Ángel María Dacarrete

A ti

Triste, en la noche solitaria y fria
Entre sueños te llamo;
Triste, al brillar el trabajoso dia
Le digo que te amo!

Tu seno implora mi abrasada frente
Que abaten los enojos;
Por tí preguntan con afan doliente
A cuanto ven mis ojos!

Ángel María Dacarrete


Alcalá de Guadaira

I

El sol no lanza sus rayos
que cenicienta lo cubre
espesa niebla, que el viento
hace en bellones se agrupe.
Rozando en la seca arena
las veloces ruedas crujen
y la campiña y los bosques
de mi vista ansiosa huyen.
Tal vez las blancas paredes
de una casa se descubren
que en la arboleda internada
los ramajes la confunden.
De la tosca chimenea
el humo hasta el cielo sube,
que al remontarse en la atmósfera
del aura el soplo desune.
¡Aventurado recinto!
¡Cuán feliz el que se oculte
en él, evitando el mundo
que la existencia consume!
Allí no verá temblando
quedar el crimen impune,
ni la inocencia ultrajada
llorar su perdido lustre.
Allí no verá al mendigo
que sucios harapos cubren,
pedir pan en su miseria
sin encontrar quien le escuche.
Allí verá cuando el sol
va derramando sus luces,
de su Dios la omnipotencia
que doquiera se descubre.
Horas de dicha le esperan,
sin que jamás la perturben
desengaños ni ilusiones
que el corazón de hiel nutren.
Verá las flores abrirse
que aroma grato difunden,
mientras los tallos movidos
por los céfiros ondulen.
Y cuando canoras aves
se remontan a las nubes
esparciendo suaves trinos
por los espacios azules,
él su canto alzará a Dios,
escuchando sólo, dulce,
el balido de la oveja
que a sus cantares se une.
Mas en la alzada colina
la antigua Alcalá descubre
los macizos murallones
de su castillo; al empuje
de los destructores siglos
resistieron, y aún hoy lucen
sus torres de árabe almena
que asombro al ánimo infunden.
Del cerro en la verde cresta
altivo se ostenta, y ruje
el viento en el hueco espacio
de sus aposentos fúnebres.
Sólo en la cima del monte
a sus pies sonoros bullen
los cristales del Guadaira
que mil molinos circuyen,
sembrados en la pendiente,
pintándose en las azules
aguas del río, que sereno
surcado de rosas fluye.

II

El castillo. Al mirar sus torreones
por la mano del tiempo ennegrecidos,
al contemplar sus gruesos murallones
a trechos en el polvo confundidos:
Sus anchos patios al mirar desiertos
por do cruza algún ave solitaria,
al ver sus calabozos descubiertos
pavorosos cual losa funeraria.
Allí labrados en la tierra obscura
donde acaso el cristiano entre cadenas
las horas arrastró de su clausura,
¡horas de luto y de esperanza llenas!
Al ver sus escaleras carcomidas
que agora huella mi profana planta,
sus bóvedas, do se oyen repetidas
las dulces notas del pastor que canta:
Desnudo contemplar del centinela
el cubo defensor de la muralla
de do acechaba en cautelosa vela
al valiente enemigo en la batalla:
Los arabescos al mirar gentiles
con el húmedo musgo entrelazados
por la baba tal vez de los reptiles
sus brillantes colores empañados.
Y el torreón aislado, do la mora
saludó con su canto la mañana,
su cabeza asomando encantadora
por el hueco alfeizar de la ventana:
Verlo roto, de cuervos la manida
que hallan su nido entre la tosca piedra
por la mano del tiempo revestida
con verdes ramos de rastrera yedra.
Extraña conmoción el alma siente
tanto estrago al mirar, tanta ruina,
tanto recuerdo del poder luciente
que a otro tiempo de gloria me avecina.
Ver me figuro acaso de la luna
a la lumbre fantástica y serena
en su alquicel envuelto a la moruna
al soldado apoyándose en la almena.
Brilla su lanza por la luz herida
y se agita con trémulos reflejos,
cuando observa con faz descolorida
los cristianos que avanzan a lo lejos.
Los bravos adalides castellanos
cabalgando sus potros andaluces,
el duro hierro en las nervudas manos,
ciñendo el pecho las triunfantes cruces;
Latiendo sus guerreros corazones
bajo la malla que su seno abruma,
sujetan el furor de sus bridones
que mojan el pretal de blanca espuma.
Grita el soldado con cobarde anhelo
¡al arma! retumbando en el castillo
su grito aterrador, y caen al suelo,
las pesadas cadenas del rastrillo;
Paso presta a los árabes guerreros
que llenos de coraje y valentía
pueblan con gritos de venganza fieros
las mudas sombras de la noche fría.
De la yegua el ijar hiere la espuela
y el jinete observando al enemigo,
hacia la muerte o la victoria vuela
invocando al Profeta por testigo.
Y se encuentran. Los ecos de la sierra
repiten el clamer de la batalla...
tal vez en medio de estruendosa guerra
todo en silencio pavoroso calla:
Sólo se escucha el golpe repetido
del acero que embota la armadura;
o el acento de muerte dolorido
del que encuentra entre flores sepultura.
El caballo cadáveres hollando,
fuego arrojando su nariz relincha,
bufa herido y feroz carbeteando
salta en pedazos la apretada cincha:
Y el mísero jinete derribado,
moribundo, recuerda tristemente
a la madre, a la esposa, al adorado
hijo, que deja en orfandad doliente!
Quizás elevan su oración al cielo
mientras la muerte arrebatarle mira,
pero muere feliz, tendrán consuelo
¡que por su Dios y por su patria expira!...
Sigue el combate destructor en tanto,
mas al brillar el sol, nuncio de gloria,
huye el moro vencido con espanto,
coronando al cristiano la victoria.

