Ernest Dowson

Amor Profanus

Más allá de la pálida memoria,
en algún misterioso bosque oscuro
existe un lugar hecho de sombras,
donde las palomas nunca anidan,
un lugar olvidado por el sol:
He soñado que allí nos reuníamos
para maravillarnos de nuestro viejo amor.

Reunidos allí, por casualidad, largos años habían pasado
vagando por la espesura sombría;
y aquel antiguo lenguaje del corazón
intentamos en vano evocar: ¡Oh, que melodía furtiva!
Sobre nuestros pálidos labios han corrido
las aguas del olvido
que coronan el amor de todos los mortales.

En vano balbuceamos, desde lejos,
nuestro viejo deseo brilló frío y muerto:
esa vez fue lejano como una estrella,
cuando los ojos alumbraban y los labios eran carmesí.
Sin embargo fuimos con los ojos abatidos,
sin encontrar placer en la cercanía,
como dos pobres sombras desconsoladas.

¡Oh, Amor! Mientras la vida sea nuestra,
no acumules los pétalos rosas y blancos,
arranca la hermosura que huye de las flores
para que adornen nuestro pequeño sendero de luz:
pues pronto habremos de ahogarnos
en la amarga hierba de los muertos;
separados, tristes espectros de la noche.

Ernest Dowson


"De sus labios apenas recabé información; aunque en nuestra travesía de vuelta, aquellas largas noches en que paseábamos por cubierta bajo la Cruz del Sur, su reticencia cedía de vez en cuando, lo que me permitió vislumbrar muchas más cosas de él que en todo nuestro tiempo juntos en la salitrera. Adiviné más, sin embargo, de lo que me contó; y logré atar todos los cabos con posterioridad, después de conversar con la joven a quien comuniqué la noticia de su muerte. El mencionó su nombre, por primera vez, un día o dos antes de su desaparición: una confidencia tan inaudita que debí estar ciego para no darme cuenta de lo que presagiaba. Había visto su retrato el primer día que entré en casa de Garth, donde su fotografía colgaba en un lugar bien visible de la pared: el rostro ovalado y adorable de una jovencita, casi una niña, con unos ojos enormes que, no sé por qué motivo, se adivinaban del color de las violetas, contemplando el mundo con singular tristeza entre un manto ondulante de cabellos negros. Él me contó después que era la fotografía de su fiancée, pero, antes de eso, no habían faltado indicios de que había una mujer en su vida.
Iquique no es París; ni siquiera Valparaíso; pero sí una ciudad del mundo civilizado; y, tan sólo a dos días a caballo del lugar pestilente y caluroso donde alimentábamos tenazmente nuestras vidas de quinina y de ilusión, era la mejor esperanza de evasión. Las existencias de casi todos los ingleses que dirigían trabajos en el interior de aquellas tierras eran muy parecidas: no era difícil reconocerlos por cierta expresión hambrienta y salvaje en su mirada. Entretanto, mientras esperaban su suerte, la mayoría sentía una gran alegría cuando algún asunto de negocios les obligaba a pasar un día o dos en Iquique. Hay tiendas y calles, calles iluminadas por las que pasan señoritas de ojos negros con mantillas de encaje; y también hay cafés; y partidas de faraón* para los que quieren apostar; y corridas de toros, y periódicos con menos de seis semanas de retraso; y en el puerto, cargando nitrato, muchos barcos, a los que no se puede mirar sin envidia, pues regresarán a Inglaterra en pocos días. Pero Iquique no tenía el menor atractivo para Michael Garth, y, cuando alguno de nosotros tenía que ir, era normalmente yo, su subordinado, quien me dirigía allí alegrándome de su indiferencia. Los dólares ganados con el sudor de la frente se desvanecían en Iquique; y para Garth la vida en Chile se limitaba, desde hacía mucho tiempo, a hacer acopio de dólares. Así que se quedaba en el calor abrasador de Aguas Blancas, y contaba con determinación los días y el dinero (aunque su naturaleza, en mi opinión, era esencialmente generosa, su obsesión por conseguir aquel propósito le había convertido en un hombre de una avaricia malsana) que lo devolverían a su