Fernando Delgado

"A cierta edad, o has superado la ambición o eres ridículo."

Fernando Delgado


"Al periodismo le falta periodismo. Ahora hay mucho escaparate y poco contenido."

Fernando Delgado



"Alguna vez tuve la idea de un epitafio, pero como ahora ya no hay tumbas... Lo último que se me ha ocurrido respecto de mis cenizas es que las mezclen con las de un perro al que adoraba."

Fernando Delgado



"Cuando lo conocí en Londres, James era apenas un agente, simplemente un agente de seguros. Yo, una recién llegada a la empresa, una universitaria a la que él auguraba un brillante porvenir con la insistencia sospechosa de la envidia. James Rhon era, además, un acomplejado, hijo de familia acomodada, que si bien pasó por Oxford no estuvo allí mucho tiempo ni a juzgar por su ignorancia aprovechó en modo alguno el poco tiempo que estuvo. Rhon tenía entonces quince años más que yo, o sea, cuarenta, y ya estaba casado. «Felizmente casado», fue su explicación innecesaria. Ni esta circunstancia le impidió cortejarme ni fue para mí, sola en Londres como estaba, un inconveniente para dejarme cortejar. Su gusto y el mío por la ópera nos vinculó más de lo que quizá fuera preciso, tal vez porque en él era imposible hallar cualquier otro atisbo de sensibilidad más allá de este gusto por el arte lírico. Para mí, bastaba. Pero él, delgado entonces y con la calva todavía incipiente, con esa palidez británica que carece de brillo y muestra una piel blanca y áspera a la vez, una piel sin vida, unos ojos azules anodinos y adolescentes, a pesar de sus cuarenta años, no tenía para mí el menor atractivo físico. Yo, al atardecer, vagaba solitaria por un penumbroso paseo de Chelsea donde las prostitutas no excesivamente profesionales, obligadas a la discreción, amén de por su propia sosería anglosajona por la hipócrita legislación vigente, paseaban sus cuerpos mal vestidos ante la mirada enardecida de camioneros de Brighton, operadores de Liverpool o escuálidos paquistaníes que movían más a la compasión que al sexo. Vagaba por aquel paseo central, cercano a una residencia de estudiantes filipinos, y con un callado estremecimiento observaba los tratos, el lento acercamiento de los cuerpos, y cómo se retiraban luego a un estrecho callejón oscuro donde se oía un susurro temeroso. Revivo el estremecimiento que me producía la situación y recuerdo que sólo una vez accedí a hablar con un inglés gordito que se llamaba Tony, cocinero de oficio. Reconocía tener sesenta años, pero aparentaba más. Puso las manos en mis pechos. Después tomó mi mano -seguíamos sentados en un banco del paseo sin que pudiera verse a otros transeúntes que los que estaban a lo mismo- y la llevó por donde yo no quería. Pero tampoco supe resistirme. Luego quiso seguir y, de pronto, me sentí vista en la oficina, acusada por la mirada escrutadora de mis compañeros desde sus buenas costumbres, y bastó esa ráfaga interpuesta de mi realidad para salir corriendo.
La culpa me rondó varios días y a punto estuve de rastrear en la poca fe que me quedaba, en los resquicios de mi agobiante religiosidad de adolescente, para acercarme a la iglesia del Carmen, cerca de mi casa, en Kensington, y buscar allí a un fraile que me escuchara. Tal vez debí haberlo hecho así y de ese modo no hubiera incurrido en otra confesión peor, cuyas consecuencias sigo sufriendo de un modo u otro: contar mi debilidad a Rhon y escuchar de sus labios una resentida sentencia: «Tú eres una viciosa con verdadera vocación y ese vicio será el final de tu carrera». Su presagio, además, justificaba su fracaso: yo no era capaz de enamorarme de él porque, a su juicio, las viciosas son incapaces de enamorarse de nadie. Pero esta conclusión no excluía, naturalmente, que Rhon desistiera de lo que no había conseguido, acostarse conmigo, y por el contrario, ahora sí que no encontraba razón alguna para mi empecinamiento. Es más: ya tenía claro que él no me gustaba, pero, más que nada, buscó justificación, porque me gustaban los hombres de otra edad. Con la escasa calidad de su verbo y la todavía más escasa de sus sentimientos me hizo saber que su discreción tenía un precio y me preguntó por qué habría de hacerme el favor de callar cuando yo era incapaz de hacerle otro favor infinitamente menos costoso a su parecer.
Identifiqué al miedo como jamás lo había hecho. Viví con el miedo desde mis doce años, tal vez antes, pero ahora el miedo tenía una cara de persona concreta: la amenaza del miedo se llamaba James Rhon.
El tiempo ha modificado el miedo y mi repugnancia a ese ser que lo representa. Creo que ahora el miedo es suyo, su inseguridad profesional le hace temerme, pero su miedo tiene un límite: el mío. Él sabe que sigo obsesionada con mi sombra, con la otra. No con la señora Martínez, resoluta y firme, que se sienta en su Consejo.
No obstante todo eso, estos años han cambiado a Rhon lo suficiente como para que haya llegado a gustarme a veces. Cuando vino a Madrid para hacerse cargo de nuestra oficina, lo primero que hizo fue llamarme a su despacho y, jugueteando con un portarretrato que tenía siempre sobre su mesa y que contenía devotamente la foto de la mismísima reina de Inglaterra, empezó a evocar con memoria minuciosa nuestras experiencias eróticas de Londres en las que, él lo sabía muy bien, participé forzada. Su sinceridad no lo eximía de cinismo."

