Catherine Clement

"El mayo de 1968 fue un período formidable, La Sorbona llena de estudiantes, el protagonismo de ideologías como el marxismo o el trotskismo; había un ambiente muy vivo. La Universidad pegó un tremendo bajón al año siguiente, y bajó el ambiente por un problema filosófico: el valor del saber había desaparecido, casi nadie sabía lo que hacía, había contestación pero sin saber por qué. De todo aquello ha quedado una mitología confusa. Ahora sabemos que Mayo del 68 ha matado a la Universidad francesa, pero entonces no se sabía. Había una comunicación transparente, y el saber nunca lo es ni debe serlo."

Catherine Clément


"La tía Marthe se creyó en la obligación de explicárselo con ejemplos. Cuando, en el siglo XVI, los primeros misioneros cristianos se pusieron a predicar a los hindúes, les propusieron equivalencias entre sus múltiples dioses y las figuras santas del cristianismo. Jesús era Krishna...
–Sin las once mil chavalas, me imagino –dijo Teo.
Evidentemente. En cuanto a María, era una diosa madre que aplastaba a la serpiente con sus pies, igual que Durga derribaba al demoniobúfalo. Para la Santísima Trinidad, fue coser y cantar: al cabo de unos siglos, los hindúes habían reunido a Brahma, Visnú y Shiva en una trinidad llamada Trimurti. Y, como la Santísima Trinidad incluía a un dios barbudo –el Padre–, un apuesto joven –el Hijo–, y una paloma –el Espíritu Santo–, los hindúes dedujeron que bastaban los tres dioses reunidos acompañados de una diosa para ser cristiano.
–¡O sea que se tragaron el cuento! –exclamó Teo.
Asimismo, sin llegar a luchar contra las demás religiones, el Gran Vehículo había ido reformándolas y convirtiéndolas. Aquí, colocó los diablos; allí, las lágrimas de las diosas... En definitiva, fue tejiendo con paciencia lo divino y ajustando el traje de retales y de trozos cortados a medida para los países que iba atravesando. Ese singular proceso se llamaba «sincretismo», palabra que venía del griego y que significaba, más o menos, «unir con». Uno de los campeones del sincretismo fue el Mahatma Gandhi, que no daba un paso sin sus tres libros sagrados: el Corán para el islam, el Evangelio para el cristianismo, y el BhagavadGita para el hinduismo.
–¿El qué? –preguntó Teo–. Ni idea.
–Sí, hombre, sí: era el momento crucial en que el dios Krishna, para forzar a los hombres a luchar unos contra otros, se reveló ante ellos en toda su verdad divina.
–Ya me acuerdo –rezongó Teo–. Y todo eso, para la guerra. ¿Y el Mahatma lo utilizaba? Los Evangelios y el Corán, pase, pero el Bárbarageta ése...
–¡BhagavadGita! –rectificó la tía Marthe, irritada–. Puedes decir sólo Gita.
El Gita no era el único texto sagrado que incitaba a los hombres a la matanza; el Corán animaba a la yihad y, en los Evangelios, Jesús había dicho cosas que daban escalofríos: «No creáis que he venido a traer la paz a la tierra: no he venido a traer la paz, sino el sable...». Los hombres los interpretaron en el sentido de la guerra. La fe en Dios, sea cual sea su nombre, exigía a menudo a los creyentes un compromiso de tipo militar... Pero eso no era lo esencial.
Porque Jesús hablaba sobre todo de amor, Mahoma, de justicia, y el Gita, de la irradiación de la divinidad. La guerra santa del Corán era, ante todo, la guerra contra uno mismo, para luchar contra las injusticias de las que uno se hacía culpable; las aparentes amenazas de Jesucristo incitaban a los cristianos al coraje, y el Gita ilustraba a los hindúes acerca de la luminosa verdad del Orden del mundo.
–¿Y el Mahatma? –preguntó Teo, obstinado.
¡A su manera, Gandhi era un auténtico guerrero! Pacífico, sí, y no violento, pero que cada mañana se preparaba con austeridad para un largo combate contra sí mismo y el ocupante. De la guerra, había aprendido lo mejor: la disciplina y la valentía. Y de los textos sagrados, había hecho un sincretismo propio: la justicia, el amor y el coraje unidos en la adoración de Dios.
–Además, estaba muy bien para reunificar a los indios –añadió la tía Marthe–. ¿Lo entiendes esta vez?
–En resumidas cuentas, si se quisiera, gracias al sincretismo se podría reunir a todo el mundo en lugar de tirarse los trastos a la cabeza –concluyó.
De madrugada, despertado por los rickshaw-wallas que discutían bajo las ventanas, Teo contempló la ciudad, donde ya se aglomeraban los coches. A lo lejos, se alzaban una especie de templo griego y una iglesia gótica incongruente.
–¡Otra vez el sincretismo! –exclamó Teo–. ¡Mira, tía, han dedicado una iglesia a Durga!
Pero la iglesia en cuestión era la catedral de Calcuta, ciudad que fue, en sus tiempos, la capital del Imperio de las Indias británicas. En cuanto al templo griego, era el monumento a la reina Victoria. Nada era menos sincrético que ese himno al colonialismo triunfante que tanto encantaba a los indios de Calcuta, puesto que se había acabado."

