Jim Crace

"Algunas veces, como en ese momento, la marea producía inundaciones, pero en aquellos tiempos no había barreras ni espacios vacíos de hormigón para contener el agua. El mar acosaba la parte baja de la ciudad repartiendo a domicilio varec, laminaria y cangrejos. Los ciudadanos podían alardear: tenemos aletas y branquias, y nuestras hijas llevan algas a modo de cintas en el pelo.
Incluso la muerte (de acuerdo con el folclore de la ciudad, desempolvado también por Mondazy) era acuática. «La llamamos Pez —anotó en sus últimos escritos, publicados más de treinta años atrás—porque nada como un predador silencioso e implacable; sale del mar por la noche y se desliza raudo por el agua superficial de las calles húmedas. Llega el Pez y te arrebata de la cama a tu padre y a tu madre. Y lo único que oyes, mientras parten las almas y desplazan volutas en el aire bochornoso, es el temblor de las aletas.» Algunas veces, los supersticiosos lectores y partidarios de Mondazy afirmaban que su Pez sólo se mostraba como un destello plateado sobre el cadáver, o en forma de olor. La muerte apenas era visible y, sin embargo, se encontraba ya en la habitación. Y dejaba un mucilaginoso rastro de escamas.
Durante un tiempo, se consideró que el Pez era culpable de todas las muertes de la ciudad. Nadaba, con el acompañamiento de la lluvia en los tejados, por dormitorios y salas hospitalarias donde el cáncer, los ataques cardíacos, la edad y las apoplejías habían burlado a las enfermeras y sus medicinas. Visitaba a las gentes que se ahogaban en pijama, entre los arrecifes y corales de sus muebles. Diez veces al día, el Pez oía el estertor que anunciaba la partida en las oxidadas gargantas de los asmáticos, o corría a ocuparse de un niño atropellado por un coche en la repentina ceguera de una nube adherida al asfalto, o aguardaba para contemplar cómo los médicos escribían «neumonía» como causa de la muerte de algún desalentado jubilado cuyos pulmones eran sacos de agua, cuando todo el mundo sabía que el causante era el Pez.
El Pez no podía alardear de que murieran ahogados muchos pescadores. En aquellos tiempos Oxiburgo era una ciudad turística, no pesquera. (Ahora no es lo uno ni lo otro.) Sólo los visitantes optaban por comer marisco, de modo que no había gran demanda de pescadores o «conductores de peces». No obstante, todos los años tenían que perder algunas personas arrebatadas por las olas. Siempre había algún visitante que deseaba correr por el paseo marítimo, durante una tormenta, para tomar fotos del mar agitado. O comprobar si podía lanzarse a la carrera por el malecón, ahora demolido, tocar el asta de la bandera situada en el extremo y regresar con sus compañeros antes de que llegara la siguiente ola. Dos meses antes de la semana de estudio de Celice y Joseph, una pareja había intentado salvar a su perro cuando un remolino de agua lo arrastró de la playa de la ciudad. La mujer entró en el agua, completamente vestida, para tratar de agarrar la correa del animal. Cuando el Pez la encontró unas horas más tarde, costa arriba, el mar le había arrancado toda la ropa. Sólo conservaba los zapatos, aunque asía con los dedos el rojo collar del perro. Ninguno de los dos estaba muerto del todo. El Pez tuvo que agitarse y retorcerse sobre las rocas llenas de espuma para rozarles los párpados con sus letales aletas."

Jim Crace
Y amanece la muerte


"La literatura prefiere el cambio al éxtasis (de la misma manera que prefiere la enfermedad frente a la salud, el divorcio al matrimonio, la guerra a la paz o la desesperación a la felicidad). La ficción prepara al lector para las sombras y la amargura que puede depararle el futuro."

Jim Crace


"La mayoría de la gente no suele levantar la mano cuando se enfada. La violencia entre nosotros es una aberración, no una norma. Debemos hacer que esa norma sea cada vez más estricta."

