Marco Denevi

“A menudo un dictador es un revolucionario que hizo carrera. A menudo un revolucionario es un burgués que no la hizo.”

Marco Denevi


Cuento policial

Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría.

Marco Denevi



"El hombrecito no tenía trazas de don Juan, pero nunca se sabe. El comprendió perfectamente a dónde yo iba. Y tanto lo comprendió, que se puso rojo como un tomate. Le diré que es hombre de enrojecer a cada tres por cuatro, como pronto lo comprobé, pero se ruboriza con tanta frecuencia, que esos tornasoles son ya el color de su cara.
-Finalmente -dije (y aquí hice una pausa)-, finalmente, señor. No es que yo desconfíe de usted. Líbreme Dios de ello. Al contrario, al contrario. Usted parece persona de bien, seria y respetable. Dicen que la cara es el espejo del alma, y usted tiene cara de bueno. Pero ni la cara de usted, desgraciadamente, me salva de ser viuda, ni de tener tres hijas a mi exclusivo cargo, ni de vivir en los calamitosos tiempos en que vivimos, con las Europas en guerra. Sin un hombre que mire por mí, he tenido que salir a la arena, como dicen, a pelear por mi sustento y por el de mis tiernas hijas, y en tales lides, donde la natural debilidad de la mujer no encuentra sino desventajas, mucho es lo que llevo padecido, porque yo soy la del refrán, que duelos me hicieron negra, que yo blanca me era, así que excusado será que tenga la piel sensible quien de cicatrices anda vestido."

Marco Denevi
Rosaura a las diez


“El imán humilla al hierro. Es una teoría sobre el amor.”

Marco Denevi


La soledad

Dispuesto a convertirse en el primer orador de la ciudad, se encerró en su casa y a solas, durante muchos años, practicó el arte de la oratoria. Pulía cada frase, cada inflexión de la voz, cada silencio. Ensayaba ademanes, gestos, pasos. Era capaz de repetir una y mil veces un vocablo hasta que el sonido alcanzase la perfección. Y entretanto se negó a recibir a nadie, a conversar con nadie. Temía que los demás le corrompiesen el estilo, le contagiasen sus trivialidades, sus torpezas de dicción, esas rústicas modulaciones con que habla el pueblo. Cuando, finalmente, decidió que no le quedaba nada por aprender, salió de su casa, se encaminó al ágora y en presencia de la multitud pronunció su primer discurso. Nadie entendió una palabra. “¿Qué idioma es ese?”, preguntaban los curiosos. Algunos se rieron, otros le arrojaron piedras, la mayoría se fue a presenciar las exhibiciones de los cómicos.

Marco Denevi


“Mi culpa marcha tan lenta que siempre la alcanzan el perdón y el olvido.”

Marco Denevi


“Moraleja de todas las fábulas: el hombre es un animal.”

Marco Denevi



"Pronto la Artemisa de Éfeso se transformó en la Venus de Cíteres, y el mortuorio caserón pareció todos los días de fiesta, el Pasaje del Signo cobró un aire de paseo en día dominical. Las gentes del barrio se preguntaban: —¿De dónde salió esta muchacha que así nos alegra el corazón?
En cuanto a Jacinto Amable, costaba creer que fuese el mismo que don Loredán había encontrado en el cementerio, tan guapo que estaba ahora, y no porque se hubiese vuelto bonito sino porque tenía la fealdad magnética de los hombres hermosos, con todos los humores de la masculinidad en su sitio y a punto, y el cuerpo ajustado y nivelado según la divina proporción del fraile Luca Pacioli.
Las siete enfermedades imaginarias se le curaron de golpe, y el carácter se le limpió de mohos para resplandecer como un diáfano cielo de equinoccio. No volvió nunca más al cementerio, pero lo nombraron capataz de los Rosedales de Palermo.
Aquella Araminta y este Jacinto Amable estaban sentados en los sillones de la sala, orondos como una dueña de casa y su invitado de honor, y se miraban y se sonreían como en la pausa de una conversación modosa y a la espera de una copita de licor de cerezas.
Pero cuando don Loredán y la señora Pubilla se les aproximaron con alguna desconfianza póstuma, los dos se pusieron de pie y Araminta se fue a su alcoba y Jacinto Amable a su covacha.
Lejos de sentirse ofendidos por el desaire, don Loredán y la señora Pubilla se abrazaron llorando y también ellos se recogieron a dormir, pero no durmieron porque pensaban en el porvenir venturoso que los aguardaba gracias a esa Araminta que haría, en favor de caravanas venidas desde los cuatro puntos cardinales, lo que acababa de hacer en beneficio de Jacinto Amable, y no gratis sino a tantos pesos la palingenesia.
A la madrugada de esa misma noche, en tanto sus padres y paredros roncaban a pulmón batiente, Araminta salió con mucho sigilo de su dormitorio, cruzó descalza los dos patios y subió por la escalera de hierro hasta la buhardilla donde Jacinto Amable la esperaba desnudo y despierto.
Hubo que casarlos para que al menos no viviesen en pecado mortal.
Lástima que Araminta se haya gastado todos los poderes de una sola vez. Esto fue lo que dijo: que se le habían vaciado íntegros y que era inútil pedirle que se revisara por dentro para ver si todavía le quedaba alguno. Juró y rejuró que se consumieron en la restauración de Jacinto Amable.
Don Loredán y la señora Pubilla nunca se consolaron del todo. Por cierto que eran sensibles a la felicidad de Araminta y a la prosperidad de Jacinto Amable, a quien, después que se casó, nombraron jefe de todas las flores del municipio. Pero más de una noche, insomnes en el secreto del tálamo conyugal, bajo el negro velo de Isis convertido en el crespón de sus sueños, suspiraban con nostalgia."

