Catherine Crowe

"Confieso que cuanto más ansiosa se mostraba aquella gente por evitar que yo pasara allí la noche, más crecía mi curiosidad, lo que no quiere decir que creyese en la existencia del fantasma ni mucho menos. Pensaba que el abogado había acertado en sus conjeturas, pero que no había tenido la suficiente templanza para investigar lo que fuera que había visto o escuchado, y que además ellos habían logrado asustarlo hasta el punto de hacerle perder el juicio. Saltaba a la vista cuán excelentes eran las instalaciones con las que se había hecho aquella gente, y lo mucho que les debía de interesar mantener viva la idea de que el castillo era inhabitable. Ahora bien, yo, como hombre de sangre fría que soy —he vivido situaciones que la han puesto severamente a prueba—, estaba convencido de que ningún fantasma, si es que acaso existía algo semejante, ni ninguna martingala capaz de emular la semblanza de uno, conseguirían que la perdiese. En cuanto al peligro real, no percibía ninguno. Ellos sabían quién era yo y eran perfectamente conscientes de las consecuencias que les acarrearía que sufriese daño alguno. De modo que prendieron sendos fuegos en las dos chimeneas de la galería y, como disponían de mucha leña seca, las llamas se avivaron rápidamente. Para entonces, yo ya había tomado la determinación de no abandonar la sala una vez estuviese en su interior, no fuera que, si mis sospechas eran acertadas, ellos pudieran aprovechar mi ausencia para preparar su truco, de modo que expresé a mis hombres mi deseo de que me subieran la cena, y di cuenta de ella allí mismo.
Mi guía me contó que llevaba toda la vida oyendo decir que el castillo estaba encantado, pero que, en su opinión, allí no había otro fantasma que la gente de abajo, la cual había hecho de él una confortable madriguera, y se ofreció a pasar la noche conmigo, pero yo rehusé su compañía y preferí confiarme a mí mismo y a mi perra. Mi ayuda de cámara, por el contrario, me recomendó encarecidamente que abandonara la empresa, asegurándome que él mismo había tenido que renunciar a un puesto como el que ahora ocupaba en una familia de Francia que vivía en un château encantado."

Catherine Crowe
Junto al fuego


La casa embrujada


En 1842, en el barrio de Marylebone, se derribó una casa a la que no acudía ningún huésped desde hacía ya muchos años, y cuyos propietarios no estaban dispuestos a gastar más dinero en reparaciones.

Sus últimos habitantes fueron el mayor W., su esposa, sus tres hijos y su sirviente.
El mayor W., que desempeñaba un digno cargo en la Intendencia, había insistido innumerables veces a sus superiores para que le permitieran cambiar de vivienda —el alquiler del inmueble estaba a cargo de la Intendencia—. Como esta autorización demoraba, alegó para justificar su repetida insistencia que la casa estaba embrujada “del modo más desagradable”.

Todas las noches, la puerta del salón se abría violentamente, se oía un ruido de pasos precipitados, una respiración ronca y luego dos o tres gritos horribles y la pesada caída de un cuerpo contra el piso.

A menudo encontraban los muebles volcados, sobre todo cuando estaban situados en el ángulo norte de la sala.

Luego se restablecía el silencio, pero alrededor de un cuarto de hora más tarde, se oía algo semejante a un pataleo, un sollozo y al fin un espantoso estertor.

El mayor W. acabó por prohibir a sus familiares la entrada a este salón. Incluso clausuró la puerta. Pero antes hizo constatar estos hechos por varios de sus compañeros del ejército. En efecto, el informe que presentó estaba firmado por el lugarteniente de Intendencia E., el capitán S. y el comisario de víveres E.

Se procedió a una búsqueda de datos y muy pronto descubrieron una trágica historia.

En el año 1825, la casa estaba habitada por el corredor de joyas C. y su esposa. Esta última, mucho más joven que su marido, llevaba una vida desordenada y malgastaba enormes sumas de dinero.

Aunque el desgraciado C. le perdonó muchas veces sus caprichos, no parecía querer enmendarse; al contrario, su vida era progresivamente escandalosa.

C., empujado por la amargura y los celos, se dio a la bebida.

Una noche volvió ebrio, decidido a acabar con sus desgracias.

Armado de un trinchete de zapatero, se abalanzó sobre su mujer, que huyó hacia el salón, pero C. la alcanzó y con un solo golpe de su arma, la decapitó. Permaneció largo rato mudo de horror ante su crimen, luego se colgó de la araña del techo.

Desde entonces ese horrible asesinato se reproducía cada noche, de una forma audible, pero jamás los espantados testigos vieron la más mínima aparición; sólo los ruidos fantasmales que se repetían con una perfecta exactitud.

La petición del mayor W. tuvo resultados favorables y, desde entonces, la casa permaneció desocupada hasta el día en que cayó bajo el pico de los demoledores.

Catherine Ann Stevens conocida como Catherine Crowe



"Ni un solo sonido, nada en absoluto quebró el silencio ni la soledad de la noche."

Catherine Crowe
















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