Javier Chiabrando

"Dos veces rompo la punta de mi lápiz mientras escribo las pocas palabras que necesito para presentarme. Soy hijo único, no conocí a mis abuelos maternos, y casi no tuve contacto con los paternos. Tengo una tía, Amparo, de la que no sé nada desde hace más de diez años. Mi madre es incapaz de repetir su nombre y niega que tuviera un hijo. Sólo vaga por la casa, come galletitas dulces y grita cosas incomprensibles, entre ellas mi nombre. Mi padre asesora a una empresa de seguridad desde que salió de la cárcel. El resto del tiempo lee libros de historia sobre la segunda guerra mundial. En cuanto a su salud: está sano, lúcido, fuerte, tal vez se preocupa por mí, sin duda me odia, lamenta no haber tenido nietos y, contra toda lógica, planifica un futuro donde él vuelve a ser respetado y a ser llamado señor.
Yo, en cambio, no espero ya nada. Miro por la ventana del departamento que alquilo en París. Miro sin buscar nada especial. Sólo miro. Miro hasta ver que mi mirada choca con la pared de los frisos bonitos de la Porte St-Denis. Miro sin pensar en el futuro porque, a pesar de que aún no cumplí los cincuenta, ya estoy muerto. Todo (¿todo qué?, ¿el comienzo de mi muerte?, ¿el largo viaje que me trajo a París?) se remite tarde o temprano al verano de 1967, cuando Virginia y yo recorríamos el bosque que estaba dentro del campo de su padre, que se extendía interminable paralelo a la laguna, y donde vimos, conocimos, hablamos, seducimos, nos burlamos, asesinamos, escupimos sobre su cadáver, y enterramos al coronel Salvador Lugones."

Javier Chiabrando
Todavía no cumplí cincuenta y ya estoy muerto



"La memoria olvida lo que se le da la gana, lo que no permite ser feliz."

Javier Chiabrando


"Qué calor hace en este taxi, le dije después. ¿No tiene usted calor? Por la ventanilla derecha se veía la cancha de River y por la izquierda una pizzería, después una casa, después otra pizzería, autos y motos. El taxista dobló por Boyacá (¿Boyacá?) en contramano, hizo cincuenta metros y estacionó debajo de la copa de un hermoso árbol sin frutos, entre un camión y un volquete. Yo busqué con la vista un cartel que corroborara que estábamos efectivamente en la calle Boyacá y no lo encontré. Él se dio vuelta. Tenía más o menos mi edad y se estaba quedando pelado además de ser feo. Apagó el motor para que oyéramos mejor lo que decíamos y puso la radio más fuerte para que las conclusiones surgidas de nuestro intercambio de sabiduría no llegaran a los oídos de los vecinos. Dijo algo en relación a mis encantos y yo le contesté que sabía cuándo moverme y cuándo no.
—Las mujeres tenemos ese don, esa cualidad innata, entre otras: enhebrar agujas microscópicas, acomodar las ollas para ahorrar espacio.
Se rió y de un salto se sentó a mi lado. Yo me reí, pero de sus zapatos de dos colores. Quiso besarme. Aparté la cara y sus labios me rozaron el cuello. En la radio anunciaron una canción que me gusta mucho. ¿Cuánto dura una canción? ¿Tres minutos? ¿Una hora? Todo ese tiempo estuvo mojándome el cuello. Se divertía como si hubiera descubierto un atajo para volverse bello. Pero no. Seguía teniendo los dientes feos, las manos pequeñas y redondas de arlequín de Picasso y el pelo no le había crecido.
Además olía mal. No, le dije, yo no tengo la culpa. Él puso las manos regordetas en mis piernas, en mis pechos, en mi cara. Pero yo no tengo la culpa, insistí. Claro que no, mi amor, me dijo confianzudo. La canción linda había terminado hacía dos canciones atrás y la música que pasaban no me gustaba. Nunca me gustó el tango.
—No me gusta el tango —le grité.
Ni siquiera dejó de tocarme para cambiar de música. Era un caso curioso. No quería dejar de ser nómada ni de ser sedentario. Se conformaba con tocarme un poco. No sabía el peligro que corría ni era consciente de su fealdad. Quizá era un típico sedentario. No quería cambiar. No quería otra música. No quería improvisar con sus manos. No pretendía un mejor cutis. Logré apartarlo un poco. Dios mío, estaba más feo que nunca. Su madre daría vuelta la cara al verlo. No me gusta dar consejos, le dije. Él esperó mis palabras como si provinieran de la boca de un profeta. (Qué burro, nunca hubo mujeres profetas).
—Tenés que nomadizarte. Moverte —traduje sabiendo que no me iba a entender.
Como respuesta me metió una mano por abajo (volvió otra vez la moda de la minifalda, ¿vieron, chicas?) y me tocó ahí antes de tironearme la bombacha. No me desagradó pero hacía demasiado calor. Abrí la puerta para bajarme y él la cerró. Si no querés cambiar, jodete, le dije. Me pegó una cachetada con la mano abierta. Después de todo, sus manos podían innovar. Le sirvieron primero para acariciarme y luego para golpearme, para cerrar la puerta, para defenderse de mis golpes y para tirarme del pelo cuando atrapé con mi boca una de sus mejillas, después el labio y por último el cuello y lo mordí hasta que el taxi completo se llenó de olor a sangre."

Javier Chiabrando
Carla está convencida de que Dios leyó Ana Karénina









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