San Miniatto se defendió la ciudad de Florencia, cuando fue atacada por el ejército de Carlos V, combinado con el de Clemente VII, que procuraba colocar en el poder a su sobrino Lorenzo de Médicis; me había propuesto subir a esa torre para poner mis pies donde puso los suyos el gran artista, el siempre sublime Miguel Ángel, porque el autor del David peleó allí como simple soldado por la libertad e independencia de su patria.
-¡Ah! ¿Miguel Ángel ha peleado también?
-¿Cree Vd., amiga, que quien puso sobre la frente de David esas arrugas que respiran guerra, victoria, heroísmo, no sentía dentro de sí mismo todos los sentimientos que traducía? En mi país hay un proverbio vulgarísimo que se puede aplicar muy bien a las bellas artes -«nadie da sino de lo que tiene.» Miguel Ángel era sublime de alma y de corazón, y por eso sus obras son sublimes sobre todas las otras; Bandinelli era pobre, mezquino de carácter y por eso produjo esa caricatura que está al lado del David, con el nombre de Hércules, que no se sabe si representa una criatura de nuestra especie o un animal de género desconocido. Su grupo del Laocoon parece más bien un hacinamiento de furias que la representación de esa fábula tan patética, mientras que el Adonis de Miguel Ángel que está al lado invita al llanto; tal es la verdad de la situación y lo perfecto de la obra. Rafael nos ha dejado el tipo de la belleza celestial, porque él era divino en su alma de niño y cuando quiso darnos una prueba de su amor mundano, arrojó a la posteridad el retrato de su Fornarina, que tan bellamente figura en la Transfiguración. ¿No lo ha visto Vd.? Me parece el tipo del placer no de la criatura. La Fornarina volvería loco de amor al estoico más fanático, y Rafael tuvo razón de amarla tanto. En ella ha colocado el deleite sus formas más picantes, como ha colocado en Vd., Esther, sus cualidades más dulces, porque Vd. es más bien un ángel que una mujer. El carácter de su físico revela su alma, y yo amo el alma, Esther, cuando la forma que la encierra no inspira carne, como los lobos."

Miguel Cané
Esther








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