Alfonso Cuesta

La medalla

OCTUBRE. Las aceras vecinas al caserón de la Escuela de los Hermanos Cristianos se desbordan de niños sonrosados. Tres meses de vivir a todo sol, remendando el cielo con cometas, los han cambiado: vuelven morenos, ágiles, con tres dedos más de cuerpo y, cosa rara... con avidez de letras. Sin embargo, al llegar a la esquina de la Escuela, acortan el paso, indecisos.

A las puertas del Instituto, grupos de padres de familia esperan el turno para presentar sus hijos al Hermano Director. Uno de ellos ya no puede con su niño primerizo, como de siete años, que patalea y chilla, debatiéndose entre sus brazos. Cada hermano que pasa le asusta como un oso... y grita más. A su lado otro niño siente los mismos miedos, pero no puede demostrarlos escandalosamente; para él no habria consuelos sino golpes: es el sirviente, indiecito arrancado de su choza en vacaciones. No grita, mas un hilo de lágrimas resbala en sus mejillas, y cuando ve un Hermano, involuntariamente aferra su manecita al vestido del patrón. Este ni lo mira, sólo se ocupa en consolar a su hijo:

–Los Hermanitos son más buenos que las monjas... Tendrás medallas de oro. Serás el monitor... ¡Pero calla!..

Te he de hacer faltar cuando quieras... ¡Dan caramelos, estampas!... Calla, calla.

Y hacía voz de madre. Al fin les llegó el turno.

Un hermano rubio salió a recibirlos: Arrastrados más que andando, entraron los dos chicos a la sala.

Cuando tras ellos se cerraron las puertas, hasta el indiecito dio gritos; pero, pronto se calmaron ambos al ver que nada les sucedía, y contemplaban, asombrados, al oso convertido en un curita bueno que los acarició riendo y les dio un caramelo y una estampa.

Luego, ante una gran mesa cubierta de libros manuscritos, el padre y el Director departieron.

–Le traigo mi primogénito –dijo el hombre– Quizá se aplique. Es el mejor... ¡vivísimo! Si hace travesuras, me avisa...

– Muy bien. Y, dirigiéndose al niño, el Superior preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

–Yo... Juan –dijo el chico, haciéndose alfeñique.

–Que seas como él. Y quitándose el solideo, el Hermano indicó en un óleo a San Juan Bautista de La Salle, cuyo rabá semejaba limpia hoja de cuaderno.

– ¿Y este otro? –continuó el Director, aludiendo al cholito.

–¡Ah! –contestó el hombre– Es un indio que he traído de la hacienda para que acompañe al chico. Quizá aprenda siquiera a escribir su nombre... ¡Muy brutos son! Pero... ¡Dele!: la letra con sangre entra!

–No, no. Aquí todos son lo mismo: niños.

Y el maestro puso su mano sobre la desnuda cabeza del niño.

–¿Cómo te llamas? –Manuel.

–¿Qué más?

– Cuzco - completó el patrón.

–Manuel Cuzco. Y el Hermano anotó los nombres en el libro. Después llamó a un alumno crecido y lo envió con ambos niños hacia dentro.

Era hora de recreo y el enorme patio hervía, mesa de todos los juegos infantiles. Pronto acudieron chicos que en la ciudad eran vecinos del novato, y lo mezclaron en sus juegos.
El indiecito quedó solo. Aturdido en esa algarabía tan extraña a él, comenzó a buscar un sitio retirado; pero, antes de encontrarlo, cayó en manos de muchachos fisgones, que empezaron a silbarle y darle de golpes.

–¡Cocolo! (1) ¡Cocolo! ¡Cholo Cocolo! Acurrucada, la víctima cubría con sus brazos la desnudez de calabaza en su cráneo.

De pronto, los agresores contuviéronse. Había sonado la hora de clase. La multitud se formó en largas hileras y desapareció en las aulas.

Cuando aquel día salieron los dos niños, ya el patrón de Manuel Cuzco los esperaba en la esquina.

–¡Ya ves! –le dijo a su mimado cuando los vio venir, extendiéndole los brazos - ¿No te lo dije?... ¿Y qué has hecho?

