Rafael Delgado

"A las diez el baile había empezado ya; se agrupaban los curiosos transeúntes en la acera, ante las ventanas, para gozar un poco, a través de las rejas y de las entornadas puertas, de los mil encantos de la fiesta obreril.
Adentro se contaban hasta treinta parejas, es decir, treinta muchachas frescas, bonitas, ataviadas con sus mejores galas, y cuarenta o cincuenta bailadores que a porfía se mostraban atentos y finos.
La decoración de la sala poco dejaba que desear; la música era insuperable; la que tocaba en bailes de alto quirio, la que gozaba de más reputación y fama; tocaba el maestro Olesa, amable y cariñoso amigo, que tenía prometido al dueño de la casa estrenar, a la media noche, una schotisch nuevo, de las más selectas y apasionadas, que volvería locos a los concurrentes.
El adorno del salón, obra de López y de Solís, hábilmente ayudados por Tacho, mereció a sus autores un sinnúmero de felicitaciones y parabienes.
Los muros viejos y desconchados, recientemente enjalbegados, ocultaban, bajo una triple mano de lechada, los estragos del tiempo y el descuido de algunas generaciones de inquilinos.
Para que resaltara mejor la blancura de las paredes, fueron éstas decoradas por los dos amigos con banderitas tricolores de papel de china, dispuestas en cruz aspada, y sobre ellas lindas coronas de dalias rojas y rama de tinaja, indispensable follaje de toda fiesta popular o patriótica.
Para mayor éxito, Enrique López trajo de su barbería media docena de cuadros que interpolados simétricamente producían un magnífico efecto.
En verdad que aquellos cuadros, dorados un tiempo, con varias escenas de la Conquista de México y de una popular novela de Mad. Cottin, prestaban a la decoración ciertos visos de romántica elegancia.
Las estampas eran de un colorido verdaderamente rabioso.
Los chicos, que no faltan en parte alguna, se quedaban como bobos ante aquel Cortés que endosaba tabardo negro con vueltas de armiño, ropilla verde y calzas aplomadas, y que, reclinado sobre mullidos almohadones, más parecía un sultán que goza de las delicias del harén que un soldado indomable y férreo como el Conquistador. A sus pies doña Marina, con ropaje de odalisca o de almea, penacho airoso y ricos brazaletes, entre pebeteros, ánforas semi etruscas, plumeros flabeliformes y gran abundancia de frutos tropicales, tañía el arpa para divertir las murrias del señor."

Rafael Delgado
La Calandria


"Al salir de la casa del padre Anticelli, doña Dolores iba preocupada y triste. «¿Por qué, se decía, por qué me ha dicho el padre todas esas cosas? No parece sino que mis hijas son malas; no parece sino que mis sobrinos son unos perdularios. Lo cierto es que ambos tienen sangre ligera. El mayor es más simpático y más parlanchín; el otro es medio romántico y melancólico; los dos son afables, correctos y finos, y no hay motivos para pensar mal de ellos. El padre Anticelli no gusta de la educación que se da en París y, sin duda, que por ese motivo no le han sido simpáticos esos pobres muchachos».
Mas la creencia firme que la dama tenía en la virtud, en el talento y en el mundo del padre Anticelli, la obligaba a pensar muy seriamente en cuanto acababa de decirle el excelente sacerdote. El amor de la dama para su hija Elena era grandísimo, y la desgracia de la joven, ciega desde hacía varios años, a consecuencia de una fiebre, de una enfermedad que, al decir de todo el mundo, no había sido conocida de los facultativos, duplicaba en la madre la ternura con que amaba a su hija. Ésta era buena, sí, muy buena, y nadie tenía motivo para dudar de su buena índole y de su inclinación a la virtud. Elena era viva, cariñosa, afable, hasta dulce, y aunque apasionada e impetuosa en ocasiones, la menor advertencia era bastante para que la ceguezuela entrara en razón. De niña, cuando la reprendían por alguna travesura, por su falta de aplicación en la escuela o por algún capricho suyo que no era conveniente satisfacer, la chiquilla se rebelaba contra la autoridad materna, y rogaba, suplicaba, y volvía a rogar y volvía a suplicar, y a una nueva y terminante negativa, la muchacha exasperada lloraba, gritaba, se mesaba el cabello, y más de una vez arrojó lejos para hacerlo pedazos el primer objeto frágil que tenía delante, un plato, una copa, un vaso, o cualesquiera juguetes de los que había en la sala. Pero a los trece años mudó de carácter; se tornó bondadosa, dulce, dócil y sumisa. Parecía melancólica y triste, y tanto que aquellas añoranzas, impropias en niña de tan corta edad, llegaron a preocupar, muy seriamente, a doña Dolores, la cual pudo observar en su hija cierto arrebatado entusiasmo para todo aquello que emprendía la chica, siempre que le era presentado como nuevo y flamante. Una labor, una lección de música, un libro nuevo era motivo en Elena para que trabajara horas y horas; para que no dejase el piano hasta después de medianoche, o para que, leyendo el libro que la traía en vilo, no pensase ni en comer ni en dormir. El estudio de la música le era difícil, y el maestro llegó a declarar que en Elena no había aptitudes positivas para el divino arte. La cuidadosa madre supo aprovechar en bien de la niña tales y tan repentinos entusiasmos y Elena progresó en la escuela y adelantó en la música de tal modo que maestras y maestros se hacían lenguas de la joven, a quien pronto fue preciso vestir de largo. Como la familia había venido a menos ya las muchachas no iban a bailes, y en el teatro no se las veía sino de tarde en tarde, cuando había ópera, allá por diciembre, y eso solamente en una función. Don Ramón lo dijo con toda claridad. «¡Nada de fiestas ni de teatros, que no está la Magdalena para tafetanes!». Elena al oír esto, exclamó:
—¡Sí, papá! No te apenes ni te contraríes. ¡Tan contentas en casita como en fiestas y teatros! No iremos más, y no porque tú no puedas gastar en diversiones, sino porque nosotras no queremos ir. ¿Fiestas? ¿Qué mejores que las que nos proporciona tu cariño? ¿Opera? Ahí está el piano, y Margot y yo tocaremos hasta causar la desesperación en los vecinos.
Vino la enfermedad. Elena estuvo entre la vida y la muerte. Salvó… pero quedó ciega. Don Ramón hizo los mayores sacrificios para conseguir que su hija volviera a ver la luz del día. Fueron a México, consultaron allí a los más famosos especialistas, pero todo fue inútil.
Regresaron tristes, abatidos y sin esperanzas. Vino la ruina y vino la desgracia. Don Ramón principió a declinar visiblemente, y una insuficiencia valvular se lo llevó en tres meses.
No bien Elena quedó ciega todos pudieron observar, incluso el maestro, que el talento musical que en la joven había parecido rudo y torpe se desarrolló en ella por modo prestigioso. Se afinó su oído, la memoria fue en aumento, y era cosa que asombraba ver cómo, apenas oía una pieza, y no juguetillos de baile despreciables y vanos, sino obras del repertorio clásico, ya la tocaba Elena, Margarita acudía en ayuda de su hermana y la obra quedaba puesta, y era ejecutada magistralmente, con expresión y con un sentimiento incomparables. La joven, que antes era melancólica y tristoncilla, se tornó jovial, bulliciosa y festiva. Padecía algunas veces desalientos y languideces, pero eran cortos, y a poco ya estaba cantando, como un pajarillo en día primaveral. Raro contraste el de aquella poética desgracia y el de aquella irreparable alegría. Ruiseñor ciego, Elena tenía su constante noche, arpegios y trinos en que vibraba y palpitaba toda la jubilosa exuberancia de los quince años."