III

¡Ah! Pronto la fantasía
cae de su vuelo perdido,
y sólo ve
del tiempo la furia impía,
tristes restos que atrevido
huella el pie.
Esqueleto gigantesco
de pujante fortaleza
que cayó,
¿por qué al mirarte enloquezco
recordando tu grandeza
que pasó?
¿Por qué mis ilusos ojos
piensan con locas ficciones
ir hallando
en tus míseros despojos
hermosuras, campeones
batallando?
¡Si miran después ruinas
silenciosas e imponente
soledad,
si sus creaciones divinas
destruye la indiferente
realidad!
¡Ah! También quizás un día
las edades venideras
podrán ver
convertirse en nada fría
las moradas altaneras
del poder.
¡Alcázares relumbrantes
en el polvo sepultados
se verán!
Huye lejos de mi vista
recinto de la amargura
y desconsuelo;
que tu aspecto me contrista
y quiero entre la espesura
hallar consuelo.
Aquí donde clara fuente
por los chopos resguardada
del calor,
va regando dulcemente
con música regalada
a la flor.
Aquí donde se respira
de los nardos el aroma
y del clavel,
do la tórtola suspira
y por las ramas se asoma
del laurel.
Donde el jazmín y la rosa
crecen al par del tomillo
y del cantueso;
donde la adelfa olorosa
encorva el junco amarillo
con su peso.
¡Cuán grata melancolía
pacífica inunda el alma
recordando
las horas en que veía
ir su vida en pura calma
deslizando.
Horas en que el casto beso
de una madre consolaba
su aflicción,
o las que en amante exceso
en el mundo hallar pensaba
un corazón.

IV

¡Riberas del Guadaira, sombrosas alamedas
de fresnos y de sauces que el agua circundáis,
que de las blandas auras que os acarician ledas
las alas bullidoras graciosas perfumáis!
Dejadme que penetre bajo el obscuro techo
que vuestros ramos forman en caprichosa unión,
y no extrañéis que acaso solloce el triste pecho,
que al ver vuestra hermosura se oprime el corazón.
Yo miro en vuestras calles obscuras y sombrías
recinto sacrosanto de espiritual amor,
donde pasar dos almas los azarosos días
en éxtasis amante ajenos al dolor.
Por eso cuando os miro, el alma comprimida
suspira, y aun anhela en su aflicción llorar;
mas ¡ay! que del fastidio la ráfaga encendida
la fuente de su lloro se complació en secar.
Y sólo halla descanso, si acaso delirante,
ensueños va forjando de celestial placer,
si como leve sombra recuerda tierna amante
la imagen seductora de celestial mujer.
Mas ¡ah! ¿Por qué estos sueños mi loca fantasía
se forja delirante y tras el alma va,
si luego ha de matarle la realidad sombría
y tierra en su camino tan sólo habrá de hallar?
¡Dejadme devaneos! ¡Que el alma fatigada
por descansar suspira; dejadla, por piedad!
Que harto mi existencia vejeta ya gastada
por hechiceros sueños que ahuyenta la verdad.
Recuerdos gloriosos de hazañas belicosas
que enardecéis aun hora mi mente juvenil,
imágenes falaces de dichas amorosas
que sin gozar un punto desvanecidas vi.
¡Dejadme y para siempre! Cual ignorada yerba
que solitaria crece en inferaz peñón,
así mi vida pase sin demostrar la acerba
angustia que me roba la paz del corazón.

