René Crevel

Duda

El sol se ha roto en los vidrios de hierro blanco.
Muertas las flores de mi herbario.
Las neurastenias son rosas en miga de pan.
¿Y si tratamos de jugar al trictrac?
Saltan los dados.
¿Hombre o mujer?
¿Gata o gato?
Pero estará el perro que igualmente será gato,
la vieja canción de las partidas que quedan,
y luego la butaca de madera.
Los pechos no tienen sino un seno en lo alto de cuerpos sin sexo.
¿Entierran mi juventud? ¿Es cierto?

René Crevel



"Durante mi convalecencia, cuando me fue posible pensar en la vida que iba a reiniciar, decidí volver a mis estudios. La felicidad no nos llega sin algunos ejercicios especializados. Sabía a qué cosas tenía que renunciar, pero ya no me sentía capaz, para conservar todas las posibilidades, de despreciar los trabajos cotidianos o de aceptar cualquier suntuosa ociosidad.
Había llegado el momento de elegir, por fin lo entendía, sin tener que envidiar la holganza de los carpinteros que se niegan a clavar clavos.
Dar golpes a un trozo de madera con los brazos encogidos, como un estribillo -herramientas en las manos, canciones en los labios- era una clase de felicidad de la que no me sentía en absoluto capaz; sencillamente recordaba que había iniciado mis estudios de filosofía. Como suele ser frecuente, me aferraba a los recuerdos; pensaba en la calma y en la frescura de los pasillos de la Sorbona; una tarde, en el patio, me había echado sobre un banco de piedra, y las palmas de mis manos habían tenido la dicha de encontrar por fin algo menos candente; gotas reblandecían el polvo; por todo vegetal, las lilas de un macetón verde; pero entre las paredes de esta estación modelo y abandonada se abría por lo menos un rincón de auténtico paisaje: la vieja iglesia obispal con el aspecto de una reina viuda de incógnito pretendía que el orden no está reñido con cierta belleza; entonces, Dios mío, por qué no simular haberse dejado convencer."

René Crevel
Desvíos


Estremecimiento

Un pájaro en mi cráneo,
un pájaro sin voz,
batiendo las plumas sin son,
un pájaro que no ha volado,
un pájaro que no ha cantado,
propenso al temblor de lo gastado.

René Crevel



La Gran Maniquí busca y encuentra su piel

Miradas en forma de boutique, miradas destinadas en modo alguno a ver, sino a ser vistas, cuántas fragilidades, cuántas confesiones, hasta en las más suntuosas de sus impertinencias.

Les apetece hacer su Júpiter, a estas fachadas cuyos pisos seis, ocho, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta coronan las ojeadas de la planta baja, ninguna Minerva invulnerable está lista para nacer de las ambiciones del mármol o las neuralgias del ladrillo. Más bien al contrario. Las arquitecturas más minerales, desde la primera incisión, admiten arquitecturas a medio camino entre lo vegetal y lo animal, a medio camino entre lo que se marchita y lo que sangra. En los detalles más minúsculos de una ingenuidad, así como en las más atronadoras apoteosis de un exhibicionismo sensacionalista –lanas que se drapean, sedas que se pavonean, telas ornadas, en coqueterías con volutas– las artimañas de los tejidos no alcanzan a hacerse más transparentes que los vidrios que las protegen. Por mil vueltas y revueltas, el invertebrado se esfuerza en fascinar aquello que le permitirá tomar forma. Las grandes tiendas, sobre todo durante las exposiciones de blanco, son mercados de la piel, kilómetros de piel se ofrecen a los deseos de la Gran Maniquí.

¿La Gran Maniquí?

—Pues sí, usted lo sabe bien, la Gran Maniquí, ese iris de savia violeta, violenta, demasiado violeta, demasiado violenta como para aceptar las hipocresías boutiqueras extendidas en escaparates a golpe de mentiras carmesí, trapacerías desteñidas, perfidias aterciopeladas. Le hacen falta otros jardines, distintos de estas platabandas cuyas hipocresías pretenden contener el ascenso de las avenidas más, mejor decididas al espacio. Ella es demasiado salvaje como para resignarse a los roles del puro desfile, a las actitudes sin eco. Los explotadores han querido condenarla a la reclusión. El hielo de un vidrio, los melindres rabiosos de una fachada, en vano, han intentado detener su impulso.

