Max Dauthendey

"A la edad de quince años, Josa compuso su primer poema.
Un domingo por la mañana. Martin y su abuela habían ido al funeral de la tía Inés a Kitzingen. Josa se quedó solo en casa.
A pesar de la soledad, sintió un maravilloso cosquilleo que le resultó agradable en extremo. Y ahora, a la delicada luz azul de la mañana, centelleando la fragante e irreal sombra mate, concibió el verdadero contraste entre la cercanía y la distancia. Llamó su atención el contorno verde del césped y los arbustos, las sordas siluetas de los árboles, el filo oscuro de los troncos, porque, de alguna manera, la noche se arrastraba de vuelta a la tierra.
Como la abuela y Martin se habían ido, Josa había colocado un libro en la terraza. Las blancas palomas se posaban sobre la mesa y picoteaban asintiendo con la cabeza. A veces, una yema de hoja amarilla caía de la acacia y otra en el vaso de agua. Josa se mecía como una concha, tumbado en el borde. Se sintió atraído por los grandes árboles de hoja de lila entrelazados como arabescos de plata y cristal resplandeciente a través de la quietud de la mañana.
Notó en su rostro la suave y pacífica iluminación de aquel domingo de verano. Pero la soledad perturbaba a Josa. El silencio cautivaba su atención. En primer lugar meció el libro en el borde de la mesa. Luego lo cerró.
Se puso de pie.
¡Estaba sola! Lo negó en medio de una alegría exuberante. Entonces, desde la terraza, contempló el panorama como si lo viera por primera vez.
Luego entró.
Dejó abiertas las puertas de todas las habitaciones de par en par. Pero en la habitación de su abuela entró con cierto rubor, como los niños que no quieren mostrar su miedo. Se alisó el pelo en el alto reparador, abrió la ventana, se sentó en un sillón de cuero negro, todo ello con una seguridad desmedida propia de su lucha interior con el sentimiento de miedo que la atenazaba. Luego se puso frente al espejo e hizo una profunda reverencia. Se midió. Dejó su cuello rígido. Caminó frente al espejo, conservando su rostro una expresión de orden controlado. Se detuvo en todo lo que relucía. Empujó con fuerza, silbando en el aire, un abrecartas Cuivre. El cenicero de cobre rodó sobre la mesa, cayó al otro lado, y lo dejó allí. Luego se llenó de aire los pulmones frente a las puertas de bronce de color verde amarillo, riéndose de las distorsiones y muecas que pudo ver en la base de bronce."

Max Dauthendey
Josa Gerth



¡Ay de mí!, cómo me torturo.
Un silencio mortal envuelve mi alma.
Desde hace mucho tiempo no disfruto la menor alegría
y el mundo se ha puesto tan terri­blemente triste.
Mi corazón se sobresalta, padeciendo cada hora que pasa.

Cada día mi espíritu lucha con los gigantes
«Heimweh» [«nostalgia»] se llama la taciturna fuerza.
La lucha no calla,
ni cuando el viento calla en los prados…
Anhelo la quie­tud profunda.
No respiro ya la menor paz.
Sumidme en la tierra silenciosa.
para que mi «Heimweh» me olvide

Max Dauthendey



"Hoy visité la tumba de mi padre.
Visitaba nuestra tumba familiar, en la que están enterrados mis padres, tratando de convencerme de que el jardinero cumplía con su deber. Compraba algunas flores en una floristería cercana al cementerio y dejaba que el jardinero las arreglara al efecto. Cuando éste no se hallaba presente, me entretenía leyendo las fechas de los días de nacimiento y muerte de las placa de mármol negro.
Mi padre nació en 1819 y murió en 1896. Así es que lleva casi un siglo sepultado bajo la hiedra. La tierra sólo contiene un lugar efímero para el corazón, los ojos y los pensamientos, de manera similar al espacio de millones de kilómetros de distancia con el sol, si bien por la noche pueden contemplarse las estrellas.
Pero mi corazón, mis ojos y mis pensamientos, no son capaces de concebir las cifras mortuorias que distan a pocos pies de esta misma tierra. Mi muerte, sin duda, descenderá conmigo a la tumba y vendrá conmigo lejos del sepulcro. Mi mirada se detiene sobre el camino que reviste la larga fila de tumbas laterales y presiento que los muertos se han levantado de cada una de sus tumbas reverenciando su propio duelo.
El flujo de los recuerdos a menudo engloba innumerables reinos y regiones. En letras de oro pude leer en nuestra tumba, San Petersburgo 11 de mayo de 1837. Efectivamente, mi madre nació cuando el sol brillaba sobre la cúpula dorada de la catedral de San Isaac y los últimos témpanos de hielo recorrían el lago Ladoga hasta el Mar Báltico. Era hija de unos colonos alemanes que llegaron en la época de Pedro el Grande desde el sur de Alemania, de Hanau, y se establecieron en San Petersburgo. La profesión de estos inmigrantes era la de constructores de órganos. Conocí esta historia la primera vez que estuve en San Petersburgo en 1889, un domingo, en la iglesia holandesa donde sonaba el órgano que había sido construido por mi bisabuelo con sus propias manos.
La familia de mi madre era muy religiosa. Todos sus miembros pertenecían a la comunidad piadosa de Moravia. La única herencia que conservo de mi familia es una Biblia en la que está inscrita la fecha de 1796."

Max Dauthendey
El espíritu de mi padre


Mis ojos están llenos de cenizas,
mis oídos han perdido el sonido.
Árbol, o viento, o rocas,
ya no recuerdo vuestro lenguaje.
En el cosmos sólo me oigo a mí,
a mi yo salvaje y hambriento.

Max Dauthendey










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