Eusebi Colomer

" “Esta vida, tal como ahora la vives y la has vivido, tendrás que vivirla una vez más e innumerables veces más; y no habrá nada nuevo en ella, sino que cada dolor y cada alegría y cada suspiro y cada pensamiento y todo lo indeciblemente pequeño y lo indeciblemente grande de tu vida ha de retornar para ti, y todo en la misma serie y sucesión, e incluso esta araña y este claro de luna entre los árboles e incluso este instante y yo mismo. El eterno reloj de arena de la existencia es vuelto siempre de nuevo y tú con él, partícula de polvo entre el polvo”.

Con estas palabras, Zaratustra le enseña al enano la infinitud del tiempo en su doble dimensión de pasado y futuro.

La infinitud del pasado exige que haya acaecido todo lo que puede acaecer, que haya transcurrido un tiempo total.

La infinitud del futuro exige que en él acaezca todo lo que puede acaecer, que haya de transcurrir un tiempo total.

Con el eterno retorno vuelve eternamente todo, también los horrores e injusticias de la historia, las miserias y errores del hombre. La misma esperanza del ultrahombre se torna locura, ya que también retorna el hombre pequeño y miserable.

Zaratustra está enfermo de su pensamiento abismal. Y sus animales, para consolarle, le cantan una canción. Es la canción del eterno retorno, pero visto desde su peculiar punto de mira, el de los seres inmersos en el curso del tiempo: “Todo va, todo vuelve, eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer, eternamente corre el año del ser. Todo se rompe, todo se recompone de nuevo, eternamente se construye a sí misma la casa del ser. Todo se separa, todo se encuentra de nuevo, eternamente permanece fiel a sí mismo el anillo del ser. En cada instante comienza el ser, en torno a todo “aquí” gira la esfera “allí”. El centro está en todas partes. El sendero de la eternidad es curvo”.

¿Cómo hay que entender esta canción de los animales? Nietzsche parece ofrecernos a través de ella una presentación cosmológica de su doctrina. Todo lo que va y viene, todo lo que nace y muere, se rompe y se recompone, se separa y se encuentra, es decir, el entero devenir, todo lo que transcurre en el tiempo, es pensado como finito. Lo intratemporal es finito, pero el tiempo dentro del cual transcurre es infinito. Y por ello, cuando el curso de las cosas ha terminado, tiene que volver a empezar, tiene que repetirse de nuevo, una y otra vez, innumerables veces. El tiempo se convierte de recto en curvo. Ya no es como en la concepción cristiano-occidental un tiempo lineal, hecho de acontecimientos únicos e irreversibles, sino un tiempo circular que gira sobre sí mismo, en el que el fin coincide con un nuevo comienzo. A la vez, desaparecen las diferencias del tiempo. El pasado y el futuro, el aquí y el allí, todo es una misma cosa. El centro está en todas partes.

Y añaden los animales: “Mira, nosotros sabemos lo que tú enseñas: que todas las cosas retornan eternamente y nosotros con ellas y que nosotros hemos existido ya una infinidad de veces y todas las cosas con nosotros. Tú enseñas que hay un gran año del devenir, un monstruoso gran año: es preciso que, a semejanza de un reloj de arena, se invierta sin cesar, para de nuevo volver a correr y vaciarse; de modo que todos estos años son idénticos a sí mismo, en lo más grande y también en lo más pequeño; de modo que también nosotros, en cada gran año, somos idénticos a nosotros mismos, en lo más grande y también en lo más pequeño.

En esta nueva intervención, los animales ponen de relieve un aspecto importante del eterno retorno. La repetición de lo mismo.

El pensamiento del eterno retorno es profundamente ambivalente. Muestra una doble cara, espantosa o risueña, según se le mire desde el pasado o desde el futuro.

El eterno retorno como una teoría cosmológica es la cara espantosa. Visto desde el pasado, la teoría del eterno retorno es fatalista, como una noria que sacara simpre la misma agua.

Nietzsche piensa también su teoría desde el futuro abierto por mi decisión actual. El eterno retorno ya no se concibe entonces como una teoría cosmológica, sino como una doctrina ética. “La pregunta, en todo lo que quieres hacer: ¿es esto de tal manera que yo lo quisiera hacer infinitas veces?, esta pregunta es la más grande fuerza?”.

En una palabra, Nietzsche considera el eterno retorno bajo una doble luz: como necesidad y como libertad, como una doctrina cosmológica que enseña la vuelta inevitable de todo y como una llamada ética a la decisión actual. Pensados con rigor, ambos aspectos, el cosmológico y el ético, se autoaniquilan.

La teoría del eterno retorno constituye la subversión más extrema del concepto de tiempo. Nietzsche trastueca el tiempo en eternidad.

Pero como, a pesar de su rechazo del platonismo, se aferra a la idea básica del ser como lo permanente, como para él todo corre el riesgo de disiparse en la fugacidad, no puede pensar la permanencia más que como eterna repetición de lo mismo.

La eternidad se transfiere de la trascendencia a la inmanencia en forma de sinfinitud. Nada se pierde, todo permanece, pero como repetición de lo mismo.

Con ello aparece con toda claridad el transfondo ontológico de la concepción nietzscheana. Para Nietzsche, como para Platón, ser es permanecer. Pero al revés de Platón, la permanencia no se atribuye al ser, sino al devenir. Para ello es preciso que el devenir no sólo transcurra, sino que vuelva sobre sí mismo, es decir, retorne sin cesar.

Heidegger tiene razón. El intento central de Nietzsche constituye una inversión de la metafísica y el eterno retorno es la puesta en obra de este intento.