Jim Crace


"No soy religioso en lo más mínimo. Soy ateo."

Jim Crace


"Queremos música y baile. El joven Thomas Rogers es el único gaitero y nuestro ruiseñor. No hace falta convencerlo para que coja su instrumento. A la menor oportunidad llena de aire sus pulmones y los vacía para nosotros. Comienza marcando toscamente el ritmo en el suelo con el pie y a continuación empieza a juguetear con las yemas de sus dedos sobre los diminutos orificios del puntero. Hemos sido testigos de sus esfuerzos en numerosas ocasiones. Cuando Thomas se sienta por las noches y comienza a practicar es imposible no escuchar sus fallos y sus sones por más que uno intente conciliar el sueño. Sin embargo disfrutamos con su música. De no ser por él nunca podríamos bailar. De modo que esta noche lo animamos. Lo que menos esperábamos era que una segunda voz a nuestras espaldas se uniera a la suya y con gran maestría, además. Es el señor Quill, el señor Earle. Tendremos que llamarlo señor Fiddle, señor Violín, a partir de ahora. Avanza hasta las primeras filas con su torpe caminar, dejando que sea su hombro y no su pecho el que dirija sus pasos. Encuentra un taburete para sentarse junto a Thomas Rogers, coloca el instrumento sobre las rodillas y sigue frotando las cuerdas con su arco. Al principio repite la melodía de la gaita, pero poco a poco empieza a adornarla y enseguida es él quien dicta la melodía que el gaitero ha de tocar.
Rogers no parece tan complacido como el señor Quill con el entusiasmo de nuestro aplauso. El gaitero pierde confianza y aplomo. La voz del violín, al menos desde el instante en que nuestro visitante se sienta en su taburete, provoca por momentos lágrimas y risas por igual. Su cancioncilla parece a la vez feliz en su melancolía y pesarosa por volverse demasiado alegre. Pronto los niños dejan de jugar a lanzar listones, arrojan los últimos palos a la concurrencia y se hacen dueños de la improvisada pista de baile. En ese momento, el resto de los camorristas del pueblo —los gemelos Derby, por supuesto, pero también otros embajadores del desorden— salen a bailar, cogiendo de la mano a sus hermanas y sobrinas y haciéndolas girar como remolinos. A continuación son las parejas casadas las que salen. Y finalmente un puñado de muchachas solteras se levantan y se unen a las danzas, con gran solemnidad al principio, aunque pronto sus mejillas están teñidas de rojo por el esfuerzo. Una de ellas, aquella cuya devoción y belleza sean consideradas las más notables, será reina de las espigas, nuestra Reina de la Cosecha. Será elegida en cuanto termine la música, si es que tal momento llega, si es que permitimos que eso ocurra. Y mañana será ella la primera en pisar el campo de cebada al fin derrotado. Caminará sobre los restos de los tallos, se inclinará y buscará el primer grano de los que después guardaremos para aprovisionarnos contra la fría estación que nos aguarda."

Jim Crace
Cosecha



"Se podría decir que los premios me han dado una temerosa y temeraria confianza."

Jim Crace


"Se supone que mis libros tienen más interés por el mundo contemporáneo que por la fidelidad a la historia. Su sensibilidad es del siglo XXI y probablemente, anacrónica en su configuración y sus prejuicios. Pero eso no es algo que haya pensado cuidadosamente. No tengo un plan. Es sencillamente el canto natural de mi voz. No he querido sostener un espejo frente al mundo real, prefiero la invención."

Jim Crace


"Un buen mentiroso nunca deja los detalles al azar…"

Jim Crace


"Vivo lejos de la vida literaria y los medios de comunicación y, si no puedo evitarlo, intento tener el menor contacto posible con ellos. Pero en lo tocante al mundo de los narradores de historias no estoy alejado en absoluto. Creo que ningún escritor de verdad puede alejarse de eso."

Jim Crace





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