Philippe Delerm

"El siguiente domingo, Clémence acudió a la Rue Marcadet. El señor Spitzweg la invitó al Francis, un restaurante bereber en la esquina que forman la Rue Lamarck y una escalera que sube hacia la colina. Se lo pensó mucho. ¿Le preparaba una comidita de su cosecha? Al fin y al cabo, su ternera a la Marengo le quedaba más que aceptable. Pero más que preparar la comida, lo que le disuadió fue el paralelismo dominical. Tampoco iban a pasarse el tiempo intercambiando ritos al vapor y estofados. Además, Arnold estaba muy orgulloso de su barrio. No le disgustaba exhibirse como ciudadano de la Butte, casi hijo de la Comuna y de Bruant. Clémence no quiso pedir el cuscús real, pero, en el umbral de la tarde, los merguez y el Bulauan rosado le estamparon dos bonitas manchas sonrosadas en las mejillas.
No conocía la Rue Saint-Vincent, ni el banquito junto al Lapin Agile, ni las cuatro fanegas de viña, ni la Place du Tertre. Casi hacía buen tiempo. Los pintores habían instalado sus caballetes. El señor Spitzweg quería que Clémence posase para un retrato al pastel. Clémence se negó, pero se dejó hacer un perfil recortado con tijeras. Pasearon por la plaza, deteniéndose aquí y allá, con las manos a la espalda, a mirar cómo pintaban los artistas, a escuchar el grito quejumbroso del vendedor de limonada o a observar las gesticulaciones del mimo. No necesitaban hablar mucho.
Clémence cogió el metro en Lamarck-Caulaincourt, y Arnold le aconsejó prescindir del ascensor. Bajó con ella las vertiginosas escaleras de la extraña estación-cueva. Ya al irse, Clémence le metió en la mano el perfil negro recortado sobre fondo blanco. En el andén, Arnold permaneció largo rato contemplando la imagen, alejándola y acercándosela a los ojos. Aquella naricilla respingona, aquel mechón en la frente… Sí, era más o menos Clemence. Y sin embargo no la reconocía en absoluto. Era como un enigma. Sólo la veía en la superficie de sombra recortada. Ni por un instante se le ocurrió poner en tela de juicio la habilidad del artista. No, quien pecaba de ignorancia era él. Se irritó un poco, se encogió de hombros y sintió que le invadía una extraña tristeza. Acabó metiéndose el perfil en el bolsillo del impermeable. Subió lentamente las escaleras de la estación Lamarck. Arriba, bajo las farolas, la noche cobraba tintes azulados. El señor Spitzweg hubiera debido ser feliz."

Philippe Delerm
Llovió todo el domingo



QUE SE ENFRÍA

     La anfitriona cocinera o el anfitrión cocinero se apresuran aún de la cocina al comedor, he olvidado el cuenco de salsa, o la mostaza, hay que cortar el pan. En la mesa, el pastel de carne humea, pero los invitados sumidos en una discusión, o vagamente reticentes a la idea de rellenar sus platos en ausencia del oficiante, se ven de golpe requeridos por este último: ‹‹Vamos, servíos, ¡que se enfría!››. Con un tono en absoluto conminatorio pero firme, se puede desvelar en él una puntita de irritación. Es una frase para comensales conocidos. No nos arriesgaríamos a echar por tierra así relaciones tan recientes – a no ser para atribuirles de golpe los privilegios de la familiaridad.

       En la cocina, el trajín se hace un poco más ruidoso, indicio de un nerviosismo en aumento. Un segundo embate del ‹‹¡que se enfría!›› se torna insistente. Venga, que alguien tome las riendas, yo no puedo estar en todas partes, si persistís en la expectativa vais a estropear todo vuestro placer y todo mi trabajo. Es lo que se oye, aunque no se diga.

      Entonces, una de las personas se decide a servir segundos antes de que el anfitrión o la anfitriona vuelvan a sentarse. Tomad también ensalada. Aparentemente bonachona, la puesta en escena no está por ello menos calculada con infinita precisión. Las órdenes y las obediencias se disparan siempre hacia los confines de lo soportable y de la armonía.

     Que se enfría. En el fondo, es una reflexión sobre el principio mismo de la cocina. Horas de preparación para unos minutos de degustación. En el restaurante, esta alquimia en tanto es abonada se deshace. Pero en lo íntimo, compartida, la gratuidad es más sibilina. Insistir demasiado equivaldría a dejar la etiqueta del precio en el regalo. Pero el primer ‹‹que se enfría››, que querría justo ser oído como un no os ocupéis de mí, ya voy, esconde también una petición de respeto por el ceremonial culinario. Os he dado tiempo, el único presente de valía. No me obliguéis a recordároslo.