¿Le pusieron casco, la acorazaron de insensible? Una vieja piel no es menos un bosque de papilas que se conmueven con la primera caricia de sus dedos. Sobre su pecho, una seda deshilachada murmura tiernamente. Cuando se acerca, los trapos viejos encuentran juventud y vida de nuevo. Se ponen a cantar con todos los colores.

En las esquinas de las calles sórdidas, en las encrucijadas de la miseria europea, ella pasea una majestad de África, a la cual ninguna falda sabría obstaculizarle las largas zancadas. Con todo su resplandor, llama a sus amantes, sus hermanos, los hombres de pieles sombrías que los grandes perros de las capitales roen hasta los huesos. Salta sobre las trampas y las ferocidades de la ironía. Como para un carnaval, la vistieron de mal gusto, aprisionada en un viejo claustro. Y, no obstante, hela aquí libre, a la vez testigo y avara de un tiempo, espejo cuyos reflejos iluminarán mañana, haz de luces alegres ya en pensamientos trágicos, decisivos, exigentes. Así, siempre, en las opacidades más cotidianas, ella brota, ramo de precisiones, géiser de cólera, llamas del porvenir, sol cuyo puño de azufre desgarra, estrangula las lepras de las albas sentimentosas. Pero no sólo violenta, es también dulce la Gran Maniquí, esta mujer doblemente mujer por ser hija de la vestimenta femenina y de la desnudez femenina, la Gran Maniquí, esta Antígona que sabe, por su aderezo, poner en sonrisas muy carnales las complejidades edípicas. La Gran Maniquí, es gracias a ella que su tejido de padre puede vivir una vida tan plena como su propio cuerpo, su cuerpo de bella cilíndrica, hecha como torre, la perfecta, tan perfecta que no siempre se toma la molestia de llevar consigo, en sus peregrinaciones, una cabeza, brazos, piernas. Las piernas, esas tijeras para cortar el espacio, por cierto es de lo que se avergüenza menos frecuentemente.

También encarna el sueño de todos los Prometeos infantiles, cuya hambre recrea, para saciarse mejor, el cuerpo materno, lo unifica de los hombros a los tobillos, haciendo un terreno de juego y felicidad, lo embellece con suaves y acogedoras curvas, demasiado suaves, demasiado acogedoras como para ahondarse en precipicio alguna vez. Pero, sobre todo, que no se valla a desexualizar a la Gran Maniquí. La insuficiencia, el equívoco, esto no es apenas su obra. Puede travestirse. Hermafrodita, no es la caricatura ni de Hermes ni de Afrodita. Es lo uno y lo otro cuando, bajo una forma esencialmente masculina, se une a su contrario, al seda, en un abrazo tan suavemente envolvedor que, del conjunto rígido y de la tela floja, del maniquí y de su tela, de la tela y de su maniquí, nacerá una nueva, doble y total realidad.

Será la síntesis, la pareja, el derramamiento de un canto de amor.

Dado que esperan mucho de ella, los hombres son torpes y tímidos con la Gran Maniquí. No saben cómo presentarle la variedad de epidermis que se cambia más a menudo que las camisas. Para seducirla, intentan lo pomposo. Ahora bien, lo pomposo siempre es macabro. Sobre la boutique de la que será el ornamento más bello, sobre el ojo del que será la pupila, se hincha un párpado de pañería bastante mortuoria, bastante fúnebre con, a modo de pestañas, pesadas lágrimas de seda. Pero, apenas ella aparece, se hace la primavera. Una bola de flores le sirve de cabeza. Su cerebro a la vez es la colmena y el ramillete. Por corpiño, tiene un seno. Cintas de miel le sirven a la vez de nervios y cabellos, bailan sobre sus meninges de pequeñas hojas parlanchinas, luego bajan en hondas hasta la cintura que entallan.

Las columnas griegas no tienen sino que ser las hijas del Partenón. Los vestigios más soberbios de la Antigüedad están más que felices de plegarse a sus menores caprichos. Un teatro mismo, la calle se abre para singulares ballets, donde la sombra ya no osa moverse, pues la sombra escucha la canción del silencio.

La Gran Maniquí con piel de romance. El romance para nada se volverá cantinela. Ella sabe salir de sí misma, tal como sus focas –esas focas dignas de ser los animales familiares de aquella que tiene su plenitud– a las que, para descuartizarlas, bastaba, según el autor de un viejo bestiario, hacer una larga incisión a lo largo del lomo y después torturarlas, enloquecerlas hasta que, en su huida precipitada, salgan los músculos desnudos y sangrantes de su vestimenta aceitosa.