Para acabar, comparemos la teoría del eterno retorno con las teorías cosmológicas al uso.

La teoría del Big Bang supone que toda la materia del universo estuvo, en un comienzo, concentrada en un mismo lugar del espacio. Esta masa de volumen pequeño (comparado con la extensión del universo) fue bautizada como «huevo cósmico» por Gamow o «átomo primitivo» por Lemaître. Si toda la materia existente en el universo estuvo concentrada en una sola estructura, su densidad debió ser inimaginablemente grande. De igual forma, se estima que su temperatura alcanzó unos 100 mil millones de grados Celsius. En tales condiciones, ni siquiera existirían los átomos como los ha definido la química. Al explotar, la energía fue transformándose paulatinamente en materia, a medida que se alejaba es todas direcciones. En un instante nacían tiempo y espacio.
La teoría del universo pulsante sostiene que en un futuro inminente, la fuerza gravitatoria resultante del universo será capaz de frenar su expansión, hasta el punto de iniciar el proceso contrario, es decir, una contracción. Todos los cuerpos celestes comenzarían a acercarse unos a otros a una velocidad cada vez mayor, hasta encontrarse en un mismo punto y constituir otra vez el huevo cósmico. (Big-crunch). Este huevo, después de cierto lapso de tiempo, volvería a estallar, dando orígen a otro universo expansivo. El ciclo se repetiría eternamente, perpetuándose en el tiempo. Nuestro universo sería el último de muchos surgidos en el pasado, luego de sucesivas explosiones y contracciones (pulsaciones). El momento en que el universo se desploma sobre si mismo atraído por su propia gravedad es conocido como «Big crunch» en el ambiente científico. El Big crunch marcaría el fin de nuestro universo y el nacimiento de otro nuevo, tras el subsiguiente Big bang que lo forme.
¿Y sí el filósofo alemán estuviera en lo cierto y la teoría del universo pulsante llevase ínsito el eterno retorno de lo mismo como teoría cosmológica fatalista (no como teoría ética vitalista)?

Si existiera una música celestial, una especie de música universal producida por el movimiento de las esferas (cfr. Macrobio, Comentarios al sueño de Escipión) –dicha música está presente siempre pero nadie parece escucharla porque los oídos están tan acostumbrados a ella, que pasa inadvertida-, al leer a Nietzsche quizá sonara Una historia de play back, de Radio Futura.

Un play back que sin embargo no mantendría a nadie dictando en la sombra, a nadie que nos moviera los labios. Un play back que sería no sólo pasado sino futuro.

Un play back que remitiría al mito indio-ario de los ciclos eternos. El mito que pasó por influjo oriental a los presocráticos y al pitagorismo primitivo y se concretó en la idea del gran “año cósmico”."

Eusebi Colomer i Pous
El pensamiento alemán de Kant a Heidegger III. El postidealismo: Kierkegaard, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Dilthey, Husserl, Scheler, Heidegger. Barcelona. Herder. 1990, páginas 290-299


"Sí pensamos, en cambio, que hay juicios sintéticos a priori, reconocemos que el problema planteado por Kant es un problema real. La sola experiencia no puede darnos jamás verdadera universalidad ni conexiones estrictamente necesarias. Pero no se sigue de ahí que estemos obligados a aceptar la solución kantiana. Todas las filosofías conscientemente no empiristas o no positivistas coinciden con Kant en admitir en el conocimiento, llámese como se llame, una actividad a priori del espíritu. Kant se empeña en obligarnos a elegir entre el empirismo y su apriorismo trascendental. Por eso en la deducción trascendental de las categorías, como antes en la de las formas de espacio y tiempo, parte siempre del mismo razonamiento: los juicios sintéticos a priori que están en la base de la ciencia de la naturaleza no pueden provenir de la experiencia y exigen como condición de posibilidad una síntesis a priori de la sola facultad de conocer. Al encontrar cerrado el camino del lado de la objetividad, Kant se lanza en brazos de su subjetividad trascendental. La hipótesis de la revolución copernicana se ha consumado y convertido en tesis, porque Kant no ha pensado jamás en otra hipótesis. Existe, sin embargo, una «tercera vía». Si el entendimiento es también un intus legere, si en dependencia de la percepción sensible es capaz de discernir la estructura inteligible, objetiva del ser, entonces cabe enunciar juicios sintéticos a priori que tengan validez para la realidad misma. No se trata aquí: de justificar esta postura, sino de demostrar que no estamos obligados a elegir entre Kant y el empirismo.
Al analizar la distinción kantiana entre fenómeno y cosa en sí, hemos tropezado con una noción tan inevitable como incomprensible: la de la cosa en sí o el noúmeno como algo real, pero desconocido. ¿Qué decir de esta cuestión tan enojosa? Afirmar que la cosa en sí es incognoscible es una proposición analítica en estos dos sentidos: si conocer una cosa tal como es en si significa conocerla tal como la conoce Dios, que la ha creado, o tal como se conocería ella a sí misma, si fuera plenamente autoconsciente. El hombre no es Dios, ni es la cosa que existe al margen de su conocimiento. En este sentido, y pasando del derecho al hecho, hay que decir también que el conocimiento humano no es nunca exhaustivo. En las cosas y en el hombre mismo hay un «resto» que no se muestra, que escapa a nuestro conocimiento, tanto sensitivo como intelectual. Si se quiere llamar «en sí» a este resto, entonces afirmarlo incognoscible es también una proposición analítica."

Eusebi Colomer
El pensamiento alemán










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