preciosa amada. A pesar de lo taciturno, desconfiado e insociable que se había vuelto, descubrí poco a poco que aún sentía cierto amor por las humanidades, y que su buen gusto sólo podía ser fruto de un profundo conocimiento de la mejor literatura. Puso a mi disposición su reducida biblioteca unas pocas novelas francesas, un Horacio, y algunos volúmenes muy manoseados de poetas ingleses modernos en la conocida edición de Tauchnitz-, a cambio de mi colección, bastante similar, aunque algo más numerosa. En los escasos momentos en que se mostraba cordial, podía hablar de esos temas con verve y originalidad; con más frecuencia, prefería perseguir con odio exacerbado a un fetiche abstracto que él denominaba su «suerte». Era por naturaleza terriblemente pesimista; y parecía atribuir a la Providencia cierta cualidad inconcebiblemente cruel, que dirigía en todo momento contra su persona. Logré explicarme, e incluso justificar, en cierto modo, su profunda amargura y su avaricia, muy similares, cuando supe que había sufrido la mayor de las pobrezas y que, además, estaba locamente enamorado... enamorado comme on ne l’ést plus. Cuáles habían sido sus recursos antes era algo que yo desconocía, así como la causa de su fracaso; pero colegí que la crisis había sobrevenido en un momento en que su vida se había complicado con la repentina transformación de una vieja amistad en amor... un amor que, en su caso, sería absoluto y definitivo. La muchacha también era pobre; ambos eran más pobres que la mayoría de la gente pobre... ¿Cómo podía él rechazar el empleo que, gracias a los buenos oficios de un amigo, le ofrecieron inesperadamente entonces? Es verdad que significaba marcharse del país, y pasar cinco años de soledad en América Ecuatorial. La separación y el cambio debían tenerse también en cuenta; quizá la enfermedad y la muerte, además de su «suerte», que parecía incluir todos los males. Pero a la vez prometía, cuando el período de exilio terminara (y había posibilidades de disminuir su duración) cierta autoridad y, probablemente, riqueza; y, si lograba zafarse de todos los riesgos, el matrimonio. Parecía ser el único camino. La muchacha era muy joven: casarse antes de su marcha era impensable; ni siquiera se comprometieron formalmente. Garth se negó a aceptar su promesa de matrimonio, aunque aseguró que él la amaría mientras siguiera con vida; se mantendría célibe para reclamar su mano cuando regresara al cabo de cinco, diez o veinte años, si ella no había elegido a alguien mejor. Quería que se sintiera libre; aunque imagino cuánto debió impresionar a la joven de los ojos violetas la renuncia de aquel semblante oscuro y resentido, y con cuánta ternura rechazó su libertad. Ella consiguió un trabajo de institutriz, y se sentó a esperar. Y la ausencia solo sirvió para remachar con más fuerza la cadena de su afecto, y asentar mejor la imagen de Garth en su pedestal; pues en el amor casi siempre ocurre lo contrario que en esta máxima social, les absents ont toujours tort, que siempre se cumple."

Ernest Dowson
El estatuto de las limitaciones


El jardín de sombras

El amor ya no escucha el gemido del viento
bailando entre flores perfectas: tu cerrado jardín
crece en desérticas formas, donde nadie podrá encontrar
el extraviado pétalo de una rosa olvidada.

¡Oh, brillante, brillante cabello!
¡Oh, boca, labios trémulos como la fruta que cae del árbol
¿Puede el hambre permanecer cerca de esa cosecha?
El amor, que fue sinfonía, con su laúd quebrado
susurrará melodías sobre la hierba de los camposantos.

Deja que el viento murmure sobre las flores perfectas,
Y que el jardín renazca y brille con la primavera:
El amor ha crecido ciego sin contar las horas,
sin soñar en las semillas del tiempo, ni en su cosecha.

Ernest Dowson


Flos Lunae

"Yo no cambiaría tus ojos fríos,
Ni alteraría la calma fuente del discurso
Con un arrebato de pasión o sorpresa.
Inalcanzable me resulta tu corazón:
E inalterables tus ojos fríos.

