Grégoire Delacourt

"Con treinta años (treinta y cinco), mis niveles de ácido úrico, albúmina, colesterol, creatinina, glucemia, hemoglo­bina, tirotropina, triglicéridos y velocidad de sedimentación eran absolutamente normales. Las radiografías de los huesos indicaban lo mismo: mi masa ósea se mantenía estable desde los veinte años, empezaría a disminuir a partir de los cuarenta, me precisaron. Una resonancia magnética cortó mi cuerpo en rodajas y no hubo nada que añadir aparte de que pertenecía a una mujer de treinta y cinco años en óptimo estado de salud. Una dermatóloga me examinó la piel por todas partes mientras chupeteaba un caramelo de angélica de Niort —por ¿problemas de aliento?—, y no me echó más de treinta años. Cuando le dije que tenía cinco más, volvió a empezar el examen y acabó por soltar: «Es curioso, tiene una epidermis claramente más joven que la que le correspondería por su edad». Mantuvo una larga conversación con Hay­tayan, intercambiaron sus historiales, algunas palabras complicadas y llegaron a la conclusión de que, si bien era imposible afirmar que no envejecía tal como yo sostenía, con el apoyo de las fotos quedaba demostrado que mi piel poseía todas las cualidades —ausencia de arrugas, elasticidad, firmeza, brillo, etc.— de la de una mujer de apenas treinta años. Pero en cuanto al interior —órganos, músculos, huesos, etc.—, se trataba sin duda del cuerpo de una mujer de treinta y cinco años.
No envejecía por fuera. Envejecía por dentro.
Mi marido no había notado nada, ni tampoco nuestro hijo. No obstante, algunas mujeres del curso de yoga constataban con envidia mi buen aspecto, mi aire juvenil, mi piel de bebé, todo cuanto Sadhu (de nombre real Liliane-Berthe) se apresuraba a atribuir a sus enseñanzas: «Les recuerdo, señoras, que el objetivo de nuestro trabajo es la liberación —moksha— del ciclo de los renacimientos —samsara— generado por el karma —karma— individual, y Betty renace muy bien, ya lo creo, muy bien».
Odette suponía que los productos de belleza que me proporcionaba eran la razón de tal milagro, que entre las fórmulas de las cremas y la química de mi piel existía una alquimia única en el mundo."

Grégoire Delacourt
La mujer que no envejecía



"De repente me sentí desprovista frente a mi hombrecito, frente a su primera e inmensa desilusión. Aterrorizada al ver que el nacimiento del amor siempre era tan desgarrador. Siempre tan cruel.
El fin del mundo no llegó. Los ordenadores no se colapsaron ni hicieron caer a los aviones, los satélites o las estrellas, como tampoco a los muertos a los que echamos de menos, y que están en el cielo, es de suponer.
En los últimos días del verano le expliqué a mi hijo que las penas de amor son en sí mismas una forma de amor. Que existe felicidad en la nostalgia. Y que un fracaso amoroso nunca lo es del todo: abre una nueva vía hacia uno mismo y hacia el otro, puesto que un encuentro son dos destinos que entrechocan. Me dio las gracias por mentirle; hacía mucho que había adivinado mis propias aflicciones y mis numerosos callejones sin salida. Protesté. Se encogió de hombros y murmuró un «mamá» decepcionado, y eso me hizo llorar.
Al verano siguiente volvimos a Le Touquet; Héctor empezaba a aburrirse allí, quería pasar más tiempo con sus amigos. Se iba distanciando, nuestras carantoñas se espaciaban, ya no me construía castillos con un torreón al que un príncipe vendría a buscarme. Ya no era su modelo viviente. Había dejado de creer en los cuentos, así como en las mamás rescatadas.
En la playa, algunos hombres me sonríen, pero mi sonrisa comedida los mantiene a distancia.
Con el tiempo me he descubierto apaciguada. He renunciado a la voracidad de los hombres y a mis impaciencias, ya no permito que mis tormentos escriban mi vida. He comprendido la letra de la cancioncilla Mon enfance m’appelle, de Serge Lama e Yves Gilbert:
On récolte l’ennui quand on a ce qu’on veut.
[«Uno cosecha el hastío cuando consigue lo que quiere.»]
Por fin estoy preparada para una historia que se vaya inventando día a día, la espero, me preparo para ella. He hecho el duelo de mi sueño de un amor tan intenso que sea posible morir por él; de hecho, te equivocaste de medio a medio, mamá. Empecé a amar mi vida, a amar lo que podía prometerme, con un hombre tal vez, algún día, porque realmente la soledad no es un producto de belleza.
Y en este primer verano del siglo, similar a todos los que se han sucedido hasta hoy, cada tarde acudo al cementerio, en el bulevar de la Canche, a la zona reservada a los desconocidos. Siempre llevo una Eugénie Guinoisseau, que deposito sobre la lápida, grabada con el nombre que el ayuntamiento se decidió por fin a ponerle.
Señor Rose.
Y en el frescor de la tarde, mientras espero a tener un poco de suerte con los hombres, el señor Rose y yo hablamos del amor."