– Nada,... repasamos las minúsculas.

–¡Muy bien! Ya vendrán esas medallas...

Y echó a andar con la mano sobre el chico, mientras decía a su sirviente:

–¡Síguenos! Cuidado con perderte...

Habría, Manuel, querido quedarse, pero ¿cómo decirlo? y resignado, siguió tras ellos.

Ya en la casa, lo obligaron a quitarse el saco nuevo y le dieron la tarea de pelar montes, pues, en vacaciones, el patio se había soñado campo y alargaba hacia el sol manzanillas y otras plantas, en apretado ramo.

El chico aceptó el trabajo gustosísimo: estaba en su elemento. Antes de empezarlo, fue con avidez hacia un ponchito rojo, del que lo despojaron junto con sus largos cabellos de azabache, cuando vino. El poncho –choza plegable– cobijó sus hombros, cariñosamente. Después, Manuel cubrió su cabeza cruelmente afeitada, con el sombrero suyo, cucurucho de lana bruta, sin hilarse, flor de rebaño con que se abrigan los indios de la puna, y así vestido, se dio a la tarea con ardor, como cuando pelaba allá, en su chacra, la hierba de los cuyes.

De repente, la voz agria de la patrona, cholejona enriquecida y cruel, hirió los tímpanos del Cuzco:

–¡Miren el longo de poncho, en plena casa decente! ¡Sáquese! ¡Ya te enseñaré a vivir entre cristianos! ¡Venga acá!

El cholito se acercó temblando.

De uno como zarpazo, la patrona le despojó de las dos prendas agrestes.

–¡Ahora vas a ver lo que hago!

Y tomando poncho y sombrero por las puntas, con asco, llevó a empellones al niño hacia el traspatio de la casa.

En ese sitio ardía una hoguera, devorando desperdicios.

Al verla, Manuel comprendió todo y se echó a llorar. La mujer lanzó las prendas al fuego. El poncho cubrió las llamas, que se salieron hambrientas, por sus flancos. Levantáronse, como para contemplar su presa. Cabrillearon un instante. Tuvieron pena... y se apagaron.
Sobre el ponchito, casi intacto, rodaron los ojos del niño, triunfantes; mas, la cruel mujer, sacó a lucir una caja de fósforos, y se la entregó.

–¡Me mostrarás en cenizas poncho y sombrero ¡He de ver!

El indiecito vacilaba.

– ¿Entiendes? ¡Quema! Y zarandeó al niño.

Éste obedeció al fin, y pronto una gran llama, como fiera que él mismo provocara, devoró aquellos últimos recuerdos de su choza.

Lloraba el cholito cantando, mientras crecía el fuego. Su taita le había comprado aquel ponchito vendiendo el borrego murungu, y quemando carbón en los cerros. Su madre había muerto cuando él vino... “¡Mama ca viviera!...

–¡Miren al Jeremías! ¡Ahora sí, a sacar los montes! Y la patrona empujó al cholito, hasta el primer patio.

–Ha de quedar rapado como tu cabeza, y si no... ¡Hoy vas a conocerme!

Humildemente, el sirviente se puso al trabajo, tragándose las lágrimas, con frío y sin esperanza en el saco, porque era nuevo, y no podía usarlo sino al ir a clase.

La Escuela, como era, llegó a ser para Manuel algo como un castillo encantado a donde entraba saliendo del infierno. Esperaba con ansia las horas de enseñanza y temblaba cuando a su compañero, el patroncito mimado y caprichoso, se le ocurría darse asueto, porque entonces, también él faltaba, pues que sólo le enviaban para que cuide al niño.