Yo no cambiaría tu mirada fría;
Ni tu sonrisa ni tus lágrimas poseería;
Aunque toda mi vida calle y muera,
El deseo sigue ahí, deseando sueños,
Y tus ojos fríos permanecen allí.

Yo no cambiaría tus ojos fríos;
No los cambiaría incluso si pudiese,
A quien mis rezos ascienden en el incienso,
¡Hija de sueños! ¡Mi luna nocturna!
Nunca borraría tus ojos fríos.

Yo no cambiaría tus ojos fríos,
Con tribulaciones del corazón humano:
Dentro de ellos mi espíritu yace,
Una cosa helada, sola, aislada;
Que jamás me atrevería a cambiar."

Ernest Christopher Dowson




Noches grises

Por un tiempo vagamos (esto fue lo que soñé)
por un largo y arcilloso camino en la Tierra de Nadie,
donde sólo las amapolas crecen en la arena,
aquellas que con escasa estima arrancamos,
y siempre tristes, hacia una triste corriente,
seguimos avanzando con los dedos entrelazados,
bajo las estrellas distantes, un camino imprevisto,
la visión de todas las cosas en la sombra de un sueño.

Y siempre tristes, mientras las estrellas expiraron,
encontramos las más extrañas amapolas,
hasta que tus ojos mi luz cultivaron,
para iluminarme en aquella hora de abatimiento,
y en su oscurecimiento ninguna conjetura podría
atormentarme con los días perdidos que deseamos,
después de ellos mis recuerdos fueron destrozados.

Ernest Dowson


Non sum qualis eran bonae sub regno Cynarae

La última noche, ay, mezclé sus labios con los míos
Luego cayó tu sombra, Cynara, y tus suspiros
Sobre mi alma entre el vino y los besos se derramó,
Pero estaba enfermo y desolado por una vieja pasión
Sí, estaba desolado y bajé la cabeza;
Te he sido fiel a ti, ¡Cynara! Claro, que a mi manera.

Toda la noche sentí latir su cálido corazón sobre el mío
Entre mis brazos, en amor y sueño, toda la noche yació;
Claro, fueron dulces los besos de su boca roja de ocasión,
Pero estaba enfermo y desolado por una vieja pasión
Cuando al despertar encontré que era muy gris la aurora;
Te he sido fiel a ti ¡Cynara! Claro, que a mi manera.

He olvidado tanto ¡Cynara! Llevado con el viento,
Rosas arrojadas, rosas pisoteadas entre el turbión,
Danzando hasta volverlas pálidos lirios del olvido
Pero estaba enfermo y desolado por una vieja pasión
Todo ese tiempo, y el baile se extendió la noche entera;
Te he sido fiel a ti ¡Cynara! Claro, que a mi manera.

Rogué por una música más loca y un vino más fuerte,
Pero cuando las lámparas expiran y la fiesta languidece,
Allí cae tu sombra y la noche es toda tuya, Cynara;
Y estoy enfermo y desolado por una vieja pasión,
Sí, tan hambriento por los labios de mi deseo estoy.
Te he sido fiel a ti ¡Cynara! Claro, que a mi manera.

Ernest Dowson

(N. del T.): Cynara: Horacio, Odas, IV, 1, 4: “Non sum qualis eram bonae/sub regno Cinarae, desine dulcium/mater saeva Cupidinum”: “Ya no soy el que era -o el que fui- bajo el reino -o “bajo el dominio”, “el influjo” o “subyugado”- de la buena Cinara: Deja ya madre de dulces deseos”.También Cinara aparece en Ep. I, 7, 28; I, 14. 33; así como en Homero, Od. VI, 13, 21-22. Era al parecer una hetaira conocida del poeta de Venusia. Pero el empleo de su nombre por Dowson ha dado lugar a múltiples conjeturas. Sumo una por mi parte: “Cinara” o “cynara” es el nombre de la tintura que se extrae del alcaucil así como de algunas variedades de la misma planta. Esta tintura muy conocida mundialmente por su marca comercial como “Chofitol” es un remedio hepático muy socorrido desde que se tenga memoria. Ahora bien. Hace muchos años alguien me dijo que, a su vez muchos más años atrás, este extracto de cynara se empleaba para diluir el láudano destilado del opio. En especial cuando se buscaba hacer durar las provisiones así como, cuando se estaba en las etapas finales de la adicción, hacerlo un tanto menos nocivo. El clima nocturno, de ensoñación, de doble visión y de pesadilla fría del poema, puede tal vez contribuir a esta explicación. Claro está que sumado al sólito recurso a la poética de Horacio tan habitual en este poeta como en tantos otros. Por otro lado el grupo al que pertenecía este poeta -The Rhymers Club, formado hacia 1890- estaba integrado también -y entre otros poetas- por Lionel Johnson, Francis Thompson -autor del bellísimo The Hound of Heaven- y John Gray (el inspirador del personaje de Dorian Gray), todos católicos y opiómanos.