Orfeo de las pieles nuevas de esqueleto, la Gran Maniquí arrastra en su estela todas las telas que, por turnos, habitó. Ramos de paseos juveniles. Lo que la ama, la sigue. El resto muere. Los escaparates se vuelven cementerios, se llenan de piedras tumularias. Del jarrón de los lamentos caen charcos de inutilidad.

La Gran Maniquí en su pequeño interior encantador.

No está hecha para la torre de marfil. El narcisismo, la orquestación de sutilezas egocéntricas, no tardan en hacerla salir de sí.

Pero con semejante criatura se sabe alguna vez dónde se está.

Ya le ha dado la espalda a su doble y, en el umbral de la noche, se va, echa vuelo. En vano, durante el crepúsculo, un telón de hierro cae entre ella y el paseante, para hacerla prisionera, reducirla a la soledad. Un párpado que se cierra no puede abolir el universo, sino al contrario, madura con su calor sombrío todo el fósforo disperso en el iris del amor.

Sobre el globo del ojo, la Gran Maniquí se desliza vestida de vía láctea. Sus antenas, sus sueños la conducirán hasta el secreto del hombre.

René Crevel




"La psicología tiene por principio y tradición el considerar cada facultad como dotada de vida propia. Extravagancia analítica bien presta a pasar de lo abstracto a lo concreto y por ejemplo, ver en los sentidos no sólo una amplia obertura de variadas y concordantes luminosidades, sino una marquetería de entidades de la que el punto más esplendoroso convertiría en despreciables a los demás, de tal forma que los ojos de un pintor puestos en un plato, continuarían siendo los ojos de ese pintor, y lo mismo con la oreja de un músico, pabellón auditivo y cavidad interna desgajados de la cabeza para ser depositados en un cofrecillo enguatado. Se trata de percibir o de asimilar, juzgar lo que se ha percibido, la especialización ha castrado a su dueño. Quien se sitúe sin tomar postura, sin acción sobre su mundo, nunca encontrará ese mundo inteligible. De ahí pues el oscurantismo, siempre que se aguarde esperanzadamente algo de las migajas de sí mismo desparramadas voluntariamente buscando en ellas amago de sensaciones o lentejuelas de ideas, con la soñada esperanza de una síntesis a imagen y semejanza de la hormiguita del cuento. Así pues, puede que aparezca un día, no habiendo sido más que una hipótesis provisional y contradictoria (y que no tendría más razones que el empirismo, para un tiempo determinado, en ciertos medios de investigación), la distinción que entes milenarios habían creído fundamental entre el mundo material y el mundo espiritual. Lo que no querría decir que los idólatras de la materia hayan tratado de encontrar el nervio del bistec, ese alma que un cirujano se jactaba de no haber podido hallar su escalpelo, ni que tal o cual superstición implique el riesgo de hacer reposar el brazo de un manco.
(…)
Así pues, porque Dalí nunca dejará que las brumas sentimentales obscurezcan su visión ni volver a la niebla su contrario, ese gran cristal de roca del amor, ese bloque luminoso de detalles exactos, que pasa su mirada sobre las fábulas que la humanidad creía definitivas, será así yugulado el conformismo tradicional que, desde tiempos inmemorables las había inmovilizado. Como Freud resucitó a Edipo él ha resucitado a Guillermo Tell. Ese personaje silvestre que apunta la ballesta a una manzana en la cabeza de su hijo y cuyo amor paterno no se subleva mucho más que el de Abraham sacrificando a Isaac o el de Dios padre a Jesucristo, ese Guillermo Tell resucitado en pinturas y poemas, coronado de rosas, un pecho de mujer bamboleándose en un torso contorneado, y el pene fuera del calzón, más rugoso que las ramas a lo largo de las cuales trepa, un pan entre los dientes, porque bien merece dar su nombre a algún complejo, tendrá el más bello monumento de los simulacros en la plaza de la ciudad dialéctica, que de los dedos, la pluma, los pinceles, la palabra, los sueños, el amor de Dalí, a todas horas, sean vínculo de metamorfosis."