Catherine Clement
El viaje de Teo


"Zafar velaba con celo por que las relaciones entre hindúes y musulmanes, sus súbditos, fueran armoniosas. Él mismo era musulmán, llevaba el cordón sagrado de los brahmanes, celebraba todas las fiestas hindúes y protegía a las vacas. No podía hacer más, pero eso, desde luego, lo cumplía a rajatabla.
John Company lo consideraba corto de luces por culpa del opio y el gobernador se mofaba de sus debilidades, vamos, decía, un tipo que se cree capaz de metamorfosearse en mosca, ¿cómo va a ser emperador?
John Company no entendía nada de nada. Como el gran Akbar, Zafar era un inspirado que mezclaba con fervor las prácticas de los sufíes con las del yoga, entregándose sin recelo a los mitos más profundamente arraigados que aún hoy persisten en la India. Un auténtico yogui tiene poderes mágicos, sabe metamorfosearse. ¿En mosca? ¿Y por qué no?
Pese a estar representado por los aristócratas más eminentes de Inglaterra, John Company no tenía ya curiosidad por los sabios ejercicios meditativos del austero soberano. Le parecía grotesco, ya no buscaba comprenderlo y lo juzgaba sin reparos. Ese viejo deliraba, lo sabía todo el mundo. De todas maneras era un indígena, un «native».
Insignificante.
Y, mientras en Meerut los ingleses se despliegan en plena noche en el terreno de maniobras contra enemigos desaparecidos desde hace varias horas, los primeros rebeldes llegan al galope al pie de las murallas de Delhi, a las ocho de la mañana. Es el 11 de mayo.
A tres kilómetros de allí, en el acantonamiento inglés, las tropas de John Company han madrugado mucho para oír a las seis de la mañana la lectura pública de la condena a muerte de uno de sus compañeros cipayos en Barrackpur. Los cipayos han protestado, los oficiales ingleses no se inquietan. Están demasiado lejos, aún no saben nada.
A esa hora empieza la matanza de los blancos en Delhi. Los que están en la calle y los que están en el Fuerte Rojo, cuyas puertas se fuerzan fácilmente, pues los soldados de guardia no oponen resistencia. Toman como rehenes a cincuenta mujeres y niños europeos; con los hombres no muestran piedad.
Los cipayos buscan a su soberano en sus apartamentos, el anciano se muestra renuente y envía un mensajero a la ciudad de Agra para pedir ayuda, pero el mensajero no llegará."

Catherine Clement
La reina de los cipayos







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