Marco Denevi
El amor es un pájaro rebelde


Silencio de sirenas

Cuando las Sirenas vieron pasar el barco de Ulises y advirtieron que aquellos hombres se habían tapado las orejas para no oírlas cantar (¡a ellas, las mujeres más hermosas y seductoras!) sonrieron desdeñosamente y se dijeron: ¿Qué clase de hombres son estos que se resisten voluntariamente a las Sirenas? Permanecieron, pues, calladas, y los dejaron ir en medio de un silencio que era el peor de los insultos.

Marco Denevi


"Terrible es la opinión pública, te juzga, te condena, te consagra, te arroja, te levanta, te crucifica, te resucita.."

Marco Denevi



"Yo me alegro con las cosas buenas y hermosas cuando leo acerca de ellas en los periódicos o cuando participo de ellas, y tengo capacidad para entusiasmarme. Pero si se trata de cosas buenas y hermosas la literatura no puede competir con la vida. Un acto de heroísmo será siempre más bello que el libro que lo describa. La fe plena e ingenua, religiosa, política o cualquier otra, será siempre superior al cuento o al poema que intenten expresarla. Pero en las cosas malas actúa una especie de alquimia. Un cuento acerca de la desesperación puede ser más espléndido que la desesperación misma, un poema sobre la muerte, menos doloroso que la muerte. En la Inglaterra isabelina (si me está permitida la comparación), a pesar de que hubo muchos progresos en la navegación y en el sistema de carreteras, no se le ocurrió a Shakespeare escribir sobre esos temas, y si en aquel entonces alguien lo hizo, su nombre y su memoria se han perdido. Nos quedó el loco que escribió sobre los sufrimientos de los hombres. Amós Oz.
El salón era un vasto depósito donde, hacía muchos años, gente de todas las condiciones sociales había ido guardando objetos heterogéneos para desprenderse de ellos, para venderlos en pública subasta o a la espera de poder rescatarlos. Después el depósito había sido clausurado y los objetos seguían allí, amontonados en cualquier forma, y como nadie venía a llevárselos el almacén había cobrado una absurda inutilidad, ya no formaba parte del mundo de los vivos, parecía irreal corno una utilería teatral abandonada o como los sótanos de un montepío que cerró sus puertas un siglo atrás.
La mujer que guiaba a Sidney en zigzag por entre los montículos de mercadería sin dueño viviría en otra parte. Se había emperifollado para recibir a ese turista excéntrico que quería visitar el almacén y, apenas él se fuese, también ella se marcharía. A Sidney lo asaltó la curiosa idea de haber ido hasta allí en busca de una reliquia, de algún objeto raro y precioso que nunca había visto, que no sabía qué era, que jamás encontraría y que sin embargo le pertenecía.
Mientras caminaba iba mirando el colosal revoltijo como para descubrir, entre las caóticas colecciones deterioradas, aquel tesoro que había venido a buscar.
Las ventanas estaban cerradas y las cortinas, corridas. Desde un rincón donde cien años atrás la habían abandonado olvidándose de apagarla, una lámpara difundía una tenue luminosidad amarillenta. Sidney percibió el olor del encierro y de la vejez. Vio, lejos, un fúnebre piano de cola. Vio un reloj cuyas agujas señalaban las doce.
La mujer se detuvo en la embocadura de un corredor largo y tenebroso, miró a Sidney y otra vez le sonrió con aquella sonrisa provocativa.
-El señor lo espera en la biblioteca -susurró. El escote del vestido de seda le dejaba al descubierto el nacimiento de los pechos. Sidney avanzó por el pasillo, que le pareció un túnel abovedado y ligeramente descendente. Las paredes estaban tapizadas de libros, los libros le advertían que por allí llegaría hasta el hombre que lo aguardaba. En seguida oyó la música. Era una música melancólica, de una luctuosidad opulenta, a la que se acopló una voz de contralto que cantaba, en alemán, una melodía tan dolorosa como el acompañamiento orquestal y con su mismo boato fúnebre.
Desde el otro extremo del túnel avanzaba hacia él un rectángulo iluminado, la entrada a la biblioteca. Los libros del corredor eran una anticipación o una metástasis de estos otros, varios miles, que se amontonaban en estanterías de madera negra. Cuando Sidney franqueó el rectángulo iluminado la música se interrumpió, cumplida ya la misión de atraerlo, y entonces oyó la voz juvenil y melodiosa que lo había interrogado por teléfono."

Marco Denevi
Manuel de Historia
















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