Barbara Comyns

"Al incorporarse para abandonar la mesa, echó una mirada a su madre y vio que su rostro se puso lívido y que parecía tener problemas con la dentadura. A Hattie le entró la risa floja, pero Emma le puso mala cara, así que se cubrió el rostro con las manos con la esperanza de que su abuela pensara que estaba llorando. La anciana salió para recolocarse la dentadura en la alacena, y cuando regresó halló el comedor vacío. Permaneció allí un instante observando los restos de la merienda sobre la mesa y las sillas apartadas con premura. Un temblor agitó su barbilla mientras tamborileaba en la mesa con sus dedos rechonchos; después, se dio media vuelta y subió despacio las escaleras hasta su habitación.
Ebin estaba encantado. Era la primera vez en años que derrotaba a su madre, y había sacado a su familia del comedor a toda prisa antes de que regresara para arruinar su victoria. Les propuso a los niños salir a dar un paseo hasta la casa del avaro: una casita quemada, no más que una choza, abandonada en medio de un campo. Una ocasión en que fue presa de una imaginación desbordante les había contado que la casa había pertenecido a un viejo avaro y que nunca se había encontrado el oro que dejó allí enterrado, a pesar de que tras su muerte la gente había echado abajo casi toda la casa, buscándolo. Hattie y Dennis se creían la historia a medias y les gustaba desenterrar las losas del suelo y hurgar entre las paredes carbonizadas en busca de oro y tesoros. Por alguna razón, quizá porque su padre había sido el primero en hablarles del viejo avaro, se sentían en el deber de no ir nunca sin él, aunque solían transcurrir varios meses entre sus visitas y siempre se la encontraban más derruida que en la última expedición. En aquella ocasión iban equipados con un sacacorchos y una lima de uñas con mango de hueso, con los que atacaron la chimenea del avaro; al cabo de media hora de arañar y de limar consiguieron sacar un ladrillo. De buen grado se habrían pasado la noche desmontando el resto de la chimenea.
Al principio Ebin los miraba divertido y pensó: «Me trae sin cuidado lo que digan por ahí, lo cierto es que soy un buen tipo. Pocos hombres en mi situación se gastarían sus primeras ganancias en años en la educación de su hijo, y heme aquí, en una choza cochambrosa, solo para proporcionar diversión a mis vástagos. Emma no quería que los trajera; por envidia, supongo. No quería que los niños recorrieran el pueblo, no fuera a ser que atraparan eso que anda por ahí rondando. Pero es que no se les puede mimar tanto; está convirtiendo a Dennis en un blandengue y un pusilánime. De todas formas, Francis Hatt no parece pensar que sea contagioso. Todavía no han encontrado nada en el agua; así que ahora están intentándolo con el pan, según me consta. Podría escribir algo para el Courier al respecto».
Mientras divagaba, se recostó contra el muro tiznado de la casa, y golpeó suavemente el suelo con su vara. Su mirada se detuvo en los helechos jóvenes y tiernos que se abrían paso entre las losas."

Barbara Comyns
Los que cambiaron y los que murieron


"Charles estaba cada día más desesperado. Yo lo sentía por él, pero también me enfadaba. Entonces la mujer que vivía en la buhardilla, que ya tenía dos hijos, me dijo que a ella le habían hecho una operación cuando descubrió que iba a tener otro. Me dijo que le había costado cinco libras y que le habían quitado el bebé, pero que después había pasado tres meses enferma. Era una buena mujer y una buena madre, pero su marido llevaba mucho tiempo sin trabajo. Me consoló ver que hasta las mujeres más buenas se deshacían de las criaturas, pero no me gustaba la idea de pasarme tres meses enferma. Se lo dije a Charles, por si creía que yo debía operarme también, y me alegró oírle decir que a él tampoco le gustaba la idea.
Entonces se enteró de que había un médico que hacía una operación ilegal por veinticinco libras. Dijo que le habían hablado de varias personas que habían acudido a él y no habían muerto ni habían enfermado ni nada parecido, de modo que acepté ir a ver a ese médico si conseguía las veinticinco libras. Confiaba en que no fuera capaz de encontrar semejante suma de dinero, pero se dirigió a cinco de nuestros amigos más ricos y les dijo que debíamos varias semanas de alquiler y que nos iban a poner en la calle si no pagábamos de inmediato, y todos ellos le dieron cinco libras; yo esperaba que no se encontraran en algún momento e intercambiaran opiniones. Ann fue una de las personas que le prestó cinco libras, pero no sabía para qué eran en realidad. No le habíamos contado lo de esa infeliz criatura. Ella fue la única a la que devolvimos el dinero. Tirar veinticinco libras en esta operación me parecía un despilfarro espantoso. Pensaba en todas las cosas bonitas que habríamos podido comprar para el piso con ese dinero, o podríamos habernos ido de vacaciones a la playa y además habernos comprado ropa nueva.
No me apetece mucho escribir sobre la operación en concreto. Fue horrible y no funcionó como tenía que funcionar. No podía ir al hospital porque habríamos acabado todos en la cárcel. Hasta el propio médico hizo todo lo que pudo para que me recuperara, aunque se moría de miedo de acercarse a mí cuando vio que todo había ido mal. Acabé mejorando, pero mi cabeza nunca se recuperó del golpe. Me sentía asqueada; tenía la sensación de que me habían engañado quitándome a mi niño. Ahora que ya no lo tenía, quería tenerlo más que nunca; creía que había sido demasiado débil. Tendría que haber dejado a Charles y haberme ido a algún lado a tener el bebé. Si me hubiera convertido en una vagabunda, teniendo a Sandro a mi lado, seguramente alguien nos hubiera recogido, pero, en lugar de ello, había matado a la criatura."

