Remigio Crespo Toral

Alboradas

Cual de un sol moribundo los reflejos,
cual de extranjera playa, de allá lejos
viene el recuerdo de mi edad primera.
¡En el espacio azul, qué resplandores,
qué arrebol entre nubes de colores!
¡Dadme volver atrás! ¡Ah, si volviera!

Aún miro, como en sueños, alto monte
cerrando el horizonte;
una heredad perdida en la arboleda,
y entre juncos el río, en curso blando,
al umbral de la granja murmurando. . .
¡Sólo una sombra de esos tiempos queda!

Mis hermanos y yo, por esas lomas,
de yerba en flor - bandada de palomas
nacidas a la sombra del olvido,-
al resplandor de la primera aurora,
subimos con la mente soñadora
al cielo, desde el nido.

La luz de la mañana
ya cruza mi ventana
en brilladores haces transparente
y rocío sutil aglomerado
por el opuesto lado,
cubre las hojas del cristal luciente.

En el alma aún presentes las visiones
de otro mundo y los sones
de un himno oído en inefable ensueño,
¡cómo a la voz materna
el niño se prosterna,
rebelde a los estímulos del sueño!

Y melodioso trino,
célico acorde, cántico divino,
al resonar la voz del campanario
del cerro en la eminencia,
se escucha la cadencia
de las alternas notas del Rosario.

Y su diana el gallo vigilante
lanza aquí, más allá y en la distante
heredad. Los devotos labradores,
-¡comienzo santo en la labor diaria!-
entonan la plegaria
ante una cruz de espigas y de flores.

En el humilde templo de la aldea:
-¡Que bien venida sea
tu apetecida luz! -exclama el cura.-
¡Padre, mi labio con amor te nombra;
cubra tu augusta sombra
mi grey, que en tus favores se asegura!

El buen maestro, al rezo
al pequeñito adiestra, que travieso,
del divino gorjeo se recela;
y de jilgueros inocente trino.
con aire campesino
estallan las plegarias de la escuela.

Y el canto del Rosario
el templo asorda, invade el solitario
monte, en el antro mísero solloza.
¡Doquiera suenas, cántico sublime,
donde se ama y' se gime,
en el palacio, en la olvidada choza!

Fatigada la frente,
torno la faz a oriente,
a esas auroras de una edad lejana;
y cólmase la copa de mi llanto,
pues aún amo el encanto
y el perfume y la luz de una mañana.

Remigio Crespo Toral


La tarde

¡Cuán bella y melancólica la tarde!
Vasta hoguera de luz, el ocaso arde;
y el sol, aunque a la muerte se avecina,
del iris los colores,
como lluvia de flores,
derrama sobre el valle y la colina.

Tras el tenue cendal de la penumbra,
el crepúsculo alumbra,
triste cual sí velara la partida
del astro agonizante; desolado
gime el viento en el prado,
el agua llora del peñón vertida.

La voz de la campana
-clamor augusto, súplica lejana-
se extiende por las pampas; aletea
bajo el alar la tímida avecilla;
devoto el campesino se arrodilla
al Angelus del templo de la aldea.

El toque de oraciones
llega a los corazones
cual gemido de allá, del otro mundo,
y queda todo en plácido sosiego;
sólo el silencio, luego,
es cántico solemne, himno profundo.

La estrella de la tarde solitaria
asoma en el cenit, y la plegaria
brota del alma y en los labios suena:
-Cuando despierta y cuando muere el día,
¡salve, Virgen María!-
se oye doquier, en música serena.

En el cañaveral el viento gime;
es ya la noche… En majestad sublime,
con tu misterio y soledad asombras,
solemne y triste, y al Señor levantas,
con notas sacrosantas,
Naturaleza, el himno de las sombras…

Después, la luna nueva
lentamente se eleva,
antorcha de la aldea y las cabañas;
y tenue resplandor, cual gasa leve
se extiende en el paisaje, y como nieve,
amortaja la vega y las montañas.

¡Tardes del tiempo aquel, anocheceres
que ya no volverán, como los seres
que duermen en el fondo de la tumba!
Sólo quedan dolor de la memoria,
leve sombra de dicha transitoria,
el eco de una voz que no retumba…

Enfrente a la heredad, sobre la cumbre
del monte, se esparcía intensa lumbre,
y asomaba una estrella: esa era mía;
¡pues, en ella, vestida de pastora,
verte, al primer destello de la aurora,
soñé, Virgen María!

La indiana melancólica bocina,
en la estancia vecina
gemía de unos pobres; vigilaba
el perro fiel ladrando en el otero,
y el corcel altanero
en la granja piafaba.

Arrobábanme en lánguido embeleso
la cadencia del rezo
por infantiles labios repetida
y brotada de amantes corazones
y, en cándidas visiones,
de ángeles el descenso y la partida…

¡Amor de los amores, torna y vierte
en la sombra de muerte
el raudal de tu luz! Mas ¡ay! la onda,
no la alta cumbre a repasar alcanza…
¡Adiós, dulce esperanza!
¡Ya no hay un eco que a mi voz responda!