Ángel María Dacarrete


En Siberia

Solo contigo, y con tu Madre Santa,
Señor y Jesús mio,
Muevo al acaso la insegura planta
Por el páramo frio.

Cárcel mortal entre nevados cerros
Me dieron los tiranos
Porque osé quebrantar los viles hierros
Que arrastran mis hermanos.

A Tí, postrada la rodilla en tierra,
Se alzó mi alma contrita,
Y el grito di de Libertad y Guerra
Que espanta al Moscovita.

Mas cayeron sus bárbaras legiones
Sobre mi patria hermosa,
Como tropel de tigres y leones
A quien el hambre acosa.

Ángel María Dacarrete



La flor seca

Adorno de la túnica del prado
Fueron ayer tus azuladas hojas,
Te mecieron los besos de las auras,
Lloró en tu cáliz de placer la aurora!

Rayo fecundo de la luz del cielo
Acarició tu púdica corola
Y, al süave calor extremecida,
Bañó tu seno generoso aroma.

¡Hoy en lijera tumba sepultadas
Yacen secas y pálidas tus hojas!
¿Por qué del tallo te arrancó una mano
Cruel contigo, para mí piadosa?

¡Cruel! ¡Ah, no! Si me guardó en su seno,
Si mi olor aspiró su dulce boca,
Si ella misma formó mi sepultura,
¿Qué flor ha sido como yo dichosa?

Ángel María Dacarrete



"Leocadia. ¡Qué bien voy á estar! ¡Cuál será el regalo de boda! ¡Allá lo veremos! (Mirándose al espejo). ¡Jesús! No me ha sacado bien Honorina esta falda. ¡Le dije que quería ir más hueca! Es verdad que papá le dice que no me ponga muy hueca, porque no cabemos las dos en el coche. ¡Qué deseos tengo de casarme con Genaro para poder ir siempre solita, solita en mi carretela, cogiéndola toda con el miriñaque! (Suena la música.)¡Ay que ha empezado la schotise!... ¡Qué tonta, pues no iba al salón sin acordarme que no puedo bailar! ¡Qué lástima! Narciso tendrá otra pareja, y cuando den aquella vuelta... trá, lá, lá, trá... (Da un par de vueltas tarareando al compás de la música. Entra Genaro.)
Genaro. Leocadia...
Leocadia. ¡Ay qué vergüenza! (Cubriéndose el rostro con las manos.)
Genaro. ¿Por qué es ese rubor?
Leocadia. Por nada... pero usted está pálido, demudado...
Genaro. ¿Yo?
Leocadia. ¡¿Le han dado á usted alguna mala noticia?
Genaro. Al contrario, Leocadia. He recibido á tiempo un desengaño: ha nacido en mi alma una esperanza. ¿Puedo apetecer más?
Leocadia. No sé...
Genaro. Perdone usted, pobre niña, si más de una vez no he comprendido el candor que ahora revela, y pueden haberle lastimado mis palabras. Hay ciertos hombres, Leocadia, a quienes el mundo ciñe demasiado pronto la corona del sufrimiento. Esos hombres no saben por su desgracia apreciar los sentimientos puros y sencillos, porque una dolorosa experiencia les turba la razón; porque nubla sus ojos la sangre que mana de su frente herida.
Leocadia (No entiendo lo que dice.)
Genaro. Por eso he desconocido largo tiempo lo que vale un alma inocente; por eso he rendido un culto ciego, nacido de la fantasía á lo que debiera inspirarme temor y lástima; por eso prefería un corazón prematuramente amaestrado en las artes del mundo, a un corazón ingenuo que paga francamente el debido tributo á la edad y al sexo! Perdóneme usted, Leocadia, ya ha penetrado la luz en mi inteligencia; ya reconozco que la esposa no es, no debe ser la amante que imaginamos. Perdóneme usted."

Ángel María Dacarrete
Poderoso caballero es don dinero









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