Rafael Delgado
Los parientes ricos


"Tocaban rogativa las campanas, y los frailes asistidos de sus legos y crucifijo en mano, al frente de numerosos diversos grupos de gente, tomaron por distintos barrios de la Villa, cantando el himno de los «Corazones», llamando a penitencia y dirigiendo a los tibios, a los indiferentes y a los pecadores públicos con quienes se topaban al paso punzadoras saetillas. Así llamaban a ciertas coplas o versos sueltos de arte mínima con que daban descanso al rezar y oportuno alivio al fatigado predicador.
En la calle más amplia, en la más cómoda encrucijada se cumplían los actos principales del ejercicio. Allí cualesquiera vecinos proporcionaban una mesa monumental, labrada en cedro perdurable, de aquellas de pesado asiento y garras de león, la cual quedaba pronto convertida en púlpito, sustentador a las veces de muy elocuentes oradores en quienes rebosaban, justo es decirlo, conmovedora elocuencia y eficaz unción.
Terminado entre lágrimas el vehemente discurso él seguía adelante la procesión para detenerse en la plazuela próxima, donde otro orador, tan elocuente como el primero, subía a la improvisada cátedra, y así el numeroso concurso podía escuchar y escuchaba lloroso y hondamente conmovido tres o cuatro sermones que le movían a penitencia y a vivo dolor de sus pecados.
Al caer la tarde, cuando la noche bajaba a todo correr por las entonces boscosas faldas del Borrego, uno de los grupos —presidido por Fray Joaquín Ferrando—, y que venía del no distante monasterio del Carmen, acertó a detenerse, nadie ha sabido si casual o intencionalmente, frente al corral de la Llanos, donde volatines y faranduleros se daban a Satanás y lamentaban la falta de concurrentes que admiraran y aplaudieran los chistes y glosas de Cancela, el salto mortal del más hábil de los volteadores, y el donoso pasillo o el picaresco sainete con que se pondría término a la fiesta.
Predicaban frente al palenque los franciscanos, y (cosa rara en frailes españoles) tronaban contra el teatro con más ardor que Tertuliano y con más encono que el mismísimo Juan Jacobo Rousseau.
Exasperados los volatines y temerosos de un quebranto, que no consiguieron evitar, no sabían qué hacer, hasta que, al fin, Cancela, enharinado y pintarrajeado de mil colores, y vestido ya el traje sembrado de oropeles, se decidió a jugar el todo por el todo.
Algunas personas estaban de tertulia cerca del tablado; el Subdelegado don Pedro María Fernández; algunos oficiales del Batallón de Castilla; mi abuelo paterno, cuyo nombre llevo, y que había salido de Córdoba con la familia toda, huyendo del vómito, que ese año hacía de las suyas en la Villa de los Treinta Caballeros… y el mismísimo Hevia que, por caso raro, había dejado aquella tarde su partida de solitario, para concurrir en el corral con algunos amigos."

Rafael Marcelo Delgado
La noche triste







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