E. M. Delafield

"15 de noviembre. Robert sí que advierte la desaparición de la alfombra y dice que quiere recuperarla.
La pongo de nuevo en el vestidor y me llevo del cuarto de la niñera una alfombrilla teñida, de peor calidad, para la habitación de invitados. Mademoiselle se ofende y le dice a Vicky, que me lo cuenta, que en este país se siente tratada como un gusano.
17 de noviembre. Mi querida y vieja amiga del colegio Cissie Crabbe tiene prevista su llegada en el tren de las tres. Cuando se lo digo a Robert, me contesta que ir a recogerla le supone un auténtico engorro porque tiene asamblea parroquial, pero al final accede a saltársela. Me llega al alma con eso.
Por desgracia, justo después de que se haya puesto en camino llega un telegrama de mi querida amiga del colegio en el que dice que ha perdido la conexión y que no llegará hasta las siete. Eso supone postergar la cena hasta las ocho, y la cocinera no va a ponerse muy contenta. No puedo mandarle recado con Ethel puesto que es su tarde libre, así que me veo obligada a decírselo yo misma. No se pone nada contenta. Robert vuelve de la estación, muy poco contento a su vez. Mademoiselle, inexplicablemente, exclama: «Il ne manquait que ça!». (El comentario no viene a cuento, puesto que el hecho de que Cissie Crabbe no haya aparecido no ha de importarle un pimiento. Últimamente no paro de pensar que los franceses no tienen ningún tacto.)
Ethel vuelve, diez minutos tarde, y pregunta si debe encender el fuego en la habitación de invitados. Le digo que no, que no hace tanto frío, pero lo que pienso en realidad es que Cissie ya no merece, en mi opinión, tantos lujos. Luego me da la sensación de que la mía es una actitud de lo más impropia y enciendo el fuego yo misma. Se forma una humareda.
Robert pregunta desde abajo qué es todo ese humo. Nada, nada, le contesto desde arriba. Robert sube, abre la ventana y cierra la puerta, y dice que asunto resuelto. Prefiero no señalar que la habitación va a enfriarse con la ventana abierta.
Juego al Ludo con Vicky en el salón.
Robert lee el Times y se queda dormido, pero despierta a tiempo para hacer una segunda expedición a la estación. Gracias a Dios, esta vez sí vuelve con Cissie Crabbe, que ha engordado y repite varias veces que las dos hemos cambiado un montón, lo que considero innecesario.
La llevo al piso de arriba; la habitación de invitados, por culpa de la ventana abierta, parece una cámara frigorífica, y el fuego todavía humea, aunque menos. Según Cissie, la habitación es muy agradable, y ahí la dejo tras haberle rogado que no dude en pedir lo que sea. (Recordatorio: Decirle a Ethel que tiene que contestar al timbre de la habitación de invitados si suena. Confiemos en que no suene.)
Cuando nos vestimos para cenar, le pregunto a Robert qué le parece Cissie. Dice que no la conoce lo suficiente para haberse formado una opinión. Le pregunto si la encuentra atractiva. Contesta que no se lo ha planteado. Le pregunto sobre qué han hablado en el camino de vuelta de la estación. Dice que no se acuerda."

Edmée Elizabeth Monica Dashwood comúnmente conocida como E. M. Delafield
Diario de una dama de provincias



“(Duda, básicamente retórica: ¿Por qué la gente dice tantas veces de las mujeres casadas, con hijos y sin profesión que llevamos una vida “desahogada”? No encuentro respuesta.)”

E.M. Delafield
Diario de una dama de provincias


"(Duda: ¿No es el odio compartido uno de los vínculos más fuertes en la naturaleza humana?. Mi respuesta, desgraciadamente, es afirmativa.)"

E.M. Delafield
La dama de provincias prospera



"Me encamino, pues, al piso en Sloane Street. La entrada del edificio es impresionante, con una legión de porteros, uno de los cuales me acompaña en el ascensor y me deja ante una puerta de un violeta vivo cuyo antiguo llamador representa una sirena, motivo que no me parece muy adecuado para Londres aunque quizá sí aplicable al carrerón de Pamela. El piso está amueblado con mesas de espejo, pufs negros y bloques de madera verde con ángulos pronunciados. Me siento sobrecogida y me pregunto qué impresión le produciría todo eso a la mujer del párroco, pero no acierto a imaginarlo.
Pamela me recibe en una pequeña habitación —más espejos pero menos pufs, y los bloques angulares son rojos con trazos azules en zigzag— y me sorprende con un beso de lo más efusivo. Es muy amable por su parte, aunque desearía haberlo previsto, pues así habría podido reaccionar mejor y sin dar tantas muestras de una perplejidad rayana en la alarma. Me invita a sentarme en un puf y a fumar un cigarrillo ruso; acepto ambas cosas y le pregunto por los niños. «¡Ah, los niños!», exclama Pamela, y se echa a llorar, aunque se detiene antes de que me haya dado tiempo a tenerle lástima y se embarca en un largo y complicado discurso. La vida, declara, es dificilísima, y está perfectamente segura de que yo siento, como ella, que nada importa más en este mundo que el amor. Reprimo la fuerte inclinación a contestar que importan bastante más la cuenta bancaria, unos dientes sanos y un servicio doméstico en condiciones, y digo que sí, claro, y trato de parecer todo lo inteligente y comprensiva que puedo.
Pamela se lanza entonces a pronunciar un apasionado discurso y dice que no es culpa suya que los hombres siempre se hayan vuelto locos por ella y que sin duda recordaré que siempre le ha pasado, desde jovencita (no recuerdo nada parecido, y aunque lo hiciera, no se lo diría), y que, al fin y al cabo, el divorcio ya no está tan mal visto como antaño, y es siempre la mujer la que tiene que pagar el pato, ¿no estoy de acuerdo? No me parece necesario dar una respuesta definitiva a esa cuestión y, en cualquier caso, no sé muy bien si estoy de acuerdo o no, de modo que vuelvo a recurrir a mis ademanes inteligentes y comprensivos y profiero un sonido inarticulado pero, confío, expresivo. Mi actuación deja completamente satisfecha a Pamela, por lo visto, pues continúa haciéndome confidencias que escucho con los ojos tan abiertos de emoción que casi se me salen de las órbitas. Menciona a Stevenson, Templer-Tate y Pringle, así como a otros cuyos apellidos Pamela no ha llegado a llevar nunca, aunque, según ella, más por culpa suya que por la de ellos. Siento que debería decir algo, así que me intereso tímidamente por si su primer matrimonio fue feliz, pregunta que me suena mejor que la de si alguno de sus matrimonios lo fue."

E.M. Delafield
La dama de provincias prospera


"¿No es a menudo el silencio más efectivo que la elocuencia extrema?

E.M. Delafield
Diario de una dama de provincias


“(Nota bene: En la vida cotidiana, decir la verdad resulta extraordinariamente difícil. ¿Es solo mía esta idiosincrasia tan deplorable o hay otros que también la padecen?)”

E.M. Delafield
Diario de una dama de provincias


"(Recordatorio: Una diferencia pronunciada entre los dos sexos es la tendencia masculina a postergar prácticamente todo con la excepción de sentarse a comer e irse a la cama. Me gustaría comprar una de esas chapitas pintadas con la máxima «Hazlo ahora mismo» a la venta en tantas papelerías de segunda, pero, cuando lo pienso bien, comprendo que no fomentaría la armonía doméstica y abandono la idea)."

E.M. Delafield
Diario de una dama de provincias









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