    Más allá de la voluptuosidad aparente o real, todos los ‹‹excelente››, ‹‹está delicioso›› que volarán enseguida traducirán un ínfimo matiz de remordimiento que sólo disipará realmente la parada definitiva: ‹‹¿Me darás la receta?››.

Philippe Delerm
Traducción: Manuela Gómez Angulo



"Un día vendrás a la tienda. Compraré confituras y nos pasaremos toda la noche en la mesa de la cocina, entre la gelatina de la grosella blanca y el ácido espesor de la grosella negra. Comeremos directamente con la cuchara, y tú, en la noche de octubre, llevarás el jersey de lana rojiza. Hablaremos hasta altas horas, placer de las confituras, y el otoño estará en tus cabellos negros inclinados sobre la madera de la mesa, en el reflejo que la lámpara de ópalo proyecta en tu cuello.
Describo la noche, transfigurada por las ansias de volver a verte; tendré que hablar en tono dulce, conteniendo esas ansias, porque sólo estarás conmigo una noche. Tú elegirás la estación del año, un día cualquiera…, tal vez habrá llovido, por la tarde quizás habrá habido dictado en la escuela, para mí será inesperado. Vendrás demasiado pronto, y ese día me habré puesto casualmente el jersey azul marino.
Porque conoces muy bien los días de soledad en que me ponía ese jersey que tú usabas a veces. Conoces toda esa felicidad que he soñado, la felicidad de las confituras en las noches de otoño, cuando no funcionaba mi estufa. Para ti he caldeado el silencio con la guitarra y con palabras en un cuaderno, tengo imágenes grises para el invierno «de los tiempos en que la abuela se cruzaba con la reina Victoria», imágenes para que caigamos en el corazón del invierno, en la calidez y el bienestar de las puertas cerradas, de las nieblas paladeadas de todos los cielos de Londres, cobijados los dos en las camas, en el océano de esta manta a cuadros amarillos y azules. Habrá colores, en invierno, cuando vengas."

Philippe Delerm
La quinta estación


VOY A IR PARTIDO A PARTIDO

    En un principio y sin querer ser descortés con ese jugador de tenis, nos inclinaríamos a hacerle observar que en realidad no tiene otra elección, después de todo. Pero lo comprendemos. Voy a ir partido a partido, es decir, a anticiparme para atajar las extrapolaciones brumosas del reportero que me entrevista y quisiera hacerme reconocer desde esa primera ronda exitosa que preveo llegar hasta la final insinuando que tengo un cuadro ‹‹bien despejado››.

    Ya que no se trata al fin y al cabo de jerga política, es el entrevistador el que, en su gusto por la exclusiva o la exageración, impone ese recurso al estereotipo. El tenista es sincero cuando engarza tópicos como perlas: no hay cuadro fácil, todos los jugadores son peligrosos en una fase final de Roland Garros y esas cosas.

     Ir partido a partido es una variante más bien refrescante de ese discurso convenido. La frase recuerda oportunamente que, más allá de las apuestas, el tenis es también un juego, que cada partido es una obra de teatro a la que hay que considerar como un todo y no como el eslabón de una cadena. También hay – y tal vez sea ya una fisura – el deseo expreso de regresar a un placer original que el conjunto del profesionalismo contaminó un día.

     Porque esta frase dice extrañamente lo contrario de lo que quisiera decir. ‹‹Hay que ir partido a partido›› significa que anhelamos que haya varios así y que, por tanto, lejos de tomarlos uno a uno, los abordamos con la perspectiva de un torneo grande y en la progresión o regresión de una carrera. Ese tono filósofo y razonable posee la evidencia de una paradoja. Por supuesto, sueño con llegar hasta el final, pero simulo no mirar más allá.

     Algo así como creer en la posibilidad de contrariar la mala suerte invocándola, ansiar escapar al sistema en el mismo instante en el que el sistema te cerca ineluctablemente. No hay momento para saborear la victoria, de repente esta entrevista bajo la mirada de las cámaras, de repente esta proyección en la continuidad del torneo: usted jugará mañana en la Central. El presente está en el futuro, sin que él pueda evitarlo. No es él quien va. Son los días los que van. Los partidos. Uno tras otro.

Philippe Delerm
Traducción: Manuela Gómez Angulo






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