Felipe Alaiz

“El arte de escribir sin arte.”

Felipe Aláiz


“El tono de la tertulia no era bueno ni malo. Era abrumador sin ser nada. Las conversaciones giraban en torno al próximo libro que iba a publicarse o a la comedia próxima al ensayo; al cuadro recién terminado o a la recelada poesía, generalmente acongojada y nunca virulenta, que iba a deslumbrar al mundo. Nadie hablaba de cosas hechas, sino de proyectos sublimes.

Ramón Gómez de la Serna alternaba con todos; competía con todos en dimes y diretes del mundillo literario, se burlaba de cualquier expansión sentimental que se manifestara en el corro; en este sentido era implacable, aunque modales diferentes; cuando surgía un trémolo patético, por insinuante que fuera y tímido, Ramón lo podaba implacablemente, sin frases de choque pero sin vuelta de hoja; se le veía entretenido constantemente en cazar temas de gregería y desbordar a los provincianos con gracejo madrileño de cierta clase, el que con formas aparentemente afables resulta en extremo corrosivo; no perdonaba a los gallegos su saudade ni su morriña; tenía una risa seria y seriedad risueña a fuerza de plácida expresión facial hinchada, como linfática; tampoco perdonaba a los catalanes, escasos en Pombo, su acento ni su practicismo, se adelantaba al filósofo de Martorell, Pujols, quien para minimizar burla burlando el mérito de los catalanes acostumbraba a decir que no tardaría en llegar un momento histórico en el que el excursionista rondamundo o globe-trotter, al llegar a una meta de su camino lo encontraría todo pagado por el simple hecho de ser catalán.

Yo había irrumpido en Pombo con mi amigo Julio Antonio años antes, cuando el joven escultor tosía sordamente y no había manera de conseguir que cuidara su penosa bronquitis. Vivía completamente al margen de cualquier cuidado. En una excursión otoñal que hicimos por país frío, íbamos todos metidos en abrigos, incluso Pío Baroja, Julio Antonio llevaba un bastón para defenderse del aire helado y de la humedad que cala. Murió antes de los treinta años, célebre ya entre los escultores del mundo.

En Pombo no hablaba apenas Julio Antonio, yo hablaba con gallegos zarandeados, con catalanes sin padrinos, con andaluces minimizados por la timidez, con valencianos de exuberancia reprimida en Madrid, con el inolvidable Ramón Acín, que iba de vez en cuando a Madrid a hacer oposiciones y formaba conmigo el dúo aragonés de Pombo, aunque no asistíamos al aquelarre más de veinte minutos, hasta que el corro se ensanchaba y la conversación general se convertía en laberinto.

Tenía Madrid por entonces aspectos cambiantes de merecida simpatía, pero nunca simpatía arrolladora para los curiosos de calidades, sino simpatía de onda suave, más dispuesta a empapar poco a poco que a invadir tumultuosamente.

No había que buscar en Pombo lo directo y auténtico de la provincia, lo que en resumidas cuentas es y tiene que ser España, lo recóndito fértil, la modestia atareada, el buen callar y colaborar, la tozudez constructiva, el valor sin publicidad, el esfuerzo puro que no se disuelve en la unidad que perece sino que continúa por generaciones afines, el buen ánimo que sabe quebrantar el infortunio. En Pombo había un grupo de suspirantes que desentonaban en el Madrid de nuestros anhelos.

Julio Antonio tosía sin poder apenas hablar, Acín y yo nos poníamos de acuerdo con una mirada para bloquearlo uno por cada flanco y lo llevábamos en taxi a su casa metiéndolo en la cama entre un montón de mantas. Era tarde. El titán joven amado de los dioses agonizó estoicamente dos años seguidos.”

Felipe Aláiz



García Lorca, emigrante del Albaicín

Cuenta Colette, la renombrada novelista de París, que en cierta ocasión recibió la visita de la condesa de Noailles.

Poetisa ésta, novelista aquella, han sido dos emperatrices del París desocupado y rico, flores de exquisita tontería y perpetuo atolondramiento.

La poesía de Ana de Noailles tenía un preciosismo hidrópico, recargado, en perpetua exhibición, muy propio para encandilar a camareros presuntuosos y poetas de pueblo, tan  soñadores éstos de perversiones literarias.

Llegó la condesa de Noailles al jardín de Colette y ésta se apresuró a obsequiar a la visitante con un ramo.

Dejemos la palabra a Colette:

-Había yo conocido por mi misma a la naturaleza. Ana la inventaba prodigiosamente. Algunas veces, arrancándose a su dormilona, venía a mi jardín de ifuteil, favorecido en mayo y junio por el torrente floral de una glicinia, un emparrado de rosas, rododendros en forma de candelabros floridos y un matorral de plantas aromáticas. La primera vez que me visitó puse en sus manos un ramo de verdor bien oliente, cuyo perfume recordaba al de los limones verdes.