René Crevel
Dalí o el antioscurantismo




Mirada

Tu mirada color de río
es el agua dócil que cambia
con el día que abreva.
Madrugada, túnica de ángel
un trozo de abrigo celeste
bajo tus pestañas, entre las riberas
ha encallado. Fluye, fluye, agua viva.
La noche se va, pero el amor permanece
y mi mano siente latir un corazón.
El alba quiso engalanar nuestros cuerpos con su candor.
Corpus Cristi.
El deseo matinal volvió a tomar nuestros cuerpos desnudos
para esculpir una carne que creímos fatigada.
A lo lejos, sobre los ríos ya pasan los barcos.
Nuestras pieles, tras del amor, tienen el olor del pan caliente.
Si el agua de los ríos es para nuestros miembros,
tus ojos lavarán mi alma;
pero tu mirada líquida, en el mediodía que temo,
¿se volverá de plomo?
Tengo miedo del día, del día demasiado largo,
del día que da de beber a tu mirada color de río,
oro en una noche cubierta de triunfos dobles.
Si la victoria grita la voluptuosidad de los ángeles,
que se revele en él la majestad de un Ganges.

René Crevel



No basta la elocuencia

No basta la elocuencia.
Esta noche mi corazón se balancea
y se desliza al borde de un párpado,
lámpara de desgracia
que no me ilumina la noche.
Hombre negro pero no de ónice,
hombre color de despecho
titubeando en el pantano de los odios pequeños,
quisieras, como una alondra su espejo,
un sol donde morir con tu pena.
Buscas pero eres demasiado inquieto
como para hallar tu Monumento.
Nada brilla,
ni los ojos, ni el hierro, ni el amante anónimo
liberan de sus mil clavos
tu dolor,
donde el enjambre de moscas de vuelo cojo,
de moscas con una sola ala,
alumbra con estrellas pobres la sangre.
Malabarista,
malabarista de palabras,
tus palabras se machacan contra los muros.
Tu angustia –todavía una cinta frívola–
corona
un cerebro que ha jugado por demasiado tiempo al veo-veo.
Las cartas de la desesperanza
esta noche
son iguales a las cartas de la felicidad de antaño.
¡Qué puedo decir entonces!
Qué podría decirte,
hermano nacido de mis pies,
sobre un suelo donde nada más vives para espiarme.
Vereda que he seguido
en su mentira de granito.
Olvidé que allá abajo estaba el mar
y huí del agua espejo de estrellas
para cantar una mano
en otra mano.
Río verde.
Infancia suave,
piedad para el hombre que pasa,
el hombre que muerde su labio
en sus labios,
porque teme olvidar el sabor de la boca.
Timonel moreno, bajo la tela azul,
la piel color de cabellos,
¡hola! Bello viajero,
ibas hacia el mar,
ahora caminas sobre el oleaje
y yo, que busco en el cielo un hueco, una ventanilla,
estoy ahogado de tierras.
Di que no es demasiado tarde,
orgullo mío, para jugar al faro.
Y sobre el colchón de hierbas tiernas,
cae en triángulos de metal.
Mi corazón quisiera aullar su mal,
con mi corazón yo haría cordeles,
cordeles que sabría tender
o retorcer en cifras
más definitivas
que los huevos en sus cáscaras
y las momias en su túnica de oro.
Y tú, cuerpo mío, maldice los sentidos como un enfermo
maldice sus muletas.

René Crevel




“No ha viajado al Tíbet, ni a Groenlandia, ni siquiera a América, pero los viajes que no ha llevado a cabo en la superficie, ha intentado hacerlos en las profundidades. Así, puede jactarse de conocer bien ciertas calles y ciertos hoteles de día y de noche.”

René Crevel



"No sé qué es lo que más quisiera hacer, ser, conocer. Hacer es ser, y conocer es hacer. Y toda la vida es un círculo… no un círculo mágico, sino un círculo vicioso, como decimos en francés. Pero en este círculo vicioso no hay lugar para vicio alguno.

Y dado que el tiempo no es tan simple, las cosas, los hombres, las mujeres, los caballos, los gatos, los perros, los automóviles del pasado no se han ido para siempre, sino que mantienen siempre su curso. Y si he conocido algún día feliz o desgraciado por alguno de ellos, esas cosas buenas o malas (para mí)… hombres, mujeres, caballos, gatos, perros, automóviles, pueden ser en mi memoria (y la memoria es la vida) el conocimiento de lo que fueron por primera vez. Pero el problema de la vida no reside en la felicidad o la desgracia. No me amo ni me detesto. Mi trabajo es manzanas caídas de un árbol (yo), pero soy un árbol desprovisto de alma o, si prefiere, mi alma no se encuentra en mi cuerpo. Mi alma prefiere otra morada. Hoy, mi cuerpo está en Pau y, allí, hay viejas damas inglesas con sombreros verdes y rosas. Si usted ve mi alma (puede que aún esté en la buena ciudad de París, junto a todo lo que amo), hágale sus preguntas. Pero creo que un manzano nunca habla de sí mismo. Un hombre que habla de sí mismo es un hombre repleto de huecos. Dice lo que metería en los huecos. Yo no quiero nada que tape mis huecos."