Barbara Comyns
Y las cucharillas eran de Woolworths


“El sol caía a plomo y una música empezó a dejarse oír cada vez más cerca. Pasó una barca con un gramófono con una enorme corneta verde. Un hombre con una chaqueta a rayas manejaba la batea y una mujer de cabello dorado iba sentada bajo un parasol rojo. Cambió el disco y un órgano gruñón y lastimero inundó el aire. “No soporto los órganos -pensó Emma-. Seguro que la gente a la que le gustan los órganos come tartas de queso y dice canapé en vez de sofá”. Se recostó bocarriba imaginándose a la mujer de cabello dorado sentada en su canapé, comiendo una tarta de queso infinita y escuchando la melodía profunda de un órgano. Tendría varias hijas pequeñas a las que llamaría “las peques”. Todas lucirían tirabuzones y enormes lazos rosas en la cabeza, zapatos de charol y relucientes vestiditos de satén de dama de honor los domingos de verano…”

Barbara Comyns
Los que cambiaron y los que murieron


“He visto en las Ramblas palomas más grandes que gallinas encerradas en jaulas.”

Barbara Comyns


 “Si en una película pusiesen un cielo y unas montañas como esta, con la nostálgica llamada del cuco, todos los críticos creerían que era una imagen demasiado cursi, pero no lo era, era simplemente maravilloso, una de las mejores cosas que me han pasado nunca. Estaba tan feliz de estar sola para que pudiera estar triste y alegre al mismo tiempo sin tener a otras personas pensando lo que sea que piensan cuando una expresa sus sentimientos en público. Podía sentir las lágrimas lavándome el polvo de mis mejillas.”

Barbara Comyns



"Sintiéndome un monstruo egoísta, decliné su oferta a pesar de toda la amabilidad y la amistad recibida. No podía dejar una vida que me iba tan bien. Bernard aceptó mi negativa con mucha calma y dijo que solo era una idea, que se le acababa de pasar por la cabeza; ni siquiera lo había hablado con Charlotte. Aun así, me sentí culpable.
Contrataron a una niñera de mediana edad para que cuidase de Johnny. Decían que era una mujer de total confianza, y muy buena, pero Johnny no la quería tanto como a Nell. Había crecido muy bien a su cuidado, un tanto chapucero, y la veía como una madre, y ahora se enfrentaba a ese cambio repentino. Charlotte hacía lo que podía, pero los bebés no eran lo suyo; a ella le interesaban los niños mayores. Johnny lloró mucho las primeras dos semanas con la niñera, pero luego se tranquilizó y se volvió un niñito algo reservado, que casi nunca sonreía, salvo cuando estaba con mi hija cada dos fines de semana. Sin embargo, incluso esos días se veían menos que de costumbre, y tuve la sensación de que la niñera hacía por evitar que se juntasen. Marline no participaba en los majestuosos paseos, cuando la niñera sacaba a Johnny en el enorme cochecito que insistía en usar, a pesar de las cuestas pronunciadas y las calles generalmente abarrotadas de Richmond. Más de una vez la vi cruzar la calle con firmeza, y me dio la impresión de que arrollaría a cualquier transeúnte que se interpusiera en su camino.
Tardé un tiempo en caer en la cuenta de que a la niñera no le gustaba mi pobre Tommy-Marline y no quería que la viesen con ella por la calle. También habría preferido no tenerla rondando por el cuarto del niño, aunque era bastante difícil impedir que entrase. Cuando yo estaba con ella, hacía comentarios tal que: «La verdad es que me contrataron para cuidar de un niño, no de dos», refunfuñando, o «Será mejor que Marline deje tranquilo al chiquillo; siempre me lo revoluciona». A veces Nell y yo bañábamos juntos a los niños, rodeados de juguetes flotantes, pero, cuando se lo sugerí, la niñera pareció horrorizada.
[…]
Marline volvió su carita trémula y se encaminó alicaída hacia la casa; los leotardos rojos, retorcidos en sus piernas delgadas, le daban un aspecto aún más lastimoso. Bernard fue rápidamente por la niña, la cogió y dijo que ellos iban a dar un paseo por el parque; pregunté si podía ir yo también, y a ella le pareció muy divertido. Así que fuimos juntos al parque y nos congelamos con el viento de principios de marzo. Ninguno de los dos nos habíamos demorado en ir por los abrigos, pero mereció la pena pasar frío para ver a Marline feliz otra vez: ahora incluso los leotardos retorcidos transmitían alegría.
Una o dos semanas después, Charlotte estaba guardando la ropa de cama en el gran baúl del rellano cuando oyó a la niñera echar a Marline del cuarto del niño. La puerta estaba abierta y Charlotte explicó que la mujer puso una mano enorme en el hombro de Marline y le dijo, en tono amenazante: «¿Cuántas veces tengo que decirte que no quiero que entres a molestar al niño? No voy a permitir que se contamine. Baja a la cocina, que ese es tu sitio. Y acuérdate de que no quiero volver a verte aquí». Le dio un empujón para echarla y cerró de un portazo. Charlotte cogió de la mano a Marline y bajó con ella en el acto para contarle a Bernard lo que había pasado y pedirle consejo. Yo estaba en la ciudad, de compras de fin de semana, y al volver me enteré de que la niñera estaba despedida y enfurruñada en su habitación. Vi a Charlotte llorando, con Johnny en brazos, y a Bernard con una expresión tristísima y un vaso de brandy en la mano, a pesar de que bebía muy poco, y nunca por la tarde. Incluso la chimenea se había apagado, y la sala olía a humo amargo. Sin embargo, Marline estaba como unas pascuas, sentada en una montaña de cojines y mordisqueando con gran estruendo unas galletas de chocolate, del todo ajena al clima de desesperación que la rodeaba."

Barbara Comyns
El enebro















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