Para alguien en el manicomio


"Con delicadas, dementes manos, detrás de las sórdidas barras,
Él sostiene sus flores, manojo apretado en densas lágrimas;
Aquellos marchitos ramos de paja, marcan miserablemente
Su espacio, universo enjaulado, donde contempla al mundo indolente.

Pedante y lastimoso. ¡Ah, como luchan su arrebatadora mirada
Contra la indiferencia! ¿Saben ellos de los sueños divinos que lo agitan,
Riendo como en un sueño encantado por el vino,
Mezclando en una quimera su melancolía con las estrellas?

¡Oh, Hermano desdichado! Sí, de ti sienten lástima.
¿No he cedido con alegría a la promesa de tus ojos,
Reino de los tontos, lejos de los hombres que siembran y cosechan
La vanidad de sus días? Mejor que las flores mortales
Son tus pequeñas rosas lunares: Mejores que el amor o el sueño,
Las estrellas han coronado con olvido la soledad de tus horas."

Ernest Christopher Dowson


Una última palabra

Vayamos entonces: la noche está a nuestro alcance;
El día yace exhausto, todas las aves han volado;
Y nosotros hemos cosechado la siembra de los dioses;
Muerte y desesperación, honda oscuridad sobre la tierra
Jóvenes como el búho, no podemos comprender
Ni el llanto ni la risa, pues sólo conocemos la vanidad:
Que ha impulsado nuestra perversa desolación.

Vayamos entonces: hacia un ignoto sitio, extraño y frío;
A las Tierras Vacías, donde los justos e injustos
Encuentran su fin, donde descansan los viejos;
Liberados del amor, del miedo y la lujuria.
Unamos las manos desgarradas, roguemos al suelo que rodee
Nuestros corazones enfermos y los disuelva en polvo.

Ernest Christopher Dowson





Ven, descendamos

Deja que así sea;
renuncia a las palabras y al lamento,
en vano tanto ansiamos responder:
mejor encontrar un lugar para yacer,
solo para estar muerto.

El silencio fue lo mejor,
mejor que las canciones y el lamento;
ahora sé las melodías desiertas;
ahora deja que las hojas muertas
y rojas del otoño cubran el laúd incierto.

El silencio es lo mejor:
por nunca jamás, eternamente,
descendamos y allí, durmiendo,
en algún lugar más allá de su conocimiento,
ella nos olvidará para siempre.

Deja que así sea:
más y más fría ella se ha de transformar,
el sueño y la noche fueron la perla;
yacer donde ya no podemos verla,
donde podamos descansar.

Ernest Dowson


Vita summa brevis spem nos vetam incohare longam

Ya no están más la risa y el sollozo
El amor y el odio y el deseo,
Pienso que en nosotros eso ya no cuenta
Cuando pasamos esa puerta.

Ya no están más los días de vino y rosas
Salidos de un brumoso sueño
Un tiempo, luego se borran nuestras huellas
En medio de un sueño.

Ernest Dowson

(N. del T.): El título viene de Horacio, Oda I. 4. 15. “La vida tan breve no admite esperanza larga” Desde luego que es éste el poema que recita Clifton Webb -como Waldo Lydecker al final de Laura, 1944, el extraordinario film de Otto Preminger. Por cierto el segundo hemistiquio del primer verso del segundo cuarteto se empleó como título para un film que mejor olvidar.





















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