Estudiaba con pasión. Las noches, en un rincón de la cocina, aprovechando de la bujía a cuya lumbre una sirvienta tejía sombreros de paja toquilla, Manuel se engolfaba en un viejo silabario. En cambio, su patrón, cada día añoraba con más pena los cielos de la hacienda, reducidos, por culpa de octubre, a abecedarios... Las consecuencias no tardaron. Un día, al salir de la Escuela, hermosa medalla brillaba sobre el corazón de Cuzco, mientras, a su lado, el patroncito, muy vacío,... refunfuñaba roído por la envidia. Al llegar a la casa, el indiecito no cabía en sí de gusto. Subió él primero la escalera, como nunca, a saltos.. ¡Quería que lo viesen, que lo admirasen! Y oprimía la medalla contra el pecho, como con miedo de que volara ¡Era tan bella! Dorada, prendida a un lazo azul, azul de mar.

Al verlo, la patrona no pudo ahogar una exclamación de sorpresa.

–¡Qué milagro? ¿Y el amito?

–Abajo está, amita...

La mujer, convencida de que su hijo traería mejor premio, llegose, emocionada, a la ventana.

En el patio estaba el chico, cabizbajo.

–Sube, hijito, sube –dijo luego la madre– ¡No importa! Así son estos frailes ¡Injustos, atrevidos!

Y en seguida, dirigiéndose a Manuel:

– ¡Longo medalludo! ¡Ve el que saca medalla! Quién sabe si no la has robado ... ¡A barrer!.

El criado obedeció.

–¡Sin leva! ¡Sin leva! –añadió, deteniéndole. Y señalando la medalla:

– ¡Deja esa cosa! Buena albarda te han puesto ... Pero, ya voy a ver la casa sin una basurita ¡Esto no es robar medallas!....

Todo aquel día, el galardón del niño fue objeto de sangrientas burlas. Odio irresistible brotó en el alma de aquella gente baja, al ver que un cholo subía sobre el hijo de sus entrañas.

En otra vez que lo vieron llegar condecorado, ya no sólo se burlaron de él, sino que le dieron látigo; pues el patroncito, envalentonado con los prejuicios y sinrazones de la madre, decía: Yo lo he visto. El cholo le compró la medalla a un amigo con plata sacada del chaleco de papá.

La mentira manifiesta era un pretexto para castigar al infeliz, pretextos que ocurrían a diario, como el de que era ocioso y sucio, el de que lloraba el niño confiado a su cuidado, en fin... Un día le quemaron los dedos: como no tenía pizarra, el cholito había pintado letras de carbón en la cocina.

En otra ocasión le rompieron la cabeza. Una mañana en que el padre de la casa se dirigió al guardarropa para calarse traje negro, pues iba a funerales. Al tomar el vestido, lanzó una exclamación de furia: ni un solo botón había en todo el terno. Cogió la prenda arruinada y fue en busca de los chicos. A la puerta, tropezó con su hijo, quien, en ese preciso instante, jugaba con los botones.

–¿Quién ha hecho esto? –preguntó, indicando las desgarraduras del chaqué. El muchacho, con los botones en la mano, no tuvo qué decir, y rompió en llanto.

Ese momento, pasaba Manuel, conduciendo un gran cubo de orines. El hombre fue hacia él, siniestro.

– ¡Mira!... ¡Tú lo has hecho!

– ¡ Yo no, amito!

–¡Indio! es que, por jugar contigo, el niñito ha arrancado los botones!
Y descargó golpe salvaje.

Temblando el indiecito se incorporó apenas, y al ver que el patrón no continuaba, humildemente, volvió a levantar el balde enorme, y se alejó tambaleante, sin chistar, con el mudo llanto de su raza, mientras una lengua de sangre –germen de madre que todos llevamos en las venas– lamia su cuello y sus débiles hombros, desquiciados por el peso del cubo.

Poco a poco, Manuel se iba consumiendo. Sus ojos, antes vivos, se tornaron amarillos, y pronto, ataques espantosos lo llevaban rodando, hasta el borde de la tumba. Y estudiaba como nunca. Todas las noches, al fondo de la cocina, surgiendo de entre tiestos y basuras, aparecía en las manos del cholito un ladrillo poblado de mayúsculas hermosas. Pero, ya no llegaba con medalla, nunca.

Los patrones, molestados por los ataques que se repetían con demasiada frecuencia, acudieron a un médico: –¿No ha sufrido algún golpe en la cabeza? –preguntó el doctor al mirar en la nuca del enfermo una lacra lívida.

