Miklós Bánffy

"El gitano marchó delante; Abády, detrás. Así descendieron por la colina.
El muchacho avanzaba con pasos ligeros de pantera, con ese movimiento veloz propio de sus antepasados nómadas. A cada cinco o seis pasos se detenía y se daba la vuelta para ver si Bálint lo alcanzaba. Sus ojos blancos brillaban en su cara negra y rápidamente volvía a emprender el camino, incapaz de dominar su sangre inquieta.
Bálint avanzaba lentamente. Las miles de luces eléctricas de la ciudad y las farolas de la estación, inmediatamente debajo de ellos, lo deslumbraron en aquella preciosa noche cerrada con ese sinfín de pequeñas llamas resplandecientes.
Se paró sumergido en sus pensamientos.
¡Qué persona más extraña era Laczók! ¡Cuántas cosas sabía, qué culto era, qué conocimientos! Y no les sacaba provecho alguno, había renunciado a hacerlo. Vivía en aquella choza con una gitana y, seguramente, era un hombre feliz.
Se acordó del pobre Kadacsay que se había matado por la desesperación de no poder conseguir aquello a lo que Tamás Laczók había renunciado. Y se preguntó si el destino de Gazsi habría sido diferente si lo hubiese logrado. ¿Y Laczók sería igual de feliz si no hubiese hecho carrera y alcanzado poder y éxito, si no hubiese tenido la formación que tenía? ¿Sería la cultura la que le daba fuerzas para prescindir de todo eso o viviría igual de contento si el destino no le hubiese obligado a salir del país, si se hubiese quedado en casa viviendo como muchos, sin hacer nada y en la más absoluta ignorancia?
¿La experiencia hace a un hombre o un hombre es quien es por sus características innatas?
¿Sólo podemos renunciar tranquilamente a lo que ya es nuestro, pero no a todo aquello que hemos tratado de alcanzar en vano?"

Miklós Bánffy
El reino dividido


"En el viejo simón iba sentado un joven, recostado cómodamente. Era Bálint Abády, un hombre delgado, de estatura mediana. Llevaba un guardapolvo de seda largo, abrochado hasta la barbilla. Se había quitado el sombrero, un sombrero de fieltro de ala ancha que se había puesto de moda tras la guerra de los bóers. Los rayos del sol le daban un brillo bermejo a su cabello ondulado, rubio oscuro.
A pesar del color de su pelo y de sus ojos claros, tenía los rasgos propios de un oriental. Tenía la frente fuerte, algo inclinada hacia atrás, los pómulos muy marcados y los ojos achinados.
No venía de las carreras sino de la estación de tren, e iba a Vársiklód, a casa de Jeno Laczók, donde habría una gran fiesta con baile después de la competición.
Había llegado desde Dénestornya a las tres. Había viajado en tren, aunque su madre le había ofrecido una carroza; el joven había notado por su tono de voz que, si bien se la había ofrecido con cariño, no le gustaba que viajara con sus amados caballos, tan queridos que habían sido criados en la vieja y famosa yeguada, como si fueran sus hijos. Abády sabía cuánto le preocupaba a su madre que sus animales pudieran agotarse, resfriarse o sufrir en desconocidos establos la maldad de otros caballos. Por eso, conociendo la verdadera voluntad de su madre, le dijo que prefería coger el tren vespertino, pues sería demasiado ir de un tirón desde Dénestornya hasta el prado de San Jorge —donde se celebraba la competición—, unos cincuenta kilómetros más allá de Marosvásárhely, y volver después a la ciudad para ir a casa de los Laczók —diez o quince kilómetros más— teniendo que desenganchar los caballos y darles pienso en alguna posada; por ello pensó que no merecía la pena, y que haría mejor cogiendo el tren de la tarde. Así llegaría temprano y coincidiría con los políticos, a los que quería conocer y consultar unas cuantas cosas.
—Bueno, hijo, si así lo prefieres —dijo la madre aliviada cuando rechazó su oferta—, pero ya sabes que te los ofrezco con gusto.
Ahora iba en un simón que se dirigía lentamente hacia Vársiklód entre tintineos. En realidad era agradable avanzar despacio por el camino real, largo y desierto, y ver cómo se levantaba el polvo y flotaba tras el carruaje como un velo, sentirlo volar indeciso sobre los prados ya segados donde las vacas rumiaban entre los rebrotes y miraban embobadas el traqueteo del coche. Era bonito avanzar silenciosamente, disfrutar de la sensación de que después de tantos años volvía a estar en casa, en Transilvania, y acercarse poco a poco al lugar donde se reunirían sus viejos conocidos."

Miklós Bánffy
Los días contados


"Era un gornic, un guardabosques, robusto y fornido. Llevaba con altivez su enorme nariz ganchuda porque no era un simple bracero, sino señor de sus tierras que vivía en su propia casa y sólo servía al conde por voluntad. Se le notaba la fortuna. Lucía un gran cinturón remachado con diminutos clavos de cobre como nadie más lo hacía en los neveros, camisa de lino, pantalones nuevos y limpios y un gorro de piel de oveja tan enorme que daría para hacer un chaleco pequeño. En ese momento no lo llevaba puesto, sino que lo tenía en el suelo por cortesía. La brisa apenas movía su pelo negro, generosamente engominado y cortado hasta la altura de la nuca. El año anterior se había encargado del bosque de Intreapa, donde la protección de la explotación forestal había requerido un guardabosques de más autoridad. Estaba explicando los problemas del desmonte. La empresa maderera les había devuelto ochenta hectáreas después de haber talado el bosque. En mayo volvieron a plantarlo con mucho esfuerzo y dinero, pero cuando a mitad de junio salió la hierba, la gente del pueblo llevó el ganado a pastar. Él, Juanye, no había podido impedirlo, no sólo porque el valle deforestado lindaba con los pastos del pueblo, sino porque lo habían atacado con hachas y amenazado con matarlo a golpes. Por otra parte, tampoco habría sido capaz él solo de controlar tal número de animales. Ahora el pueblo llevaba al ganado a pastar allí y con seguridad acabaría pronto con la nueva plantación. Hablaba de manera pausada y con gran aplomo, apoyándose alternativamente en un pie u otro. Cuando le preguntaban, antes de responder cambiaba primero de postura. Era una manera de señalar que no contestaba a la ligera y, para dar fuerza a sus palabras, escupía a un lado sellando así su afirmación. Discutieron un buen rato. Por fin se decidieron. Había que reunir a todos los gornic, en total unas dieciséis personas. Sería suficiente para sacar el ganado. El ingeniero forestal bajaría al Béles al día siguiente y desde allí, junto con el grupo, darían un gran rodeo para cruzar el bosque de Gyermonostor por la noche y llegar a Intreapa de madrugada. Bálint con András Zutor el Meloso, y cuatro hombres más saldrían por la mañana, pasarían la noche en el Ponor y al día siguiente de madrugada se encontrarían con el resto del grupo en la parte del desmonte que daba al pueblo. Así, los lugareños no sospecharían nada y podrían pillar al ganado pastando en zona prohibida. Eran las cinco de la tarde. El sol todavía estaba muy alto, pero ya empezaba a esconderse tras la sierra occidental y el valle se ensombrecía."

Miklós Bánffy
Las almas juzgadas


"No hay tanto amor en el mundo como para rechazar el que se nos ofrece."

Miklós Bánffy
Trilogía Transivana















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