Gregoire Delacourt
Las cuatro estaciones del amor




"El deseo es creer que lo efímero es la única cualidad que da verdadero valor a las cosas. Lo perenne es la muerte."

Grégoire Delacourt


"El deseo es una de las cosas que demuestran que estamos maravillosamente vivos y que nuestra historia no está escrit". Expresa nuestros apetitos, hay que aprender a escucharlo y, a veces, a satisfacerlo."

Grégoire Delacourt



"Las mujeres están nuevamente en peligro."

Grégoire Delacourt



"Nunca me ha gustado documentarme para escribir, no tengo esa curiosidad por la exactitud: prefiero la verdad novelada."

Grégoire Delacourt




"Pese a todo, Mimí invitó a una ronda general, briks de Vieux Papes, en un camping lo que se quiere es cantidad, no calidad, me aclaró, sobre todo al final de las vacaciones, guacamole y tortillas a voluntad, salchichón y zamburiñas (pagando). La fiesta se prolongó hasta la noche, los niños y algunas madres se retiraron a sus tiendas; los que se quedaron se pusieron a bailar, la violencia áspera del vinazo tinto hizo surgir algunas palabras gruesas, como puñetazos, manifestarse urgencias animales, y algunas siluetas se volatilizaron en las sombras, se perdieron en rincones de arena tibia; se oyeron risas sofocadas, sonó un grito, el susto de una mujer; y luego, de repente, en el corazón de la noche, se levantó un viento violento, ensordecedor, que arrastraba olor a algas, a sal, a peces muertos, el jadeo de un hombre; por la mañana, algunas ramas habían sido arrancadas de los árboles, se habían roto los cristales de varias ventanas, la red de una portería de fútbol había desaparecido, una tienda había salido volando, pero no hubo ningún herido, salvo un tipo que hacía el pájaro en un árbol y recibió una descarga eléctrica.
Esa mañana, en medio de la desolación del camping, Mimí y yo despedíamos con gesto cansado a los últimos clientes; estos eliminaban a soplidos la arena que se había colado por todas partes, recogían las tiendas, enganchaban las caravanas a los vehículos, llenaban de agua el depósito de las autocaravanas antes de echarse a la carretera con la familia, con las bicicletas en la baca, en dirección al piso, al chalé, al hipermercado, para comprar el material escolar, recuperar las palabras tristes, bueno, pues hasta luego, no vuelvas muy tarde, sobre todo no cojas frío, reencontrar a los colegas ante la máquina de café, decir que sí, que el verano ha ido bien, cuchichear, con ojos brillantes y labios húmedos y ardientes, que ha estado bien, incluso mejor que bien, una vendedora de patatas fritas, y llegó septiembre, y pensé en mis hijos, que por primera vez iban a empezar las clases sin mí, en Louis, que querría un reloj inteligente, y en su padre, que diría que sí para optar por el camino más fácil, en Manon, que elegiría la ropa sin mí, en Léa, que aprovecharía mi ausencia para llevar el pelo más corto de lo que le queda bien, como Jean Seberg en Al final de la escapada, pensé en todo lo que mi deseo había impedido, me sentí una inmundicia, y me lancé a dejar marchar a aquellos a quienes amaba."

Grégoire Delacourt
Bailar al borde del abismo





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