Fernando González Delgado
La mirada del otro


"En el tiempo de la apariencia, el medio reflexivo por naturaleza es la radio."

Fernando Delgado



"La política no necesita profesionales, sino ciudadanos comprometidos con ella."

Fernando Delgado



“La verdad debe inventarse, sí; porque es clarificadora. ¡Purificadora!”

Fernando Delgado



"Lo que llaman pecado no deja de ser gozo interno."

Fernando Delgado



“Me da miedo la imbecilidad que abunda en las redes.”

Fernando Delgado



"No estoy insatisfecho con mi destino. Si acaso me falta satisfacción por mi entorno. A mi edad ya no me preocupa tanto lo que me afecta a mí, sino lo que le afecta a los demás."

Fernando Delgado



"No sé cuándo perdí la inocencia, pero en todo caso fue mucho después de haber sabido que los niños no venían de París, porque tras sufrir el desencanto de que París no fuera el origen de todos nosotros, todavía seguí esperando a ver si la cigüeña, que entonces venía por febrero al pueblo de mis tíos abuelos de la Península, porque mi abuela era de Segovia, y se marchaba por agosto, llevaba en el pico aquel pañal en el que yo recordaba que me había traído de París. A pesar de que muy pronto me había sido desmentido el viaje, guardaba de él un recuerdo tan agradable, renovado además tantas veces en los sueños, que atribuía a una falta de ocasión propicia, a la mera casualidad de no estar al tanto con la atención que la cigüeña requería, el hecho de que la viera pasar sin niños en el pico. Recordaba su mirada protegiéndome en los descansos que hicimos en la travesía, cuidando ella del ritmo de mi respiración, y muchas veces, tal vez cuando me sentía contrariado —nos olvidamos con frecuencia de las contrariedades del niño que fuimos— aspiraba a volver de nuevo a bordo del ave que yo veía, majestuosa, sobrevolando Torrecaballeros, que ése era el pueblo de mi abuela, y a cuyos reclamos, venidos en la noche desde la torre vecina, atendía con muchísima emoción.
No se lo conté nunca a mis amigos de la ciudad por temor al ridículo, pero desde muy pequeño sabía que mis juegos con el niño que iba dentro de mí no los podría compartir con mis compañeros de colegio. Y que aunque comprendía las razones que tenían mis amigos para no creer que hubiera conseguido hacer tan buenas migas con una cigüeña como para subirme encima de ella, y volar, nada me impedía vivir la sensación de que volaba.
Pero otra versión de mi prima situaba mi abandono en distinto escenario: en lugar de la noche, al mediodía. Todos dormían la siesta en una tarde de calor."

Fernando Delgado
De una vida a otra


"Todo lo terminaba el diablillo con risas, esas risas que a veces afloraban en mí como si no respetaran el terreno interior donde de verdad sonaban.
Y reía el diablillo ahora porque monja no era, sin embargo, la mujer que invitaba con frecuencia a Gracián a su casa, y que Gracián visitaba, y sobre cuya pista me puso el diablillo.
Para él no era tan rara ni maliciosa como la veía Teresa, aunque, al parecer, había dicho aquella mujer que se carteaba con el demonio. A Teresa le parecía una peligrosa embustera y al demonio lo consideraba incapaz de cartearse con ella. Por eso le advirtió a Gracián que tenía que andarse con recato ante semejante individua, y no entrar y salir de su casa, si no quería que le pasara lo que a santa Marina, aunque Teresa dudó de que fuera a santa Marina a la que le ocurriera lo que ella tenía leído. Pero de santa Marina, o de la santa que fuera, dijeron que era suyo un niño que no era suyo y padeció mucho las consecuencias. Y aunque no era eso exactamente lo que Teresa pensaba que podía llegarle a pasar a Gracián, que nada tenía de santa Marina al menos, y «para que mejor se atajase», lo quería ver lejos de aquella embustera y de aquella casa.
Luego quiso disimular, quitarle importancia a la reprimenda, creyendo que se había pasado, y se llamó maliciosa a sí misma, y dijo que todo aquello era bobería, y añadió algo así como que en esta vida todo es necesario, y que bien sabía él lo que tenía que hacer, que no sólo era mayorcito sino de muchos saberes y virtudes. Le quedó una preocupación: que la Inquisición supiera de aquellos negocios y la tomara con su Gracián.
Y ahí creí yo que acababa el interés del diablillo por Gracián y las mujeres y por Teresa con las mujeres y Gracián. Muy preocupada había visto el diablillo a la madre Teresa por los atrevimientos de su priora sevillana y las posibles tentaciones de sus monjas mozas o de los frailes que las frecuentaran, y muy preocupada, a la vez, por Gracián entre ellas.
Fray Humberto, sin decidirse a hablarme de celos, como más de una vez los había sugerido, me habló de los celos de Teresa sin nombrarlos. Aunque los citó en cuanto pudo, tan pronto me vio levantar la cabeza del papel en actitud de estar pensando en escribir de otra cosa."

Fernando G. Delgado
Sus ojos en mí







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