René Crevel
Respuesta a un cuestionario aparecido en The Little Review, vol. 12, no. 2 b



"Por un mordisco en pleno cielo, muy grandes se le abrieron los ojos, y hasta el éter se le alargaron las pestañas al hombre. Pero, en los jardinillos la hierba, brizna a brizna, se muere por causa de un diamante helado, y, a pesar de los zapatos, de la ropa interior y del traje, los trozos de carne que parecían mejor protegidos empiezan a cortarse por el frío, como, en otras temporadas con la tentación de las manzanas todavía verdes, se instalan suavemente en el paladar el alga del sabor y las espumas.

Permeable a la manera de niebla, el hombre, al pasar ante la tienda en la que reposan sobre un lecho de hojas, los melocotones más frágiles, envidia, a la vez, el presente y la vida anterior de éstos, ya que todo es siempre sencillo para la fruta y sus árboles. Qué pena que octubre no sea un mes hortelano como la calle de los Párpados Rojos tampoco es viñedo.

Pero ya que el mes, con sus treinta y un brazos, obstinado, deja caer las manos, las hojas, olvidemos el pedregal de hoy a favor de un fértil ayer, hace ya semanas y semanas, cuando, hermano del cerezo cerecero, y del ciruelo ciruelero, surgió desde el sueño de la tierra, febrero fiebrero.

La Ciudad, no había soñado ni había llorado.

La calle, por entonces, no tenía nombre. Al hombre le resbalaba el fuego directamente por los huesos, y unas extrañas lenguas ardientes le lamían la piel, por debajo. Los pies le dolían, estaba claro que los sabañones, tulipanes escarlata no tardarían mucho en reventar, mientras que la frente, los dedos, se ofrecían a la caricia de la nieve. En el escaparate de una relojería, al otro lado del cristal, entre relojes y joyas Fix, sobre una tablilla de terciopelo granate, un despertador de hojalata daba la hora más voluptuosamente contradictoria y, con la misma intensidad, podía ser a la vez amados y temidos el frío de las esquirlas triangulares clavadas en los músculos y aquella lava que le daba a la sangre su medida consumidora. De igual modo que tras la vendimia se canta la embriaguez del último sol y de la última cuba, en la penumbra glacial revoloteó un pelusa de refrán:

Febrero, fiebrero.
Tiempo nuevo. Tiempo nuevo."

René Crevel


Proyecto de futuro

Los dedos de nuestros pies tocarán escalas.
Tras el juego de anagramas,
un poeta
islas
cree
en porcelana de histeria.
En la calle cuenta los pisos,
desde el octavo de las casas nuevas
caen, caen los amores.
Entre los continentes meterán diques de piedra.
Sin embargo, Jérôme ya no será un nombre de flor.

René Crevel




"¿Qué es la muerte? Ah, sí, ya entiendo. La muerte se parece a la prima Cynthia. Aun antes de conocerla yo no pensaba más que en Cynthia. Además, en casa se hablaba de ella durante todas las comidas. Estaban tan impacientes por verla, y la abuela repetía: "Cyhthia será nuestro rayo de sol". Qué alegría el día que llegó. Traía regalos preciosos para todos y con su melena pelirroja, su vestido verde y sus ojos grises como las nubes se veía enseguida que había nacido en un país al que tú no irás nunca. La instalaron en la habitación más linda y podría haberse quedado ahí años y años, pero, un buen día, se acabó Cynthia. Se había ido sin decir nada. Como una ladrona. Al irse, se llevó a papá. Primero yo creí que era en broma, pero nunca volvieron. La abuela, como siempre, se hace la orgullosa, dice que no hay que extrañarlos y que lo mejor es dejarlos calaverear. Pero el abuelo le guarda rencor sobre todo a Cynthia. La llama con los nombres más raros y la otra noche gritó muy fuerte que era una puta. Una puta, ¿qué es una puta? A propósito, dime, la muerte, ¿también es una puta?"

René Crevel
Babilonia







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