-¿Qué es esta maravilla? ¿De qué extraño país oriental de cascadas, terrazas y jardines ha llegado para usted únicamente esta hierba rara?

-Estas hojas son simplemente el vulgar toronjil o melisa, que tanto gusta a las abejas.

-¿Torongil, melisa? Al fin conozco esta planta de que tanto hablé en mis poesías.

[Melchor Almagro San Martín “Una noche con la condesa de Noailles”]

No se puede conseguir con mayor justeza la proyección de un carácter cargante, pretenciosamente fatigado de marrullería gatuna, de mimo bobo, de estilizaciones fáciles y de vida fantasmal, bordados, bordados, bordados.

La condesa de Noailles fue retratada por Ignacio Zuloaga porque Zuloaga llegó a estar de moda en París cuando retrató también desastrosamente a Mauricio Barrès, sobre fondo de Toledo, de escritor. Ya ha muerto, afortunadamente para la poesía la condesa de Noailles, pero en España la poesía de bordada tiene cierta boga ahora. Alberti hace poesía bronca y soviética con hilos consabidos, cañamazo consabido y carga consabida de preciosismo detonante. Los Machado bordan siluetas de olivos cordobeses y anchas parameras con cierta presunción de habilidad para florear mantones de manila; Juan Ramón Jiménez se extingue de puro suave en sus bordados de casulla; Marquina evoca las telas bordadas con decoración de pavo real; los eruditos amigos de Góngora como Jorge Guillén y Pedro Salinas también bordan a ratos aunque a ratos investigan con acierto.

Cada uno tiene su taller de bordado, pero el taller más anunciado es el de García Lorca, director de una barraca teatral ambulante, director in partibus con Rivas Cherif de la compañía de Margarita Xirgu, viajante de poesía regional –acaba de publicar unos poemas galaicos- y probablemente director del Teatro Nacional que proyecta Max Aub para que el teatro deje de tener independencia y acabe por ser vergonzosamente protegido por la política, como un gigoló.

Conocemos directamente la tierra andaluza. Sabemos por nuestra propia cuenta lo que es el andalucismo falso de la novela, de la poesía y del teatro. Hemos comparado con la realidad las expresiones más varias del andalucismo literario y nos han resultado estas últimas falsas por completo, llenas de perdigones loberos, de naipes y de vinazo. Los relatos y descripciones de Estébanez Calderón, con todos sus defectos y su ampulosidad folklórica, resultan hasta cierto punto más aceptables comparados con una comedia quinteriana o con una poesía de la escuela lorquiana. Andalucía es un redondel para Lorca con gitanos y civiles. Para los Quintero es un ventorrillo con su cabezalero que sabe historias hechas con mantas serranas, trabucos, cortijos y andar de romería, sin olvidar las coplas lejanas y la agudeza de ardilla para la réplica, lo que no es andaluz típico sino falsificado. García Lorca parece que se santigua para estar en gracia y que echa a escribir como quien echa a andar conducido por un fuego frío, fatuo, sin parpadear.  Su Romancero Gitano no es nada gitano. Algo de lo que dice es greguería ramoniana y otro algo andalucismo de pandereta. En La Gitanilla de Cervantes hay un eco dolorido del gitano de afición rechazado,  en realidad por aquella gentil protagonista que deshace los pobres bordados literarios.  ¡Cómo palidecen frente a la fuerza de expresión vital de la gitana! Miarka, otra gitana célebre –de Richepin ésta- es demasiado literaria para tener vida, como la de Cervantes es demasiado vital para ser literaria.

García Lorca, poeta granadino, emigrante del Albaicín hacia las nóminas y hacia las candilejas ha escrito unas Bodas de sangre que parecen ideadas por la monomanía de Juzgado de guardia que tenía Valle-Inclán, siempre a vueltas con muertos, heridos y contusos, ideadas también probablemente porque desea el autor hacer obras en contraste de forja con sus habituales bordados. Es una obra de campanadas lúgubres, de montaraz sentimiento, el dramón que nunca debería imaginar un autor conocedor del drama, encapuchado rondador por los vericuetos de la España pedante enemiga de la carcajada, medida o no, y del agua.

Doña Rosita la soltera es una elegía bordada, deshilachada, con un candor de reglamento, con una perpetua avidez de evocación que sólo evoca de veras al interpolar un vals entre dos suspiros, pero no suspirar.

El dramón de forja –hierro, fuego, tirantez pasional, asesinato- junto a la vida de una solterona que va haciéndose vieja mucho antes de penetrar la teatral ráfaga helada por el balcón. La rotundidad de pasiones vibrantes por la maternidad difícil junto a los caedizos soliloquios de doña Rosita soñadora en Ultramar y en el Vals de las Olas. No, no. Preferible a este teatro escrito para oponer tipos erguidos a tipos desmayados y puñales a cornucopias sería el teatro de las inquietudes profundas no enteramente inéditas en España en el campo social, aunque mal presentadas y peor representadas. Sería preferible un teatro sin Juzgado de guardia, sin ataúdes y sin asesinatos.