–¡Ah! sí –contestó el patrón, algo turbado– Sí ... muchos!.... Es demasiado inquieto... Se sube a los árboles... El otro día, por alcanzar una pelota, descendió del techo... Ahí está la lacra, ¿la ve? ¿Será por la caída?...

–...Y quién sabe por qué otras causas más... Tenga mucho cuidado. Si viene otro acceso no respondo.

Las recetas dejadas por el médico quedaron olvidadas, y poco después, los verdugos no pensaban en que la vida del pequeño estaba en un hilo.

Seguían tan crueles como antes.

Una mañana, llegando de la Escuela, Manuel entró tranquilo en la casa: no había hecho nada que pudiera motivar un castigo; además, no le dolía la cabeza. Ni siquiera llegaba con medalla...

Y se puso al trabajo, el barrido de la casa, casi como un niño, ligeramente alegre.

Barría, cuando la horrible voz surgió muy cerca de él:

–¡Ve el indio, si entiende! Pero, si es indio pues, indio! ¿No te he dicho que te has de sacar la leva en cuanto llegues? ¡Sáquese!

Manuel palideció.

–¡Sácate el saco! ¿No entiendes?

El muchacho lloraba, sin obedecer. La ira encendió a aquella arpía que fue con las uñas crispadas hacia su víctima.

–¡Mitayo, algo has hecho!... ¡Ya habrás roto la camisa! ¡Sácate te digo!

E iba ya a arañarlo, cuando el indiecito, presa de convulsiones, cayó entre las piedras.
Pronto acudieron todos los patrones.

Lo sujetaron. Quedó inmóvil, los labios remordidos; los ojos vidriados, con un hilo de lágrimas, abiertos, fijos en los patrones...

Estos, ligeramente conmovidos, por ver si respiraba, desabrocharon el saco del cholito, que quedó con su pecho descubierto.

La vergüenza azotó las caras de los verdugos:

Una brillante medalla péndula en la cinta patria, estaba ahí escondida, cubriendo el corazón de Manuel Cuzco.

Cuenca, 1931

Alfonso Cuesta y Cuesta




"Un día amanecí con sed de pintar. Sentía que iba a producir mi mejor obra, pero no encontraba argumento. Las ideas se atropellaban en mi cerebro. Rasgué en vano varios lienzos, hundí con avidez mis manos en el óleo!
Es que tú no sabes del óleo ¡Eso de extenderle sobre el lienzo, darle expresión; volverle nube, ola, mujer desnuda...!
¡Oh las formas desnudas de los lienzos!
Nada pude hacer. Las ideas se enredaron en mi cerebro; el pincel, mi miembro predilecto, enmudeció.
En vano me arrastré, rasgué más lienzos, revolví el óleo: nada...
¡Oh la impotencia del pincel!
Y sin embargo, el argumento llegaría; sentía que iba a caer en mi cerebro como una manzana...
Salí de mi casa. El invierno comenzaba.
Ponía alas fugitivas en el cielo; blancuras en los jardines, en las avenidas; pieles polares sobre los hombros que, en primavera, tentaron como uvas; guantes sobre las manos pálidas.
No sé cuánto tiempo había andado sin darme cuenta, cuando ella,... Te explicaré primero: Yo pasaba cerca de una estación y ese momento llegaban los trenes.
Me detuve.
Las locomotoras jadeaban. Una muchedumbre se agitaba junto a los vagones. La nieve caía y los viajeros bajaban cubiertos de pieles.
De repente, una silueta toda blanca apareció a la puerta de un vagón: Era una mujer, ¡tan distinta a las demás!, rara única, tu!...
Repetía Jorge estas palabras templando al cuadro una mirada tan intensa, que creí ver algo vivo, como una cuerda musical, entre sus pupilas y las de la mujer—nieve; pero una cuerda resistente, donde podía saltar una bandada de mirlos blancos... Tú! Tú! Tú! como recuerdo, como ruego, como busca."

Alfonso Cuesta
La llegada de todos los trenes del mundo








No hay comentarios: