Carlos Droguett

"Corina se había puesto pálida y nerviosa, se acercó otra vez a la ventana y alzó la cortina. Después rastreó bajo la cama y sacó un braserito, se agachó sobre él, amontonó un poco de carboncillo, deshizo un cabo de vela, encendió un fósforo y surgió la débil llama. Sentía que la iluminaba hacia dentro. Tenía la llama en el pecho y la quemaba. Sentía deseos de gritar, de llorar, de pedirle a Diego que la llevara donde el chino Antonio, que tenía un almacén cerca del Matadero y era dueño de un fumadero de opio. Amor, amor… beberemos té verde y soñaremos. El alma oriental, que llegaba hasta ella en los folletines que leyera en el diario "El Chileno" y en la casita en que viviera Alameda abajo y de la cual la sacara el Diego una noche de gran lluvia, mientras sonaban los disparos todavía en el patio y lloraba la Lucha, cuya sangre la había salpicado la blusa tornasol que tanto le gustaba, el alma riente, se le plantaba ahora frente a ella, entre el humo del carboncillo y la delgada llamada que quería lamerla, una llamita amarilla y fría, como el rostro de la mujer del chino Antonio. Lo sentía acercarse hacia ella en la penumbra, borroneándose en la leve camanchaca del humo opioso. Lo veía en la oscuridad, pensando que si se acercaba otro poco, ella debería gritar. El chino la perseguía a través de los arrozales y ella deseaba que se acercara y tenía miedo y sentía su respiración un poco perfumada, oliendo no sólo a colonia, sino que también a ron y a polvos, a polvos acres y amargos que le expandían los hoyuelos de la nariz y le daban deseos de tenderse en el suelo y llamar al Diego, Diego, Diego, estaba lloviendo y cuando ella gritó vio a la Lucha tendida en el suelo, la cara llena de sangre y mojada con la lluvia y el chino Antonio agachado sobre ella y acariciando el pelo de la muerta y mirándola, mirándola sin parar y sin decir nada. Un tazón con opio, una chinela pequeñita y ensangrentada y un coolí dormido eran para ella la síntesis del Oriente, a través de sus incipientes lecturas y del recuerdo del chino Antonio. De pie, frente a la ventana abierta, se quedaba soñando.
El sueño forma parte del patrimonio de la humanidad. Su mundo oscurecido siempre interesó a los artistas y mucho antes que Freud lejanos exploradores se sumergieron en ese pozo insondable de las edades. En el sueño hay otro mundo, toda una humanidad; el hombre del sueño no es el mismo ser que vive la vigilia del despierto y Cocteau —cronista del opio— anotaba: "Luz y sombra son las dos mitades del universo; mientras la mitad del mundo descansa, la otra mitad trabaja, pero de la porción que duerme emerge una fuerza misteriosa". En efecto, cuando estamos despiertos compartimos con los demás un mundo que no es el nuestro; sólo cuando nos sumergimos en el sueño somos nosotros mismos. Estamos en nuestro verdadero mundo, en nuestra propia casa, transformados en los seres del espanto, en los navegantes misteriosos y entonces, los grandes apóstoles del sueño, sus evangelistas, sus exégetas, sus teóricos descubridores, adquieren para nosotros todas las dimensiones. Los vemos pasar en la profunda agua del sueño, los miramos con la lucidez del loco, mientras perdemos altura y adquirimos profundidad y se nos caen el cuerpo, la carne, las pasiones y viene el lento sumergir humano para caminar por sus calles más verdaderas."

Carlos Droguett
Sesenta muertos en la escalera


"Escribir, por supuesto. Pero vivir todo el tiempo y escribir de vez en cuando. Hacer obras, como el albañil murallas y el revolucionario revoluciones. Expresar la vida; su coraje, su rabia."

Carlos Droguett



"Escribo para olvidar, esto es un hecho, necesito meter un poco de tranquilidad en mi alma, necesito descansar, necesito dormir, Dios sabe, sólo Dios sabe que hace diez meses que no duermo, aunque él tampoco dormía, bien lo recuerdo. No puedo dormir, no puedo olvidar, no puedo olvidarlo, sólo por eso escribo, para echarlo de mi memoria, para borrarlo de mi corazón, tal vez después decida morirme o no vivir, porque él, su figura menuda y pálida, con ese aspecto sucio del sufrimiento, era lo único que me ataba a este mundo, a esta silla, a este trozo de madera en que escribo, pero lo olvidaré, escribo para olvidarlo, sé que lo destruiré totalmente, como él me destruyó sólo con salir corriendo aquella tarde. Él bien sabía que yo lo necesitaba, sabía, como lo sé yo y me lo digo a veces, que él me necesitaba, que yo era su mundo, como él era el mío. ¿Por qué salió huyendo, entonces, sin siquiera entregarme su mano, sin rozar su rostro fugaz, su puñado asustado de pecas contra mi barba canosa? Yo sabía que él estaba llorando ahí afuera, lo presentía, más bien, mientras sentía mis propias lágrimas, días más tarde creía oírlo sollozar todavía en el suelo frío de la cocina, ahí, en ese rincón amable que él limpió con el roce de sus piernas durante muchas noches. Llegó como se fue, sin motivo, sin explicaciones, casi sin lágrimas, sin sollozos, una soledad lo trajo y otra soledad se lo llevó, me he quedado solo, completamente solo, porque ahí está el gastado rincón de baldosas donde dormía, pues nunca quiso usar la cama que juntos fuimos a comprar a la feria, ahí está su plato, duro y hostil de puro inservible, como si él jamás hubiera pasado por el pasadizo, golpeado la puerta de la calle, echado por la ventana su risa, esa risa áspera y desolada, sin embargo alegre, cuando le advertía: ¿Sabes? ¡Mañana es sábado! Entonces se desgranaban sus risas desde lo alto de las ramas y lo veía revolar y estremecerse sus piernas que rodaban con él por el suelo, ahí está su ropa, sus tejidos de lana para el invierno, sus gorras, sus bufandas. Dios, qué modo de comprarle ropa, qué empecinamiento de conservarlo tibio y preservado junto al fogón, en pleno fuego de la fiebre, qué horror al frío, al espantoso y solitario frío, al horrible invierno abierto, y comencé a comprarle ropa a montones y él se reía cuando me veía llegar con los enormes paquetes que no cabían por la puerta y se trepaba en ellos y se zambullía en las lanas y los algodones y surgía coronado de listas y de flores de género y de un olor industrial y triste, y aullaba, aullaba como un verdadero perro y me daba miedo y me tornaba asustado y pensativo y pensaba que estaba procediendo bien al comprar todas esas frazadas y esas colchas y esos ponchos y esas batas y esas camisas afraneladas y esas gorras de bruja y esos gorrones de pensionado, y cuando miraba súbitamente sus piernas el terror me golpeaba el pecho y sentía verdadero pavor cuando lo sentía reír, reírse de mí, olvidado de todo, felizmente olvidado de todo, de su situación, de mi situación, especialmente de su cuerpo, al que no se acostumbraba del todo, al que yo temía comenzara a tomarle horror, verdadero pánico y ese como miedo desprendido, desprendido de las manos y de la boca, ese miedo que se evapora por el pelo y nos deja solos, solos ya con la soledad total, con la muerte trepando fríamente por las piernas. Ahí están sus zapatos, esas botas que busqué con tanto cariño y pesadumbre cuando estuve en el norte y que desataron un drama entre los dos y él se negaba a ponérselas. Lo sentía llorar afirmado en los ladrillos, llorar más que con dolor, con vergüenza y humillación, y como yo me asomara por la ventana para llamarlo, él estaba vuelto de espaldas, peinándose con furia y dejadez el llanto, y emanaba de él esa soledad frágil que nunca nos dejó desde que me lo entregó su madre aquella mañana en la calle Salesianos y él se cogió rápidamente de mi mano, se aferró a ella como un nudo y me encogió el corazón y no lo quería mirar y miraba los ojos de la madre y veía ese alivio destapado en sus grandes pupilas cuando oía que yo le aseguraba que me lo llevaba inmediatamente, sin esperar hasta la tarde ni hasta mañana ni hasta el próximo domingo; cuando caminamos, él se estremecía despacito, aferrado siempre a mi mano, y yo le miraba los pies."

Carlos Droguett
Patas de perro



 “Este libro (Sesenta muertos en la escalera)  no lo he escrito yo. Lo escribieron los muertos, cada asesinado.”

Carlos Droguett



"Había perdido la noción del tiempo, del círculo de los días, las semanas, los meses, los años, fuera de su ropa astrosa, viejísima, tan harapienta como él mismo, no tenía nada, ni reloj pulsera o de bolsillo, ni anillos ni medallas, hasta la de la virgen del carmen la perdió no sabe dónde ni cómo. ¿Cuánto tiempo hacía que fue cazado? ¿Cuántos inviernos, cuántos veranos? Eso, esa medida del tiempo, que le caía del cielo, que le era traída por la ropa de la gente que venía a divertirse lastimeramente, mirándolo, lutos delgados de verano, lutos abrigados de invierno, le indicaba que la vida y el tiempo, junto a él, fuera de él, fluían sin detenerse y sin tregua. Antes, cuando estaba vivo, visiblemente vivo, pasaba pendiente del calendario, cuando siempre tenía una silla y una mesa esperándolo, después un sillón y un escritorio, un cristal lleno de papeles, unos papeles llenos de nombres que ya se murieron. Se encuclilló y, temblorosamente, alargó la mano, retardando sus ansias de beber, su seguridad de beber, para que le duraran más el ansia y la bebida, acercó la nariz, que aleteó conmovida, en la oscuridad los ojos brillaban gozosos y viciosos, oliendo entusiasmados también y, sin sorpresa, le gustaba ese olor conocido y familiar y la boca se le hizo agua. El vaso le había sido ofrecido sin un recado, sin unas señas, sin nombre, sin dirección, sin oficio, sin sexo, sin nada. Sonrió y respiró holgadamente, tratando de crecer, de adivinar, ¿Niño, niña, obrero, obrera, joven, muy joven, de la cabeza, del pecho, de los pechos, del muslo, del pulmón, del corazón? se preguntaba fascinado, mientras pegaba los labios y bebía complacido y agradecido, pleno, lavado y consagrado. Junto a esa interrogación nostálgica, llena de vida y de seguridad, que le evaporaba la mirada, sólo se escuchaba el gorgoteo que formulaba su garganta y el escurrir de la lluvia por la cara manchada y las manos empapadas. Un relámpago iluminó el vaso, los labios y la barba, por los que todavía resbalaban y huían retardadas gotas de sangre."

Carlos Droguett
Matar a los viejos



"…la hermosa y odiosa literatura, el difícil y fácil arte de juntar palabras para escribir una historia ya escrita por la vida."

Carlos Droguett



"Mama, yo he visto siempre algo de falso en la historia de Cristo, como un traje mandado a hacer, como una película o un cuento que ya se sabe cómo van a terminar. Cuando él llegó al mundo ya sabía que tenía que morir crucificado, ¿y sufrió por qué? ¿Por qué fue perseguido y alzó los huascazos en el templo y después se puso a discutir versos con Pilatos y se perdió en el huerto a llorar junto a su padre y vinieron los pacos a tomarlo preso y fue muerto sólo para resucitar al tercer día? Todo eso estaba escrito, dicen los libros grandes, ¿cierto? Entonces, ¿para qué sufrir con tanto rodeo si después iba a ser resucitado y subir al cielo en una fiestita de carnaval? No me gusta esa historia, mama, es mucho sufrimiento muy bien hecho para ser verdadero. Yo me dejaría matar fácilmente y hasta un poco urgido y supersticioso si sé que, después de dos noches, van a venir usté, mama y el Pedrito y la Yola con el Rosendo a hacer unos pases de brujería y a resucitarme entre sahumerios y dejarme como nuevo. No, no me gusta ese cuento trágico del Cristo. Él era un buen artista, seguramente, trabajó muy bien su drama, pero hay algo de falso en ello. Es una historia para mujeres, mama. Por eso andaban como perras detrás de él, la Marta, la María, la Susana, Juana la mujer de Cuza. A mí me parece que hasta María Magdalena se engolosinó con él, mama, y esa mujer que había sufrido tanto en su matrimonio con un milico, miraba a Jesús como una enamorada, con verdadera hambre, y estoy seguro de que él también se enamoró de ella y lloraba mucho, sufría mucho, de verdad, porque este dolor no estaba programado en los trabajos de su padre. Llorarían juntos en las tardes violetas cuando él estaba cansado del trabajo, como yo cuando me bajo del andamio y busco la silla y la botella. Él hablaría con disgusto, con rabia, con burla, echando sus parábolas a la multitud, pero mirándola a ella que estaría peinando sus hermosos cabellos negros frente a la ventana, suspirando y pensando en él, esperándolo. No podían casarse ni amarse con amor de carne porque él estaba destinado a otro sufrimiento más general y menos verdadero, no moriría de amor ni de odio específico, no, tendría que sufrir por un vago nuevo oficio y por gente que aún no había nacido y que no le importaba, todo porque el escritor que había inventado ese drama era un poquito delirante, un poco iluso y chiflado y bastante puritano. De otro modo, Dios no se habría escandalizado con Adán y Eva cuando los sorprendió desnudos en el Paraíso, deseándose a morir. ¿Cómo no se iban a desear si tenían deseo? ¿Y quién se los derramó en la sangre sino el mismo viejo nervioso, mal alfarero y poco imaginativo? Dios es un envidioso, mama, arrojó a Adán y Eva del Paraíso porque habían, sin quererlo, descubierto un hermoso sufrimiento, un sufrimiento que estaba más allá de las posibilidades de Dios Padre. Un viejo ardiloso y lleno de mañas, que, porque él no podía amar a hembra alguna, tampoco quiso que su hijo lo hiciera y entonces inventó toda esa zarandaja del Nuevo Testamento, de la redención del mundo por un hombre a quien le prohibieron amar."

Carlos Droguett
El compadre


 "[...] No me habrán visto nunca la cara, llena de cicatrices por un lado, el lado que siempre ha resistido la violencia, los gritos, los disparos, la sangre y las lágrimas, el solo lado de mi cara que estuvo preso [...]". Párrafos después "[...] Esa mirada total y absorbente con que te miran los ricos, que te incorporan a su leve curiosidad y su desprecio, a su tranquilidad, sobre todo; te miran y comprenden y están seguros de que mientras haya tipos como tú, tan pobres y tan tranquilos, tan pacientes y satisfechos, jamás va a venir la revolución, la sangre corriendo por las calles y no por las venas, y con esa seguridad total te miran los zapatos y saben [...]"

Carlos Droguett



“No podría explicar por qué escribo. ¿Por qué bebe el alcohólico? Él diría que porque no lo puede evitar. Yo tampoco, y como él, no lo considero una desgracia. Es más bien una fatalidad. Tampoco puedo explicar mi estilo. El estilo nace, o torna, cuando un tema me interesa. Si algo no toca profundamente mi sensibilidad, si no me conmueve entrañablemente, no me interesa y no tengo estilo. Cuando imagino o recojo una historia siento a mis personajes como si ellos fueran yo mismo; inconscientemente los incorporo a mi sangre; sus aventuras son mías; conozco no sólo su ámbito espiritual, sino su cuerpo, sus pensamientos, su soledad; son seres míos como los hijos de mi carne que yo he hecho. Pero a veces, diría que siempre, tengo la impresión de que el lenguaje, las palabras, se interponen entre ellos y yo, y suprimiendo torrencialmente puntos, comas, explicaciones obvias, descripciones inútiles, los acerco en bloque a mi terror, soy como un ciego debatiéndome entre las alambradas de púa del idioma, entre manos, ojos, pies, bocas, pautas, preceptos, camisas que quieren incorporarme o hundirme, pugnando por salir, o más bien, por acercarme a mis personajes. Tal vez este deseo y esta fiebre dan la sensación de vertiginosidad, de totalidad, a un estilo que quiere abarcarlo todo de una sola vez. Estilo angustioso, acezante no por afán de improvisación, sino por necesidad de profundidad, es decir de realidad. Porque todo arte que no refleja el tiempo presente está condenado a morir mañana o pasado mañana, no atravesará el tiempo, como deseaba Proust para todo arte verdadero. Mi ideal sería llegar a escribir como respiro, con la extrema sencillez que lo hace esa estupenda improvisadora que es la vida.”

Carlos Droguett


"Todos, todos [los escritores chilenos], hasta los más ilusos, hasta los más difusos, los con menos huesos y carne, los que podían volar unas cuadras sin derretirse, un D’Halmar, un Pedro Prado, han sido unos ciegos imitadores. No sólo ciegos, también sordos de nacimiento y de intento para no fijarse ni escuchar que había solo una maestra, un solo libro verdadero, la vida, un solo escritorio verdadero, la tierra."

Carlos Droguett



"Yo creía en un tiempo que me iba a morir como escritor inédito. A mí me habría sido mas cómodo no haber tomado partido y vivir contratado en los United States como algunos chilenos miserables de los que no quiero acordarme. Me tocó la soledad. A uno lo ayudó a profundizarse. Como niño y adolescente me tocó una vida muy solitaria. Como hombre y escritor tuve una vida aún más solitaria. Pero es relativo. Por eso comulgo con esa alegría de la desesperación de la Novena Sinfonía, la de luchar por los desesperados, viviendo o muriendo sano entre los contaminados, aunque sólo sea por amor propio. Se puede contar la vida del pueblo y se puede contar dólares: hay que elegir."

Carlos Droguett


"Yo no invento, Carlos, no tengo imaginación, sólo alguna capacidad de selección y reflexión, sólo registro y verifico, abro los ojos y miro, acerco las manos y toco, absorbo una cuota de ambiente como una esponja, no, y no lo lamento, no tengo imaginación, no hay que tenerla antes de descubrir el mundo visible."

Carlos Droguett










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