Eliécer Cárdenas

"Cruzó rápidamente frente a la oficina de Miguel. Mantenía la ilusión, absurda, ciertamente, de que su antiguo compañero de la facultad reparaba en el instante en que su sombra se proyectaba en los cristales velados que dividían el sitio de Miguel del resto de la planta, y que de alguna manera se hallaba pendiente de él, como si temiese la resurrección de aquel condiscípulo de hacía tantos años, tan prometedor y tan brillante, y que ahora vegetaba como un subalterno sin otra aspiración que la de conservar el puesto. No demasiado afanados, en cualquier caso con el aire indispensable de concentración sobre las mesas de dibujo para que una inopinada presencia del jefe no los sorprendiera holgazaneando, la media docena de jóvenes dibujantes del estudio lo recibió con las medias sonrisas sarcásticas de siempre, y volvieron a sus escuadras y sus lápices, a sus calculadoras manuales. Estudiantes de la facultad, como él lo había sido, pero que no permanecían mucho tiempo en la empresa, a lo sumo el lapso suficiente para costearse los estudios, y luego eran arquitectos, constructores, urbanistas, durante los años que estaba allí, Carlos Estévez había conocido a tantos, casi iguales entre sí por aquel optimismo visceral que concede la juventud; poco respetuosos con él, generalmente, ya que debían verlo como la mediocridad y la falta de ambición personificadas. Incluso aquellos de la última tanda habían tenido la ocurrencia de advertirle su parecido con el terrorista derrotado. Se remangó el suéter de rayas horizontales, tomó un lápiz, lo aplicó a la superficie del pliego extendido sobre su mesa de dibujo, y reinició el trazo de aquellas líneas de algún proyecto concebido por Miguel, que le parecía cada vez más repetitivo y comercial, carente de imaginación. «Un remedo de su propia condición de remedo», pensó mientras miraba a través de los amplios ventanales azulados del estudio. Desde el fondo, surgía el tráfico denso, sonoro de esa hora de la tarde. Tras los cristales, las dispersas nubes se mantenían casi a ras de los perfiles apiñados de los edificios circundantes. Afiló un par de lápices. Suspiró. En su derredor, los jóvenes dibujantes embromaban entre sí, ignorándolo. Pero Miguel, al principio, aún conservaba un resto de fe en él. Cuando lo llevó a trabajar en su estudio de arquitecto quizá esperaba encontrar a un colaborador, no aquel fracaso que era. En aquella época, era un viernes, atardecía, y Miguel fue hasta su mesa de dibujante con una botella de licor y un par de vasos. Había que relajarse, hermano, de las tensiones de la semana, un trago no les caería mal. Bebieron, y Miguel, con las piernas cruzadas una sobre otra, la camisa abierta, el cabello en desorden, le hablaba de su reciente matrimonio, de las deudas, de las perspectivas de la oficina, los contratos, y él presentía que no le invitó aquellos tragos de confianza para hablarle nimiedades. Alerta, sin apurar demasiado el contenido de su vaso, aguardaba el momento en que Miguel le preguntaría lo de siempre: por qué se había quedado en la vida. Y sucedió. Con los ojos velados por la embriaguez progresiva, Miguel le hizo, por supuesto, la inevitable pregunta, pero agregó, con un tono ominoso que a Carlos Estévez le produjo un estremecimiento: «No creas que fracasar es tan fácil. Debes ganarte el fracaso», y agregó que él cuidaría de que, en adelante, cumpliera como era debido su derrota. Él reaccionó como si hubiera recibido un pinchazo en la parte más sensible. ¿Se trataba de una broma? «Ninguna broma, hermano. Eres un falso fracasado, es decir lo peor. Guardas tu talento para algo sublime. Hipócrita. Si en la facultad nos ganabas a todos, y ahora mismo, si te diera la gana, pudieras hacer algún proyecto que me dejaría boquiabierto». Miguel se enfurecía, estaba a punto de golpearle con un vaso o los puños. Él sólo acertó a decirle que se calmara, que no había vueltas que darle al asunto: no fue un arquitecto. Se conformaba con aquel empleo como dibujante. Miguel bebió un nuevo trago. En sus párpados había un asomo de humedad, que Carlos Estévez lo atribuyó únicamente al licor. «El fracaso de alguien que se admira duele más que el propio», le confió lleno de rencor. Desde aquella tarde, Miguel se comportó con él como un jefe distante y correcto. Nunca más volvió a invitarle un trago. Sus relaciones no rebasaron lo estrictamente profesional."

