Eileen Chang

"Bai Liusu se había quedado de rodillas junto a la cama de su madre, desolada. Cuando oyó estas palabras, apretó la zapatilla bordada contra su pecho. La aguja que se había quedado atascada en la tela le pinchó en la mano, pero no sintió dolor alguno.
[...]
Su voz se había vuelto opaca y trémula, como una etérea telaraña de polvo. Le parecía estar soñando, como si la telaraña le cubriera toda la cara y la cabeza. Se inclinó hacia delante, aturdida, creyendo apoyarse en el regazo de su madre, y rompió a llorar.
[...]
En su confusión, se vio de niña, con unos diez años de edad. Salían de un teatro cuando la multitud la separó de su familia y se quedó sola en la acera bajo una lluvia torrencial, mirando con los ojos muy abiertos a los transeúntes, que le devolvían la mirada tras las ventanillas chorreantes de los coches y tras una sucesión de informes fanales de vidrio… una infinidad de extraños, todos encerrados en sus propios mundos, tan herméticos que, aunque hubiera golpeado el cristal con la cabeza hasta rompérsela, no habría podido acceder a ellos. Parecía atrapada en una pesadilla. De repente, oyó unos pasos tras ella y supuso que su madre había regresado. Se esforzó en calmarse, sin decir nada. La madre a quien rogaba y la madre que se aproximaba en la realidad eran dos personas completamente diferentes."

Eileen Chang
Un amor que destruye ciudades



"El perro se puso a ladrar. Weilong miró más atentamente, y el corazón le dio un vuelco… El jardinero no era, ni mucho menos, tan corpulento. En las zonas tropicales, cuando amanece, amanece sin prolegómenos. A la luz del día, esa silueta que parecía tan gruesa y basta cobró definición: en realidad, mirando mejor, no se trataba de una sino de dos personas andando muy estrechamente enlazadas. Al oír los ladridos, levantaron las cabezas y vieron a Weilong. Antes de que esta pudiera esconderse, reconoció a Georgie y a Nini. La mano de Weilong, que ceñía cariñosamente el cuello del perrito, lo aferró de repente, y el pobre animal estuvo a punto de asfixiarse, hasta que logró liberarse de los brazos de su ama y regresar a la habitación lanzando gañidos. Weilong corrió tras él titubeando. Se quedó parada, con los brazos rígidos, inmóvil unos instantes, antes de derrumbarse hacia delante, en la cama, cuan larga era, sin sentir siquiera dolor en el rostro al recibir el impacto. Permaneció así, de cara a la cama, toda la noche, sin cambiar de postura. Bajo su rostro, la sábana iba humedeciéndose, un halo gélido impregnó la tela hasta la altura de sus hombros. Cuando se incorporó al día siguiente, estaba tan aterida que se sentía toda dolorida y notaba la cabeza como un globo. El reloj de su habitación se había parado, pero fuera brillaba el sol con todo su fulgor, de modo que no se sabía si era antes o después del mediodía. Weilong permaneció un rato sentada al borde de la cama. Luego se levantó y salió en busca de Nini.
La criada estaba haciendo la colada en el cuarto de baño de la planta baja; había pequeños pañuelos de bolsillo pegados por toda la pared, cuadrados y más cuadrados de color verde manzana, ámbar, azul humo, rosa vivo, verde bambú, unos rectos, otros ladeados, en una composición bastante artística. Nini vio a Weilong en el espejo, y no pudo evitar quedarse pasmada. Estaba a punto de sonreír, cuando Weilong sacó de un barreño una gran toalla chorreante con la que acto seguido le asestó un sonoro golpe en plena cara, dejándola empapada de pies a cabeza. La doncella lanzó un «¡Ay!» y desvió la cabeza protegiéndosela con las manos levantadas, pero la toalla se abatió de nuevo sobre ella, tan gruesa y saturada de agua que resultaba extraordinariamente pesada, y la sacudida le dejó los brazos doloridos y entumecidos. Con las manos aferradas a la toalla, Weilong solo pensaba en golpear frenéticamente, y Nini solo en esquivar los embates sin responder a la agresión, sin tratar de defenderse ni de implorar piedad. Aun así, en el cuarto de baño hubo bastante ruido, inevitablemente, y las criadas acudieron corriendo. Al presenciar la escena, se quedaron paradas del susto, incapaces de entender lo que estaba pasando. Dos de ellas, indignadas, empezaron a decirse cosas al oído."

Eileen Chang
Incienso

“Solo quiero escribir sobre las cosas triviales que suceden entre hombres y mujeres; no hay guerra ni revolución en mi obra porque creo que cuando las personas se enamoran, son más inocentes y están más desamparadas que cuando luchan en guerras y revoluciones.”

Eileen Chang








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