El borbotón español ya tuvo el trabuco y después el pistolón. Contra estas herramientas hay en España un contraste de paz aldeana falsa y de enfermedad aldeana falsa. Pero entre ambas expresiones hay una intemperie saludable que los dramaturgos esquivan por no acatarrarse; una flora contada en mil tonos pero desconocida, como era desconocida para la condesa de Noailles cantora de la melisa o mejor cantante de la melisa, esta maravillosa planta olvidada en las Geórgicas; una hidrografía desnaturalizada por Marquina en su atroz proceso de Juzgado de guardia La ermita, la fuente y el río; unas montañas amenazadoras, desmanteladas, roídas por las torrenteras; hambre disuelta en picardías y timidez disuelta en bravuconadas; pavor disuelto en estampidos repentinos y súbitos desde el burladero esquinero y cien mil fragatas empavesadas para viajes imposibles.

Es hora de que los poetas cedan sus pequeñas herramientas caseras a las bordadoras. A veces truena, a veces acoquina el sol y la sombra. Hace falta de vez en cuando abrir una ventana para que entre la vida sin sentirse acoquinado el poeta por la borrasca. Y hace falta que el poeta vaya al campo con un ademán campechano pero oficioso de ningún poder. Cuando dicen los periódicos que reina temporalazo es cuando reina el ozono, ese vital poder que da la descarga eléctrica al azul poco oxigenado y poco respirable. La poesía es ozono para respirar mejor o no es nada; es genio y figura o no es nada; es belleza sin muletas o bien una muleta de ex voto.

García Lorca es la pléyade a ratos inteligente pero siempre decadente. Una inteligencia empobrecida sin gastarla y achicada sin emplearla más que en tenues resplandores de quinqué; malograda sin prueba y sin entronque con valores permanentes, todo lo coloreado que se quiera pero que el color no sea de rosa mística. Y en lo que se refiere al teatro poético, podemos confesar que en España y fuera lo mejor son los entreactos.

Poco nos costaría decir así de repente que en España no hay tradición poética. Tal vez nos costara más probarlo que decirlo. ¿Cuándo nos cansaremos de leer versos? Buscando la frase sin penacho, la palabra llana o esdrújula pero elaborada siempre con humor o con otro propósito, invariablemente evadida de la cédula personal y de la plantilla, leemos a ratos anónimas y sabrosas novedades, y cuando nos adentramos por un soneto nos disgusta de pronto la agazapada y madrigalesca morbidez. No sabemos lo que es tradición. ¿Residirá ésta en una especie de reactivo puritano protocolario enemigo del realismo de los atroces castizos de España, con sus regüeldos y sus cenas acebolladas? Tampoco. Lo que se llaman buenas formas cayó en un ademán ginebrino o cuáquero completamente aburrido, como un calvinista en domingo, un católico en cuaresma, una anglicano en una verbena y un actor cómico en un pésame.

¿Qué tradición tendrá la poesía española? ¿Su variante popular? En el fondo, sí; y no por idolatría hacia lo popular, que también vemos saturado de graves defectos, sino porque lo popular no deformado carece de vehemencia centrípeta. Al revés de los poetas que tienden a concentrarse en la Puerta del Sol, la poética brevedad popular huye del centro, es centrífuga por esencia y por afición. Las canciones vuelan sin tregua desde el fondo del Romancero de labio en labio por los romances y por los valles, pero nunca querrán acumularse en rimeros como el papel sellado.

García Lorca huye del Darro que según la leyenda tiene oro. ¿Qué importa que no sea verdad si el Darro vale más que el oro? Y más que el asfalto de la Puerta del Sol. Y más que los adoquines.

Felipe Aláiz


“García Lorca parece que se santigua para estar en gracia y que echa a escribir como quien echa a andar conducido por un fuego frío, fatuo, sin parpadear. Bécquer escribió las mejores rimas de las que era capaz. Jacinto Benavente se dedicó a unos melodramas mauristas que aburrieron al propio Maura. El motivo de todas las obras de Valle Inclán es el coito.”

Felipe Aláiz


“Nadie será capaz de obtener más libertad que la que cada cual traiga; es decir, la que cada cual sea capaz de obtener y usar. Escribir con sentimiento y concepto claro de libertad y claridad no cabe en ninguna fórmula, en ningún epítome ni preceptiva.”

Felipe Alaiz



"Ni los vegetarianos con sus acelgas ni los frailes con su elixir de larga vida, ni los rentistas con los disolventes de sangre espesa, ni los banqueros millonarios consiguen vivir un siglo en un tercio de siglo."

Felipe Alaiz de Pablo
Refiriéndosde a Francisco Ascaso


"¡Qué bien arde el barroco!"


Felipe Aláiz







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