Antonio Costa Gómez

"Era una angustia extraña, sutil. A veces casi lo paralizaba y no le dejaba trabajar. Se había fijado en los mercaderes, en las prostitutas de la plaza, y le parecía que ya sabía apresar sus rostros. Pero luego fracasaba, los rostros le parecían frustrantes y no comprendía nada. Se ponía adusto y no podía hablar. Al anochecer se iba a pasear solo por las calles o salía por los alrededores del monte Pedroso. Miraba la ciudad amurallada y le parecía un amontonamiento confuso.
La mujer que su padre le había buscado le había dado dos hijos, Miranda y Gustavo. Ella era nerviosa y fugaz y el muchacho tozudo y lento. Habían tomado algunos rasgos de él, unas risas inoportunas, unas rebeldías inesperadas. Su mujer, Carolina, daba vueltas con lentitud por las salas y dirigía los zurcidos de la ropa con gesto indolente. A veces le protestaba en el lecho, o le otorgaba placeres que no esperaba de ella.
Se levantaba de noche y se quedaba mirando la ciudad desde la azotea. Había una punzada de desazón en su estómago que se deshacía como los granos de una granada. Miraba con estupor los tejados y se fijaba en las oropéndolas borrachas que saltaban de teja en teja. Llegaba una brisa dulce a su cara pero apenas sabía disfrutarla.
Había momentos en que no sabía nada. Iba a meterse en su lecho, al lado de su esposa flexible y lenta, y se quedaba mirando las calzas oscuras. «Qué os ocurre», preguntaba la mujer. «Nada, nada», respondía él. Es lo que suele decirse cuando no saben comunicarse las cosas. Y además, qué iba a decirle a ella. Por lo demás, las palabras se le quedaban muertas en la boca.
Se observaba a sí mismo poseyendo a su mujer. Le parecía que eran dos insectos extraños, que realizaban una ceremonia inveterada. Porque algo le empujaba a hacerlo, como si se movieran dentro de él otros seres. Le arañaba en la espalda y ella se quejaba débilmente. Le parecía como si estuviera rascando una pared de carne, algo que se estremecía y se contraía. Los labios eran como formas supervivientes de un cráter. Algo lo sacudía en las entrañas, lo impulsaba a introducir su fruto en las cavernas de la mujer. Era como un topo exaltado excavando en una madriguera.
Solía poner un vaso de agua junto a la cama. Se despertaba en mitad de la noche y se quedaba mirándolo. Tomaba unos sorbos y apenas lo refrescaban. Ingería otro trago con extrañeza, como si su boca no tuviera capacidad de percibir los líquidos. Notaba su cara en mitad de la habitación como algo pesado y gordo que no sabía cómo interpretar.
Su mujer consultó con un cura y este quiso hablarle. Mateo le dijo que tenía mucho que hacer. No le interesaba escuchar las frases de libro que el otro le soltaría. Le apetecía escuchar algo sabroso, pero en esos días nada parecía tener sabor. A veces notaba algo de dulzura al anochecer. También cuando veía a su mujer en la penumbra, antes de encender los candiles.
Un criado vino a protestar: Gustavo había roto una vasija de barro. Mandó llamar a su hijo y le dio unos azotes con la vara. Después se arrepintió vagamente. El castigo le parecía inútil, como todo lo que hacía últimamente. Pensó que no era él mismo haciendo nada, que solo era un montón de costumbres. Era como un caracol devastado. Las gentes le hablaban a ese caracol como si tuviera cara. A veces le parecía extrañísimo tener cara."

Antonio Costa Gómez
Mateo, el maestro de Compostela


He visitado los cafés en silencio

He visitado los cafés en silencio,
he recorrido las avenidas creyendo que todo era verdad.
Me ha parecido real el caer del agua en las fuentes.
los ademanes de las estatuas.
He llegado a Madrid como un raro escritor ignorado
que trae porciones de sombra y de ceniza encantada.
He venido con mi misterio,
he llevado el olvido por los parques.
Una escritora me enseñó la pulsación de los Jerónimos
y vi las hondas bibliotecas a través de los ventanales.
He visto cientos de placas que decían: aquí latió Valle, aquí murió Baroja.
He llegado para traer un panal de miel
extraña,
para coger su veneno a los viejos escritores,
para captarle su fiebre a las grandes fachadas.
Para arrojar insomnio a los patos
del parque del Retiro.
Para sorprender a las plazas cuando están en ensueño,
para crecer y echar musgo en las tabernas,
para comprender el tiempo, para fermentar el amor.

Antonio Costa Gómez








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