Eliécer Cárdenas
La incompleta hermosura



"El viejo besa el dedo gordo de su mano derecha y me agradece dicien­do mi nombre. Yo, admirándome, le pregunto cómo pue­de saber mi nombre, aquí, tan lejos de los lugares donde soy conocido. Te vi venir, Naún, me dice con unas pala­bras sin eses por la falta de dientes, con una voz mella­da, insegura por los años. Yo conozco todos los nombres y todos los caminos, Naún, me dice, y estoy en todas par­tes, en el aire, el agua, la tierra y hasta en tu corazón y tus sesos estoy, Naún. Viví, y morí, y resucité, pero aho­ra ando sin tiempo y mi edad es la del propio mundo. Y le miro las cicatrices secas, viejísimas sobre las manos, deformaciones de golpes antiguos en la nariz y las meji­llas, sangre reseca en las barbas blancas, ralas. Sé cómo sois y cómo vives, me dice guardándose el sol que le re­galé en un pañuelito mugroso y anudado. Y sé también que cerca de aquí viven unos hombres que hacen lo que vos para poder vivir. Y sé que te estarán aguardando y querrán matarte para robar tu gran caballo y la plata que llevas. Pero no tengas miedo, diles mi nombre nada más, diles que el ciego Jesús habló con vos". Embarrado, dán­dole las espaldas, recibiendo el golpeteo de la garúa so­bre su sombrero desteñido y su poncho en hilachas, se aleja camino abajo, perdiéndose en el ancho murallón de la neblina, volviendo a sonar su redoblante.
Se hunde en la maleza del páramo alto, encegue­cido por una apretazón de ramas bajas que le palpan, le azotan el rostro; el caballo tropieza en raíces salientes, se encabrita, se retoba, no quiere avanzar, apega el hocico a los helechos de los troncos, a las flores amarillas y el musgo esponjoso. La espesura del monte es casi negra a los costados del camino casi borrado por la vegetación húmeda: se retuerce y arrastra por hoyos anegados y él empieza a escuchar, furtivo y largo, un silbido que se ca­lla de golpe para iniciar una tanda de silbidos cortos y veloces. Y lejos, más allá del monte espeso otros silbidos idénticos le contestan al tiempo que el más cercano se transforma en un largo resuello, en un resoplido como de animal salvaje."

Eliécer Cárdenas
Polvo y ceniza


"En Ecuador no se da por lo casera que es nuestra industria editorial, pero Argentina, México o España, los agentes de cada autor desempeñan un papel importante porque van olfateando por dónde va el mercado editorial. Es un poco ingenuo creer que un autor de cualquier país diga que va a optar por un premio y al ganar diga que su obra es valorada porque los caminos al premio ya han sido trazados."

Eliécer Cárdenas Espinoza



"Lo que pasa es que los premios están formando parte del marketing. Ahora, por ejemplo, las grandes editoriales, no solamente de lengua española, promocionan determinado tipo de autores, incluso por cuestiones de edad o temáticas. Los premios están direccionados."

Eliécer Cárdenas


"¿Por qué las grandes editoriales no premian a un autor ecuatoriano, hondureño, paraguayo? Porque simplemente somos países de pocos lectores. Colombia tiene una gran industria editorial; el Ministerio de Cultura promueve su literatura como si fuera su café. Aquí no pasa nada. Aquí tenemos que hacernos del partido para que cuatro viejos nostálgicos canten."

Eliécer Cárdenas










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