Remigio Crespo Toral


Leopardi

En su alma sin fondo pusieron los dioses
nostalgias sin nombre, cenizas de hielo;
del sediento Tántalo tormentos atroces,
del ave sin alas las ansias del vuelo.

Medita, interroga y exclama; qué voces
las suyas esparcen sollozos de duelo;
y lanza rugiendo clamores y adioses,
rebelde a la tierra; proscrito del cielo.

Sus cláusulas de oro, sus límpidas rimas
esconden la sangre del cáncer, su llaga
con sándalo ungida desangra sensible.

¿Si habrá nuevos astros y plácidas cimas,
do acierta el poeta que huérfano vaga
hallar la divina belleza imposible?

Remigio Crespo Toral



Nacido del amor de las florestas,

diciembre trae, con devotas fiestas,

en cada aurora el sonreír del cielo.

En el valle, en la falda,

la mies se riza en ondas de esmeralda,

del vago viento al inconstante vuelo.

Los jilguerillos cantan

en las andinas sierras; se adelantan

a repicar las torres de la aldea;

y en sencilla lengua del cariño,

—El mes, el del Niño—

Exclaman todos —bienvenido sea!—.

Anímase el desierto,

del céfiro y las aves al concierto.

¡Hasta la indiana quena,

hecha de pobre caña,

inunda la montaña

con aires de un canta de Nochebuena!

En medio los transportes del contento,

se eleva el Nacimiento

sobre pajas y césped florecido.

Allí los muros de Belén, la choza

bajo la selva umbrosa,

el pino agreste, y en la rama el nido.

Apacientan con flores

su rebaño, en la cuesta, los pastores;

al sonar de la esquila,

el labrador gobierna su pareja,

abre los surcos, y la abuela vieja

entre los rubios pequeñuelos hila.

Cercada de espadañas, la laguna

copia el nevado disco de la Luna.

La hirsuta fiera enseña

en el antro los ojos.

Flores y hojas llevando despojos,

el torrente en cascadas se despeña.

Los reyes del Oriente, hacia la gruta

siguen la áspera ruta

de una estrella a la lumbre viajera.

Allí el portal, el asno, el buey altivo

mirando compasivo,

cual si de Dios la humillación sintiera.

¡Cómo, en la plenitud de la ventura,

te inclinas con ternura,

Madre bendita, en inefable gozo!

Ángeles en tropel se precipitan;

y las rocas palpitan,

y adora el santo esposo.

Estrella rutilante,

allí el precioso Infante

en las pajas dormido,

brilla de la aureola en los reflejos:

—¡Cuán hermoso y gentil! -dicen los viejos; –

tal, lindo como está, debió haber sido.

Y los niños exclaman: —¡Amor mío,

ay, tendrás tanto frío

sobre esas pajas! —¡Plácidas dulzuras

del infantil amor! De todos, esta

es la anhelada fiesta.

¡Gloria en el campo, gloria en las alturas!

¡Oh hermosa Nochebuena campesina!

¡Cual la iglesia del pueblo se ilumina,

cómo sube al altar rústico incienso,

qué sencillo el Portal! De la era el tamo

cubre el ara que adorna humilde ramo…;

 mas ¡cuán inmenso amor, qué gozo inmenso.

En el campestre blanco sombrerillo

que, en arreo sencillo,

ponen a la Señora, se entretiene,

agitando el plumaje,

el céfiro salvaje,

que perfumado de los bosques viene.

Acuden los pastores,

en tropel los devotos labradores,

la piadosa madre, el triste viejo,

el chicuelo inocente, la aldeana,

que se asoma lozana

con su pañuelo y corto zagalejo.

El Niño entre las pajas

sonríe; chillan roncas las sonajas;

los aires llena el pífano sonante,

y las coplas de amor del Nacimiento

esparcidas al viento,

las lleva el eco al peñascal distante.

Entre el incendio de las secas haces

bailan alborozados los rapaces

al son del villancico; no resuena

el yaraví; su pena el indio acalla;

rojo el cohete estalla

chispeante en la atmósfera serena.

La caterva, a la vera del camino;

alegre y ya sin tino,

agotadas las ánforas, se lanza,

al estallar la campesina orquesta,

en tumultuosa fiesta,

con el delirio de la loca danza.

Y llénanse las copas placenteras

en torno a las hogueras

que inundan con su luz las heredades.

En todo corazón anida el gozo…

¡de Belén, Niño hermoso,

huésped de las andinas soledades!

Colgaste aquí tú cuna

humilde cual ninguna,

mas oliente a claveles y romero.

Eres, como hijo de los pobres, triste,

que sin sombra naciste,

implume entre las hojas prisionero.

Tu tierra es esta. ¡Que jamás la dejes!

Tú que la cuna, quindecillo, tejes

con silvestre retama,

habita aquestos campos inocentes,

ama estas limpias fuentes,

estos retiros de los bosques ama.

Blanco botón de lirio

que enrojece la sangre del martirio,

de nuestra cordillera soberana

recuéstate en las pajas virginales;

y sean tus pañales

¡los musgos de la selva americana!

Remigio Crespo Toral



"Ya solo nos quedan los caminos del cielo."

Remigio Crespo Toral













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